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miércoles, 29 de abril de 2020

Los cerezos en flor

Los cerezos en flor anunciaban una primavera que de algún modo nos ha sido robada como aquel mes de abril al que cantaba el trovador ubetense. No han sido lo único. Podríamos afirmar que nos han escamoteado una vida. Quizás para un gato una vida más o una vida menos sea algo relativo, insignificante, pero cualquier vida ha de ser vivida, hasta la que nos arrebatan. 
Ahora cuando pensamos en este tiempo que hemos tenido que vivir de forma inesperada, imaginamos, obviamente fantaseando, todo aquello que podíamos haber hecho y no hemos hecho, y que probablemente tampoco habríamos hecho en las condiciones habituales. 
Y ahora por esta situación anómala, para muchos se hace presente la muerte. Como si no estuviera antes ahí. Como si no fuera la única certeza de la vida. 
Descubrimos la vulnerabilidad, la fragilidad de nuestra existencia y de existencias ajenas e incluso nos adentramos en territorios inexplorados para algunos como el de la soledad. También pisamos la senda del miedo y naturalmente, reparamos en el dolor; en sus causas, en sus síntomas y en sus tipos. Aprendemos que hay un dolor físico, que en la mayoría de los casos es pasajero aunque en ocasiones parezca eterno, y hay otro dolor, más profundo, más duradero y por tanto, más complicado de sanar. 
De repente, un enemigo invisible ha tambaleado nuestra existencia, ha dinamitado los pilares sobre los que sustentábamos nuestro refugio y nos ha mostrado indefensos. Nos ha dejado desprovistos de corazas físicas e inmateriales, a su merced no sólo en el ámbito sanitario o ante una previsible crisis económica. Nos ha dejado desnudos como personas, individual y colectivamente. Y esas heridas tardarán un largo tiempo en cerrar. 
Por eso es hoy cuando anhelamos ese anuncio de primavera y ese birlado mes de abril. Por eso hoy más que nunca desearíamos volver a aquellos cerezos en flor.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Árboles caídos

Hay demasiados árboles caídos. Ídolos con pies de barro. Víctimas de triunfos mal digeridos y éxitos cegadores. Protagonistas de un presente luminoso y un futuro de apagones. Héroes de un hoy de gloria y un mañana de rentas caducas. 
Y al final, la tragedia. Vidas rotas. Caminos sin retorno. Explicaciones y justificaciones tardías. Soluciones extemporáneas. Miradas atrás que calibran el peso del recuerdo. Dolor para envolver la pérdida. Y las ausencias y presencias que marcan la línea entre el ayer y el ahora. 
Aún así, la fórmula se repite. Promesas para alcanzar lo más alto y la conversión en una estrella. El reparto de las etiquetas de los elegidos. El brillo compartido de la codicia en los ojos. Y un final sin escribir. Sin advertencias sobre la fugacidad de algunas estrellas o sobre el impacto al caer desde lo más alto. Sin noticias de lo efímero. 
Queda la soledad. Cuando se apagan los focos y cuando desaparecen los flashes. La soledad incluso entre la gente; la que mezcla admiración y envidia en la mirada, la que vendería su alma al diablo por estar en tu pellejo, la que sueña con un minuto de gloria, la que no ve más allá del papel couché y las letras de molde. 
Y perviven los recuerdos. En volúmenes de fotos desgastadas, en grabaciones copiadas en nuevos formatos que sin embargo no logran disimular el paso del tiempo, en la memoria de los que contribuyeron a forjar la leyenda y en un póstumo informativo de un medio de comunicación.

sábado, 25 de mayo de 2019

Tierra de promisión

Escucho la voz suave y sureña de Ian Noe. Cierro los ojos y dejo que mis sentidos se pierdan entre las cuerdas de la guitarra y esa canción que me lleva a aquella tierra de promisión. Esa América que algunos soñaron en una ocasión, pero que hoy probablemente nadie anhela salvo para pisarla de visita o contemplarla con ojos curiosos en la gran pantalla o en la televisión. 
Presiento el trago de bourbon deslizándose por la garganta y la punta de la bota golpeando el suelo intentando de alguna manera acompañar la canción mientras los ojos recorren la sala a la búsqueda de otra mirada cómplice, una de esas que quita el frío del momento pero que te deja helado el corazón. 
Hay pocas cosas más auténticas que una persona subida en un escenario acompañada solo por la guitarra y su propia voz. Se puede mejorar con más instrumentos y voces y aunque el resultado sea aceptable probablemente no sea más que artificio, una envoltura innecesaria que sin embargo no logrará ocultar la soledad de la guitarra y la voz. 
Fuera del local soplará el viento de la noche, silbando a la comunión de soledades. Y puede que una canción y unos pasos en compañía propicien el espejismo de una noche. Pero no lo prolongará. Al despertar solo hay ausencia, la boca seca con el sabor dulzón del bourbon y una promesa que nunca se cumplirá. 
Ella bebía tequila y sonreía sensual. Yo apuraba un tercio de cerveza. Llevaba una minifalda vaquera y una blusa floreada que se abría generosa al inclinarse sobre la mesa de billar. No recuerdo que soplara el viento de la noche y apenas se oía el murmullo del mar producido por el choque de las olas contra los cascos de los barcos. Era en ultramar, en un lugar que también fue alguna vez tierra de promisión. 
Intento imaginar el encuentro entre un joven criminal y una vieja dama. Una cita propiciada por el empuje de la soledad y la seducción del tiempo que se acaba. Quizás la eternidad del amor resida en una canción o en un relato de páginas gastadas. 

lunes, 18 de enero de 2016

La soledad del náufrago

Desde lo más alto de la isla se contempla un mar que parece infinito. De repente, quieto; azul, muy azul, y solitario. Ni siquiera se ven las otras islas, como si hubieran desaparecido engullidas por ese mar; como si los puentes y su construcción carecieran ya de significado y la isla fuera el laberinto de la soledad. 
Caminos reales y ficticios. Veredas descendentes y ascendentes. Sendas que en esencia no conducen a lugar alguno y que bien pudieran ser las venas de la isla o las cicatrices de aquellos que alguna vez la habitaron.
Flancos delineados por árboles y arbustos que convierten los caminos en un mismo camino y riachuelos de agua que serpentean por ese camino y fluyen intermitentes como los pensamientos extraviados. Igual que los pasos, perdidos en su andar y desandar para moldear las huellas de la derrota. 
A pesar del ronroneo del mar, del silbido de las aves y del aullar del viento cuando sopla, en la isla se impone el silencio; solo alterado por el canto desafinado y algún grito desesperado de su habitante en su lucha por discernir qué territorio pisa y donde está el límite que fija el paso de la cordura a la locura. Y lo que es vital o al menos lo aparenta, si hay retorno. 
Desde lo más alto de la isla se puede tener la tentación de dominar el mundo. Ese universo particular rodeado de agua, donde la única norma es la supervivencia. Y sin embargo, es desde esa altitud desde donde se adquiere consciencia de lo profundo del abismo y de la vulnerabilidad del que camina por el borde del precipicio. Esa misma consciencia empuja al convencimiento de que lo importante no es caer, sino lo que dura la caída. Pero no ayuda a despejar la incógnita de si tras la caída existe la posibilidad de levantarse. 
La soledad es el mejor abono para la nostalgia. De lo que se tuvo y de lo que no se tendrá. De lo que se dejó caer porque se creyó un lastre y de aquello que nunca formó parte del equipaje. Y en su laberinto, la melancolía le gana la partida a la esperanza. 
Desde lo más alto de la isla las carcajadas parecen truenos agitados por el viento. Pero no presagian tormentas. Y tampoco alimentan el silencio del engaño o la mascarada. Solo son la expresión desbordada del habitante solitario que no pierde el brillo en los ojos al contemplar el mar, con la sabiduría de quien no espera, pero tampoco renuncia a ver la vela de ese barco que romperá el silencio; aunque es improbable que acabe con la soledad del náufrago.

domingo, 12 de julio de 2015

Náufragos destetados

Algo sé de naufragios. Contados, leídos, vistos e incluso vividos. En tierra firme y en el océano. En noches de tormenta y en mañanas de tempestad. Cuando los pies no están firmes en el suelo y no hay ancla capaz de fijarlos a él. Cuando miras al cielo y te devuelve la mirada rota, resquebrajada como un cristal que igual que el agua embravecida te niega el reflejo. Cuando sientes que la suerte sonríe al que no sobrevive y tú eres un superviviente.
Abres los ojos y te descubres solo. La soledad que te acompaña en la búsqueda de las palabras. La misma que te hace comprender lo efímero de la escritura en la arena. La compañera que no te abandona nunca. Soledad, tristeza y silencio. Y “la jodida conciencia” susurrándote. 
Y aun sin oído para la música sucumbes al canto de las sirenas. Anhelando no ser amarrado para zambullirte entre las olas y surcar el abismo. En el mar de olivos o en el Mediterráneo. 
Escucho el “Rock con embudo para mamíferos destetados”, de José Luis Escobar. Obsequio de su autor. Anterior a “El retrete del poeta”, sus versos me conducen como aquel a los restos del naufragio. Los tangibles y los intangibles. El producto de la zozobra exterior e interior. 
Dicen que siempre anda el diablo enredado en las cuerdas de la guitarra cuando suena el rock. Pero la verdad es que ese diablo es un duende juguetón, que aparece cuando sus hermanos ya se han marchado. Esos demonios con los que convivimos. Los que siempre vuelven y nos agitan; tanto que hasta desperezan a las palabras. 
No sucumbas, amigo. Vendrán nuevos naufragios para poner a prueba la memoria. El mar borrará las palabras en la arena, pero bien sabes que también las hay escritas en el corazón. Ignoro cuánto tiempo permanecen legibles, pero sé que merece la pena releerlas. Y tú sabrás ponerles música. 
De vez en cuando hay que dejar salir a los demonios, aunque solo sea una excusa para enredar en las cuerdas al diablo del rock.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Miedo escénico

Nos hablaban del miedo escénico y nos preguntábamos qué sería aquello de cénico. Sonaba horrible. Pero ya hemos descubierto casi todos que eso del miedo escénico no deja de ser un sinónimo de soledad y que Soledad no solo es un nombre de mujer.
Lo hemos oído contar muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo. Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan. Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar. Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí, en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.

martes, 9 de octubre de 2012

Víctimas de la añoranza

Siempre nos queda algo de lo que fuimos y logramos alcanzar también una parte de lo soñado. Y sin embargo, no sabemos desprendernos de lo que perdimos. Conservamos hendiduras en la piel prendidas de la memoria. Un lastre escasamente visible salvo para rostros de mirada profunda o para estibadores del recuerdo.
El tiempo a golpes de cincel modela la añoranza. Su paso crea la ilusión de la piedra o el bronce donde sólo somos carne y huesos. Y es la melancolía la que permanece como un mecanismo inmutable contra el olvido.
Demasiada carga para un tránsito sin vuelta. No abundan las opciones y se carece de garantías para acertar en la elección. Así que hay quien opta por apretar el gatillo en la ruleta rusa y quien juega a la baja y sin riesgo al par e impar en la ruleta de la vida. Y también testigos mudos, que guiñan un ojo a la vida y con media sonrisa refugian la soledad y la nostalgia tras los hielos de un trago largo e imaginan que al apurarlo se beben esa vida.
Unos y otros son reos del engaño. No necesitan preguntar por las víctimas de la mentira, conscientes de que nadie, ni ellos mismos, están fuera de sus límites. Pero unos, no abandonan la mesa de juego, porque esperan la visita del azar como pago de lo que creen les adeuda la vida. Sin comprender, que esa deuda no puede ser cobrada porque es la parte intangible de los sueños; aquella que nunca se logra alcanzar. Y otros, buscan el fondo del vaso para aligerar la carga; sin importarles saber que al empaparse el peso es mayor.
 

martes, 14 de febrero de 2012

San Valentín

Hoy es el día en que pasan esa lista en la que sólo figura tu nombre y sin adquirirlas tienes todas las papeletas para que te pongan falta. El mismo en que las flores sustituyen a las palabras para aquellos que consciente o inconscientemente ya no tienen qué decir y se esconden tras un ramo para no pronunciar el pronombre y el verbo que al otro lado desean oír. Palabras que se confunden con los pétalos de esas flores y que la costumbre vacía de contenido ante la evidencia de los hechos.
Nadie pasa lista a los corazones solitarios, que sienten la quemazón de la soledad y se lamen las viejas heridas. Y aún así, porque nadie escapa a la machacona propaganda, siempre se abren espacios a la duda o simplemente se alimenta el deseo hacia lo que se carece o la nostalgia de lo que nunca se tuvo.
Triunfa el márketing frente a los sentimientos y si desprecias la hoja del calendario y si no marcaste con rojo carmín ese 14 fatal del mes de los locos te convertirás en el ser estigmatizado, marcado con una equis de negro indeleble que desde el otro lado se encargarán de exhibir.
Pero es peor la mirada que constata la ausencia al pasar lista. Y de pronto parece que pasaran lista también en las floristerías de la ciudad, en las bombonerías y en los grandes almacenes. Y la falta de movimientos del dinero de plástico y el reposo del de papel en la cartera se convierten en dedos acusadores y buscan unos labios que griten al viento que no tienes corazón.
Algunos afirmarán que el descreimiento ronda los límites de la osadía y empuja al cinismo, pero qué listos los que mienten un día para esconder la verdad de los 364 restantes.

lunes, 30 de mayo de 2011

Elogio del abandono

Se despertó del sueño de ser presidente. Era domingo. Pero seguía allí, en La Moncloa. Condenado a vagar por aquellos pasillos y estancias, apareciéndose esporádicamente en el Congreso y presentándose en algún acto institucional, para retornar a su residencia y esperar que las urnas le liberen de su prisión y de su nueva condición fantasmagórica.
Abrió los ojos. Y recordó que el sábado también había despertado del sueño de la secretaría general. No había podido evitar mirar a Blanco y pensar en Julio César y su “tú también, Bruto”. También vagaría por Ferraz. La soledad y la derrota se dibujaban en la cara de Bambi, cuando sin convicción anunciaba el nombre del sucesor.
La vieja guardia había actuado sin contemplaciones y sin complejos. Había adoptados los modos de sus antagonistas y renunciaba a sus democráticas señas de identidad, alojadas en alguna cápsula del tiempo, para optar por la designación a dedo. A semejanza de un consejo de administración no había dudado en desembarazarse de su presidente, manteniéndolo unos meses más al frente como un hombre de paja y evidenciado que lo primordial era evitar la hemorragia del descenso de la cotización en la “Casa de los Leones”. Las franquicias asumirán la decisión de la empresa matriz. Por si alguien aún tenía dudas, se había renunciado a la ideología. Una vez más, se hurtaba el debate de las ideas y el proyecto se reducía al cartel de la persona.
Como complemento del esperpento, la candidata que no fue tal convocaba a final de semana y a hora intempestiva y con urgencia una rueda de prensa para anunciar que no sería lo que nunca llegó a ser. De modo que mañana martes, el día del anuncio de su participación en las primarias, tampoco será el día que debía haber sido.
Tras la patética y compungida comparecencia, con rostro cariacontecido como si fuera nueva o inmaculada en tareas de gobierno y partido, recibía los elogios de la joven y la vieja guardia, haciéndole creer que en lugar de cavar su tumba y probablemente la fosa común de los hijos de la rosa está escribiendo la intrahistoria del futuro. Paradójico que sitúe a su ahora candidato en el pasado, quien ni siquiera ha querido ser presente.
Cerró de nuevo los ojos. Aterrado descubrió que al despertar de sus sueños, había roto también los sueños de otros. Continuó vagando, a sabiendas de que no es sincero el elogio del abandono.

miércoles, 9 de junio de 2010

El apeadero del tren

Desde hace algún tiempo en mi cabeza ocupan un inhabitual espacio trenes, apeaderos, andenes y una estación de tren.
Pensaba en un tren como metáfora de la vida. El principio y el final de un viaje. El vagón al que te subes al nacer y que supuestamente no abandonas hasta llegar a la estación de destino. Y digo supuestamente, porque nadie te puede obligar a llegar hasta esa última estación que es la muerte. Aunque la gran paradoja es que el abandono de ese vagón en cualquier parada del trayecto, incluso en marcha, es en sí mismo el acto final.
En otras ocasiones pensaba en los trenes como sinónimo de una última oportunidad. Imaginaba la espera en un andén poblado o en un apeadero solitario; uno de esos apeaderos perdidos en medio del campo, rodeado de olivos y alejado de viviendas y de núcleos rurales y urbanos, cuyas luces se adivinan cercanas, pero a la suficiente distancia como para alimentar esa soledad.
La mirada siguiendo los raíles hasta donde ya la vista no alcanza. Buscando ese tren que no parece llegar. Y evitando reconocer que quizás no llegue nunca. Para no aceptar que ese tren ya pasó y no hubo consciencia de su paso y menos de que era el último.
No hay medida posible del tiempo y además, se pierde la noción de su transcurrir, así que lo más parecido a un reloj son los propios pasos a izquierda y derecha en ese andén. Pasos que tampoco llevan a lugar alguno, pero cuya suma sería un sorprendente número de kilómetros. Pasos incapaces de perturbar al oído en su única misión de oír el sonido de ese tren. Pasos inútiles.
En esa estación, no perder la esperanza significa creer en la existencia de la llegada de ese último tren, a pesar de ser sólo una posibilidad. Aferrarse a esa última oportunidad, sin plantear o preguntar sobre el merecimiento de la misma, pero con el convencimiento de que la vida ha de pagar su deuda a los desheredados.
La espera, toda espera, es incertidumbre. Ausencia de certeza. Pero la espera en un andén solitario, sin saber si ese último tren vendrá, es una invitación a la perturbación y a perder el rumbo. La antesala del abismo.
Ignoro si hay alguna sesuda explicación onírica o de cualquier otra índole sobre los pensamientos relativos a los trenes, estaciones, andenes y apeaderos y su posible simbolismo. Pero puedo afirmar que no hace mucho yo estaba de pie en ese andén, esperando uno de esos trenes; llegó, y subí a él, y espero que no sea el último. Y sin embargo, aún hoy, me veo en aquel apeadero solitario, con la mirada siguiendo los raíles y paseando a izquierda y derecha de ese andén sin llegar a lugar alguno.
Pudiera ser que dejará allí una de mis vidas de gato y tan sólo sean vestigios de melancolía.

Foto: Estación de Espeluy (Jaén). Juan Fra. Tomada de http://www.panoramio.com/photo/7224789.

miércoles, 19 de mayo de 2010

La fortuna del laboro

Podría decir que he encontrado laboro, pero sería faltar a la verdad. En realidad ha sido el laboro el que me ha encontrado a mí. Abandono la fila de los desheredados y en estos tiempos tan difíciles y enredados es tal la zozobra, que es complicado saber si uno va a favor de la corriente o contracorriente.
Este abandono, espero que esta vez más duradero, podría parecer una deserción, pero en realidad es el deseo de cualquiera de los que ocupan lugar en esta fila, que por desgracia no todos pueden alcanzar. Y es eso precisamente lo que me hace no perder de vista a aquellos desheredados que permanecerán en la fila.
Comprendo su angustia, esa sensación que te atenaza por momentos y de forma muy especial en la soledad consciente de la noche. Esa misma angustia que ahora siento lejos, como si se hubiera exilado instantáneamente de mi vida.
Recuerdo lo que se siente cuando las dudas derrotan a las certezas, incluso a costa del propio conocimiento. Aún ahora podría dibujar los límites del territorio de la esperanza. Y tampoco he olvidado cómo se abre la puerta de la desesperación, sin necesidad de llave y con apenas un suave empujón.
Hoy gozo de privilegio por tener laboro, un privilegio que debía compartirse con cualquier persona con ganas trabajar y que sin embargo hoy se distancia del derecho para convertirse casi en quimera. Sin término medio paso de la nada al todo. Y esa fortuna es completa porque he regresado a Baeza.
Cada mañana, de nuevo, me permito disfrutar de mi capricho, de esos dos paseos a primera hora de la mañana y al mediodía. Llego caminando a la plaza del Pópulo, acaricio con la mirada la Fuente de los Leones, subo con un inusitado trote juvenil los escalones de la calle Escalerillas, enfilo la cuesta de San Gil para girar a la izquierda y flanqueado por los cipreses alcanzar la plaza de Santa María para buscar por encima de la copa de los árboles frente a la fuente la torre de la Catedral. Contemplo las piedras y siento las piedras como testigos y depositarias del legado del tiempo. Pienso en Machado, profesor y poeta en este vergel de luna y olivos, caminando por estas mismas calles. Atravieso las puertas de cristal del Antiguo Seminario y bajo hasta la cafetería donde esperan las samaritanas para darme esa primera conversación del día y una taza de café caliente.
He abandonado la fila y ésta es mi heredad.

lunes, 22 de marzo de 2010

Estatuas

Sabido es por muchos que la curiosidad, la última mirada atrás, convirtió a la mujer de Lot en estatua de sal, pero no sabemos si resistió a la primera tormenta y quedó para siempre impertérrita o por el contrario, el agua la borró de la faz de la tierra, relegándola a las páginas del universal libro.
A mí las estatuas me parecen el paradigma de la soledad. De sal, mármol, bronce o elementos reciclados. Soledad, al margen de material o textura. Testigos mudos y en ocasiones desconocidos del paso del tiempo, hasta que son engullidas por el propio tiempo. Condenadas en primera instancia al olvido en un almacén, para posteriormente ser destruidas.
Algunas estatuas no merecen siquiera una lágrima, albergar nuestra mirada o permanecer en el recuerdo. Mientras que otras merecen un soneto, contemplar un primer beso o el indulto eterno. Pero esos merecimientos o la ausencia de ellos no evitan su desamparada existencia en plazas, calles, parques o jardines. Presas de su inmovilidad. Solitarias.
Hasta que llegaron los mimos. Y liberaron a las estatuas de su encierro. Su parálisis se volvió pasajera y el desamparo tornó en soledad compartida. Los anclajes adquirieron provisionalidad y las efigies adquirieron vida, ante el temor y el asombro de infantiles ojos.
Sólo que los mimos nunca fueron, ni serán estatuas; tan sólo una apariencia de la realidad. La misma apariencia de realidad que algunos se empeñan en hacernos ver, como un truco de ilusionismo o una hipnosis colectiva. Para que no volvamos la vista atrás y prevalezca el temor a convertirnos en estatuas.

viernes, 19 de febrero de 2010

Islas

Los ritmos de vida de las ciudades, en ocasiones vertiginosos, nos convierten en islas. Pedazos de tierra rodeados de agua en los que sólo habitamos nosotros.
Quizás exista el anhelo de la conversión en continentes o simplemente en istmos, la necesidad de renunciar a la insularidad. Puede que incluso se emitan señales con desesperación, columnas de humos que dibujan gritos ascendentes en el cielo o llantos desconsolados con destino al corazón.
Pero convertimos las islas en paraísos o infiernos. Algunas son auténticas fortalezas, donde casi es imposible el desembarco de una pequeña barca y en caso de que éste se produzca, de que la nave alcance la arena, es destruida sin piedad, igual que sus tripulantes. Otras sueñan con ser descubiertas, conquistadas, ubicadas en el mapa.
A veces las islas establecen comunicación, sin contacto físico, se agrupan y se convierten en archipiélagos; pero las lenguas de agua siguen prevaleciendo sobre las de carne encerradas en nuestras bocas. Y no hay mayor logro, ni se aspira a más, que las soledades compartidas.
En ese archipiélago se confunde la isla con el islote y al solitario con el que está solo. La falta de aspiración lleva al conformismo y modela la posibilidad de desaparecer bajo las aguas. Triste destino para una isla.

viernes, 17 de julio de 2009

De lo efímero


Dónde estabas en los malos tiempos. Cuando la vida se rompe y apenas se puede sobrevivir. Cuando decrece la esperanza y no se alcanza a ver el final del camino. Cuando se intuye que sólo nos espera el abismo.
El jaramago ya está seco, frente a la promesa de otros brotes. Y sin embargo, en el jardín, junto al busto de Machado, florecen las rosas. Y el tiempo, si existió alguna vez, aquí se para. Poco o nada importan los aires de fuera, las buenas o las malas nuevas. En este jardín, con el silencio apenas interrumpido por fugaces pasos y ecos de alguna pasajera y ligera conversación, habita el sosiego.
Sosiego y tranquilidad conviven con la soledad. Una soledad, aquí a solas en el jardín, que no dista de mucho de otras soledades, en otros lugares, entre otras personas. Y en ese espacio en el que el tiempo no importa o parece no importar sólo se puede o se debe permanecer un momento, un instante; el suficiente para que la financiación autonómica, la corrupción del PP y sus casos Camps, Bárcenas… y la tragedia de Dalila y Rayan se conviertan en un llanto lejano, que convive con las serpientes de verano en el papel y en las ondas y que probablemente se ha convertido en una de esas serpientes; reptando día a día entre nosotros, entre la miseria individual y colectiva, sin que nadie sea capaz de darle caza. Noticias de papel y aire, con el cuerpo partido en dos como sirenas, sin que seamos capaces de vislumbrar donde dibuja el mar la línea divisoria entre lo humano y lo animal, entre lo que parece y lo que es.
En este jardín, durante un breve momento, puedes renunciar a esa realidad, a esa cotidianeidad, aún a sabiendas de que esa renuncia es ficticia. Merece la pena, aunque en ese instante uno se de cuenta de que se ha quedado solo.
Miro el busto del poeta y recuerdo sus versos:

“En mi soledad/ he visto cosas muy claras,/ que no son verdad”.

Proverbios y cantares (A José Ortega y Gasset). Antonio Machado