Mostrando entradas con la etiqueta incertidumbre. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta incertidumbre. Mostrar todas las entradas

sábado, 15 de mayo de 2021

¡Oye, ni tan mal!

Se ha convertido en una expresión recurrente en casa. Su perpetrador es uno de mis hijos. Y se puede aplicar a un sinfín de situaciones y conversaciones. Recurriendo al refranero, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. 
Hagan la prueba. Comprobarán que puede entrar de frente o de canto. No argumenta. No justifica. No explica. Hasta diría que apenas aporta. Pero encajar, encaja. Además, si se suelta sin venir a cuento, hay risas aseguradas. 
Podría dar la impresión de reflejar un estado de ánimo. Y aunque pudiera ser o parecer, nada más lejos de la realidad. Porque su utilización es válida incluso en el peor de los tragos, para revestirlo de optimismo o de una fina capa de ironía. Pero en ningún caso evitaría el sabor amargo del momento. 
En estos tiempos de pandemia conviene tenerlo a mano, como las mascarillas, el gel y el móvil en espera de esa llamada que anuncia un nuevo mesías en forma de vacuna. Y ante cada nuevo avance de la desolación, se exclama con la convicción del converso. 
Puede gritarse a pleno pulmón. Abriendo la ventana y lanzándolo al viento. O puede ser mascullado como una plegaria, casi en silencio. 
También puede emborronar la blancura del papel con un trazo decidido o con un temblor de esos que refleja que cualquier otro tiempo fue mejor o que al menos disimulaba las incertidumbres. 
Marida con la risa y el llanto, con el mohín y la media sonrisa, con la perplejidad y el entusiasmo. 
Ya saben, no se despisten más de lo necesario. Y ante esto o aquello ¡Oye, ni tan mal!

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Cansancio

Lo peor del hoy puede ser el mañana. Cuando no queden excusas, cuando ya el hartazgo además de haberse abierto paso haya logrado imponerse. Eso a pesar de la convicción de que siempre hay luz al final del túnel y de que incluso existe una posibilidad de salir del pozo más profundo. Los clavos ardiendo. La tabla en medio del mar. La cuerda que se desliza como una serpiente desde el borde del precipicio...
Y aún así, el horizonte se muestra difuso. Sabes que está allí, al frente, esperando en algún lugar indeterminado. Pero la mente no alcanza a vislumbrarlo. Ahora lo encarna una vacuna incierta. La aguja hipodérmica simboliza a la vez el miedo y la esperanza y aúna en representación desigual a defensores y detractores. 
¿Y después qué? ¿Seremos mejores o peores? No seremos los mismos, pero cuesta creer que hayamos aprendido algo. Puede que en lo individual, algunos sí, pero en lo colectivo da la impresión de que hemos perdido una oportunidad que es improbable se vuelva a dar. 
Así que domina el cansancio, individual y colectivo. Un hastío tan contagioso como el propio virus. Y la incertidumbre arraiga en el tiempo presente y en ese venidero que se anuncia y aún está por llegar.

lunes, 27 de abril de 2020

La marcha

Dicen que al final del túnel siempre hay luz. Que basta con abrir los ojos. Y sin embargo, ante la ausencia de certezas, resulta difícil de creer, hasta casi de imaginar. 
Ni siquiera oyes el ruido de aquel viejo tren, rugiendo como una bestia enfurecida con su ojo cegador. Entonces parecía veloz, pero el futuro estaba esperándote para sacarte del error. 
Tratas de escuchar un nuevo sonido en aquel paraje, ese que delata que algo no sigue igual. Nada. Es el mismo silencio con sus habituales ruidos. 
Así que avanzas. Oyendo y desoyendo a tu alrededor. Mirando a un lado y a otro sin llegar a vislumbrar algo más que las sombras. Te aferras al instinto, aunque algo, quizás sea el propio instinto, te dice que avanzas hacia la incertidumbre. 
Y a mitad de camino te asalta un recuerdo. Te viene a la cabeza el día aquel en que quizás de forma inocente preguntaste algo en apariencia más inocente aún. Cabezas agachadas, ojos mirando al suelo y las bocas cerradas, salvo un leve balbuceo o una fingida carraspera. Nadie respondió. Ni siquiera para mentir. 
Y no fue al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. O quizás sí, solo que entonces no lo sabías. Ni siquiera te diste cuenta, hasta aquella mañana en que llamaron a tu puerta y sin disimulos te invitaron a largarte. Depositaron en tu mano un sobre, en el que adivinaste una suma suficiente de dinero, y te dieron unas secas gracias por los servicios prestados. 
Sin más. No necesitaban más. Eran los amos. Los que mandan. Y tú solo tenías dos opciones, rebelarte ante aquel poder cimentado en años de órdenes acatadas desde la absoluta sumisión o marcharte. Elegiste la segunda; no por cobardía o por falta de interés en la rebelión, sino porque sabías que aquella lucha la librarías solo y que estabas de antemano condenado a perderla. 
Abandonaste la ciudad. No era necesario mucho tiempo para empacar y despedirse de un puñado de personas. Tampoco aquel lugar merecía más que un leve giro de la cabeza y una breve mirada de esas que no se guardan. 
Te marchaste. Y esa lección si la guardaste, porque esa era de las que nunca se olvidan.

lunes, 10 de febrero de 2020

Las telarañas del tiempo

Recordó aquella vez que un viajero contó al amanecer que la serpiente hace inventario al mudar la piel. Con la mirada perdida en algún punto lejano y los ojos envueltos en las telarañas del tiempo corroboraba que vivimos días de incertidumbre. 
Blandía el predicador su biblia al aire, a la espera de esa escucha que va disminuyendo en la misma proporción que aumenta la ocupación del camposanto. Mientras, el cartel amarillento del templo seguía rezando la misma leyenda “Por favor, apaguen el móvil, para hablar con Dios no lo necesitan”. Alguien cerró la puerta, tiró la llave y olvidó regresar. Tan solo permanece el eco de la prédica en clave de lamentos. 
Alzó los ojos al cielo buscando el pájaro en llamas. Apenas logró vislumbrar la serpiente emplumada. No halló respuestas. Entornó los ojos para mirar al sol y pensó que solo ciega la verdad. 
Mirar atrás no ayuda a encontrar el camino, porque los pasos no pueden desandar lo ya andado. Quizás sea tarde para reaprender a mirar. Aún así asoma la cabeza la serpiente, esa que en mayor o menor medida habita en nosotros, e invita a elaborar el inventario de ese tiempo que ya no retornará, de ese camino recorrido. 
No hay que temer al fuego de la vela. Tan solo aceptar el reto del papel. Desnudarse en el lienzo blanco sin necesidad de mudar la piel. Escupir o tragar el veneno. Buscar el sueño definitivo y plácido. Aceptar la derrota por la ausencia de certezas. O mantenerse en pie, preguntando de nuevo. Repitiendo aquellas preguntas que nunca hallaron respuesta. 
La nave zozobraba entre las olas de un mar oscuro que se levanta como aquellos muros de Jericó. Soñó por un instante con un ejército de ángeles, pero estaba solo en el puente de mando, aferrado al timón. Dicen que la brújula siempre señala al Norte, pero ya había perdido el Sur. 
El amanecer borró el rastro. Hay quien afirma haber escuchado el metal de una trompeta. Era tarde. Solo quedaba la camisa de la serpiente secándose al sol y una araña tejiendo la tela del tiempo.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Las islas imaginarias

Todavía hay quien sale a buscar islas imaginarias. Un viejo anhelo de los desencantados con la realidad. Aquellos que sueñan con pisar tierra firme para mitigar el escepticismo al que conducen las preguntas sin respuesta.
La media cáscara de nuez, con un palillo a modo de mástil y un trozo de papel como vela que invita al viento a impulsarla, ha abandonado las manos infantiles para convertirse en un sólido barco que desde el embarcadero de la imaginación parte a navegar por océanos y mares. 
Hoy más que nunca queremos ser como Corto Maltés, incluso ser él, para guiar el timón con mano firme, adivinar la dirección del viento por el dibujo de las olas y alcanzar una de esas islas. 
Es una búsqueda desesperada. El intento de hallar un refugio temporal para resistir el día a día y soportar sin doblegarse cada amanecer. 
Porque al caer la noche, con los pies hundidos en la arena y el sabor de la sal mezclándose en la boca con algún licor, apuraremos la botella que lo contiene y la estrellaremos contra las rocas para evitar la tentación de que aprese las palabras y las lleve al continente real más cercano. 
Consumiremos días y noches en esa búsqueda. Y sí, pisaremos islas de oscuras selvas donde no se halla lo perdido; islas de tierra de fuego que te abrasan las entrañas sin tocar la piel e islas de hielo que necesitan mucho ron para derretirse. 
Cada isla es y será un espejismo. Y aún así nos hace debatirnos entre la duda de construir puentes o quemar el barco. Y esa incertidumbre es la que guía la búsqueda y la dota de una razón de ser.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

El legado de la incertidumbre

Afirma el escritor Andrea Camilleri (Babelia, El País, 7 de noviembre de 2015) “...y estoy dejando en herencia a mis nietos y a mis bisnietos la incertidumbre absoluta sobre su futuro”.
La verdad es que el escritor italiano nos deja la certidumbre de su obra, no solo a sus nietos y bisnietos, también al resto; y la certidumbre del compromiso. En la línea de otros grandes escritores y creadores de Italia, como, por citar a algunos, Roberto Saviano o el desaparecido Leonardo Sciascia. 
La afirmación de Camilleri corresponde al ámbito de ese compromiso, a sus ideales de izquierda y al escepticismo sobre la política. Contemplando la vida desde la atalaya de los 90 años. Y demostrando que los intelectuales, por lo menos algunos, probablemente los de siempre (no hay que olvidar las críticas públicas de Camilleri a Silvio Berlusconi, al que tildó de “bufón delirante”, cuando el empresario gobernaba o desgobernaba en Italia), no están desaparecidos, ni en Italia, ni en España (ahí están por ejemplo, Emilio Lledó o José Manuel Caballero Bonald) y siguen siendo referentes y faros imprescindibles para arrojar luz entre tanta oscuridad. 
La incertidumbre es connatural al ser humano. Vivimos sumidos en ella desde el momento de nuestro nacimiento y va inevitablemente ligada al futuro, con la excepción de la muerte; la única certidumbre.
Nuestras preguntas sin respuesta son evidencia de esa incertidumbre. Incluso las preguntas con respuesta nos conducen a nuevas incertidumbres. Y en ese espacio de la duda, habitamos. Unos con más incertidumbre, y por tanto, con mayor número de interrogantes, y otros sin apenas necesidad de plantearse cuestiones. 
Así que más allá de lo material, de lo tangible, es innegable que la incertidumbre es parte de nuestro legado. De cómo lo administramos dependen nuestra forma de vida, nuestra forma de relacionarnos con las personas y nuestro entorno, lo que somos y en lo que nos convertimos. Y nuestra herencia para los que nos suceden.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Los pasos perdidos

No hay guijarros ni migas que guíen los pasos. Tampoco hay luciérnagas que iluminen la senda como si fueran la hilera de luces de una pista de aterrizaje. Ni antorchas, ni hogueras en la playa para preceder al faro. Solo está la oscuridad. Y la incertidumbre.
Pero siempre hay quien se esfuerza en creer, en aferrarse a algo para imaginar la esperanza. O para crearla y no renunciar a ella. Soñadores, idealistas...
De igual modo que existen quienes optaron por no creer. Militantes del pesimismo desde un optimismo ilustrado. Frustrados, decepcionados...
Y aún así, la rueda de la vida sigue rodando para todos. Con desigual fortuna. Incrementando el lastre de algunos y aliviando la carga de otros. Dibujando inevitablemente la línea que une el principio con el fin. Fijando el origen, pero entremezclando meta y destino.
A sabiendas de que siempre levantará la cabeza aquel que no quería crecer. Aquel que se veía reflejado en Peter Pan, ignorando que en realidad tan solo era un niño perdido de Nunca Jamás.
Y en ese mundo de sueños, de luz y de sombras perdidas aparecen espejismos que se desvanecen en el extremo de los dedos, pero que conservan el poder y el magnetismo de atraparnos al contemplarlos. En el cautiverio de esos espejismos es cuando adquirimos consciencia de la realidad y paradójicamente cuando es mayor el deseo de extender los brazos y volar.
Entonces suena la música y el haz de luz ilumina el suelo donde un par de zapatos sin dueño marca los pasos del baile de los muertos. Oh yeah.

jueves, 23 de julio de 2015

Saltar

Debe ser extremadamente jodido no hallar por donde escapar. No encontrar un agujero donde esconderse. Perder el sentido de la huida. Renunciar a la opción de seguir corriendo y enfrentarse al abismo y no ser capaz de resolver la ecuación vital de saltar hacia adelante o hacerlo hacia atrás. La duda, la eterna incertidumbre que marca la existencia de algunas personas.
¿Y si fuera real que todo se reduce a eso? Llegar al final del camino y saltar. No permanecer al borde y esperar. Saltar. A fin de cuentas ¿no soñamos siempre con volar? ¿no quisimos siempre ser pájaros con las alas desplegadas para surcar el cielo? ¿y no es un salto una caricatura de un vuelo?
Hay tanta variedad de saltos, el de la rana, el del tigre, el del ángel, el de mata, el de altura, el de longitud, el de eje, el de página... y hasta el salto a la fama. Cada uno de ellos puede ser mayúsculo, una hazaña, y también, minúsculo, un fracaso. Cómo distinguir al uno del otro. Y qué importa tal distinción cuando lo fundamental es el vuelo. 
Volar es ser libres. Despertar. Sin marcha atrás, pero conscientes de que en cualquier recodo se alimenta el fuego que al acercarse derrite la cera y nos priva de las alas y por tanto, del sueño. Dudamos entre ser ángeles, hadas o aves y acabamos convirtiéndonos en tritones y sirenas.
Agitamos el mar en busca del pez volador, que como el resto de los peces está condenado al abismo fuera del agua. A veces también en ella.
Solo queda saltar. Hacia adelante o hacia atrás. Perpetua incertidumbre.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Descreimiento

Se mantiene la esperanza, pero avanza el descreimiento. Tiempos de zozobra e incertidumbre en los que van cayendo como naipes empujados por la corriente de aire aquellos asideros que parecían seguros.
Los mismos que comienzan a mostrarse en su fragilidad. Y se desmoronan o se fragmentan como el cristal para transformarse en punzantes gotas que dibujan una amenaza.
El Estado, la Nación, la Justicia, la Prensa, la Ley…hasta el mismo Dios se tambalea como referencia. Y pese a que algunos se aferran a su fe (la religión, el dinero…) como faro que ilumine el camino, no es menos cierto que son legión los que no ven otra vía que el naufragio.
Y entre esa legión de descreídos, a los que otros no dudan en calificar de cínicos, es seguro que habitan los que venderían su alma, si la tuvieran, al diablo; los que desearían tener algo o alguien en que o quien creer y los que respiran desde la noche de los tiempos en el descreimiento.
Es posible que esa pérdida de referentes traiga consigo la idea de vulnerabilidad, pero de igual modo puede ser fuente de fortaleza; porque paradójicamente la desnudez, una vez despojados de artificios, es una manifestación de fe en el ser humano.
Si hay esperanza, y pese a ese creciente descreimiento, podemos mantener el rumbo. Abandonar el dogma, para retornar al conocimiento.

lunes, 15 de octubre de 2012

Perdonen que me levante

Entre mitos e ideales y la inestimable ayuda de alguna serie de televisión, una película o un personaje literario se forjó el deseo de más de dos de ser periodista. Y temo que también influyeron estos elementos y los actuales programas de televisión, donde paradójicamente la participación de un periodista es una anécdota, en la percepción que muchas personas tienen de los periodistas y de su trabajo.
Es innegable que los periodistas también hemos puesto nuestro granito de arena y entre todos levantamos esta montaña que ahora es tan difícil de demoler. Y sin llegar al desafecto que siente el respetable por los políticos, es cierto que escasea el respeto hacia la profesión y con esta manía nuestra de generalizar, se tiende a meter todo y a todos en el mismo saco.
Cuesta explicarle a la gente que la mayoría de los periodistas somos trabajadores como ella. Personas con sus problemas y sus quehaceres diarios, algunos con familia, muchos con hipotecas y casi todos con la misma inestabilidad laboral y la incertidumbre sobre ese futuro que no somos capaces de ver con claridad. Personas formadas con sueldos dignos e indignos y que como en otras profesiones u oficios a los 50 atesoran experiencia que les hace más valiosos y no trastos viejos de los que haya que prescindir en un más que probable viaje sin retorno.
Perdonen que me levante y perdónenme también si doy un golpe en la mesa para llamar su atención. Quizás acostumbrados a que les informemos de sus problemas y de las situaciones cotidianas que protagonizan ustedes y otros como ustedes, olvidamos, por aquello de que los periodistas no somos protagonistas de la noticia, informarles sobre nuestra propia situación, la laboral, la social… y contribuimos a que nos miraran con otros ojos; haciéndoles creer que vivíamos en otra galaxia y que esto del periodismo era un paraíso: el cuarto poder.
Ahora, con este golpe de estado mundial y encubierto del neocapitalismo, perdemos nuestros puestos de trabajo, nuestro modo de vida, aquel que nos proporcionaba ingresos para pagar las facturas e ir tirando como cualquier hijo de vecino.  Y no, como la mayoría de ustedes, tampoco nosotros vivimos por encima de nuestras posibilidades en los supuestos años de la abundancia.
Y aunque algunos no puedan disimular su satisfacción porque los periodistas vayan al paro o por el cierre de un medio de comunicación, en especial si es un medio de comunicación con cuya línea editorial no coinciden, y sean incapaces de reprimir un ¡Que se jodan!, made in Fabra, no se engañen, las malas noticias nunca vienen solas. Aunque de seguir así es posible que no haya profesionales para contarlas. Tampoco las buenas.

miércoles, 9 de junio de 2010

El apeadero del tren

Desde hace algún tiempo en mi cabeza ocupan un inhabitual espacio trenes, apeaderos, andenes y una estación de tren.
Pensaba en un tren como metáfora de la vida. El principio y el final de un viaje. El vagón al que te subes al nacer y que supuestamente no abandonas hasta llegar a la estación de destino. Y digo supuestamente, porque nadie te puede obligar a llegar hasta esa última estación que es la muerte. Aunque la gran paradoja es que el abandono de ese vagón en cualquier parada del trayecto, incluso en marcha, es en sí mismo el acto final.
En otras ocasiones pensaba en los trenes como sinónimo de una última oportunidad. Imaginaba la espera en un andén poblado o en un apeadero solitario; uno de esos apeaderos perdidos en medio del campo, rodeado de olivos y alejado de viviendas y de núcleos rurales y urbanos, cuyas luces se adivinan cercanas, pero a la suficiente distancia como para alimentar esa soledad.
La mirada siguiendo los raíles hasta donde ya la vista no alcanza. Buscando ese tren que no parece llegar. Y evitando reconocer que quizás no llegue nunca. Para no aceptar que ese tren ya pasó y no hubo consciencia de su paso y menos de que era el último.
No hay medida posible del tiempo y además, se pierde la noción de su transcurrir, así que lo más parecido a un reloj son los propios pasos a izquierda y derecha en ese andén. Pasos que tampoco llevan a lugar alguno, pero cuya suma sería un sorprendente número de kilómetros. Pasos incapaces de perturbar al oído en su única misión de oír el sonido de ese tren. Pasos inútiles.
En esa estación, no perder la esperanza significa creer en la existencia de la llegada de ese último tren, a pesar de ser sólo una posibilidad. Aferrarse a esa última oportunidad, sin plantear o preguntar sobre el merecimiento de la misma, pero con el convencimiento de que la vida ha de pagar su deuda a los desheredados.
La espera, toda espera, es incertidumbre. Ausencia de certeza. Pero la espera en un andén solitario, sin saber si ese último tren vendrá, es una invitación a la perturbación y a perder el rumbo. La antesala del abismo.
Ignoro si hay alguna sesuda explicación onírica o de cualquier otra índole sobre los pensamientos relativos a los trenes, estaciones, andenes y apeaderos y su posible simbolismo. Pero puedo afirmar que no hace mucho yo estaba de pie en ese andén, esperando uno de esos trenes; llegó, y subí a él, y espero que no sea el último. Y sin embargo, aún hoy, me veo en aquel apeadero solitario, con la mirada siguiendo los raíles y paseando a izquierda y derecha de ese andén sin llegar a lugar alguno.
Pudiera ser que dejará allí una de mis vidas de gato y tan sólo sean vestigios de melancolía.

Foto: Estación de Espeluy (Jaén). Juan Fra. Tomada de http://www.panoramio.com/photo/7224789.