martes, 28 de enero de 2014

El jefe de la tribu y el genio

Hay días en que da la sensación que hubiera sido mejor permanecer en la cama. A sabiendas de que eso no impedirá que ocurra lo que ha de ocurrir. De que no hay escapatoria y no hay escondite ajeno a la realidad, ni siquiera la locura revestida de genialidad o la genialidad aderezada de locura.
El destino, caprichoso para combatir el tedio de la vida y desperezar la rutina, hace coincidir acontecimientos y fechas, engarza muertes y de camino nos deja un poquito más huérfanos de aquellos en los que hallábamos sabiduría y cobijo; la opción de sobrevivir.
Festejábamos el Año Dalí, coincidiendo con el 25 aniversario de la muerte del genio, cuando la tribu supo de la noticia de la muerte del padre. El maestro, el jefe, Manu Leguineche, moría en un hospital de Madrid. Unos días antes lo había hecho en México el poeta de la mirada digna, Juan Gelman, y ayer nos dejaba su vecino, el poeta mexicano José Emilio Pacheco; aquel al que Gelman privó de ser el mejor poeta de su barrio.
No me gusta elaborar listas, álbumes o galerías de mis favoritos. Enumerar a aquellos que de alguna manera con lo que hacen logran remover algo en mi interior. Sin duda cometería el error de olvidar a más de tres y seguro que incluiría a alguno que a ojos de cualquiera no merecería figurar al lado de otros, ni siquiera entre ellos.
Pero de todos ellos hay algo en mi callejón. Empequeñezco ante el universo de Dalí, me emboban su obra, su sola existencia, sus neuras, su obsesión por el tiempo y los lugares en los que habitó y pervive su huella. Leo y escucho a los que le conocieron y a los que afirman ser expertos en su obra. Como el pintor Manuel Avedán, que la última vez que coincidimos en Madrid, hablando del genio de Figueres, me contaba como regresando de Francia se presentaron en su casa en Port-Lligat y la acogida que Salvador Dalí les dispensó, lo amable y afectuoso que estuvo. El colega entre colegas, alejado de los focos y de la representación del personaje tras el que se escondía. Desprovisto de la máscara del genio creada por el genio.
Y mamé del magisterio de Leguineche, sin siquiera pertenecer a la tribu. El periodismo honesto sin concesiones, sin servidumbres y pesebres. Ese periodismo de antes que ahora aparece con cuentagotas y que sin embargo no se llevaron consigo y compartieron maestros como Leguineche o Enrique Meneses. Le echamos la culpa a las nuevas tecnologías para no reconocer que tomamos atajos, nos volvimos cómodos y acampamos a la sombra del poder. Abrazamos el nuevo periodismo a cambio de arrinconar al viejo y soñamos con crónicas de países lejanos, menospreciando lo que acontecía en la calle de al lado. Y ellos, que nos mostraron cómo vivir y cómo ser periodistas, también nos muestran cómo morir. La dignidad de una profesión y de una vida.
Como Gelman.

 

miércoles, 15 de enero de 2014

Gelman

Aparecerán versos inéditos. Poemas inacabados de libros emprendidos. Las últimas palabras sin enhebrar. Y así revivirá el poeta. Por un instante la nada no será un vacío y el espejismo de renacer tendrá nombre y apellidos; y rostro.
La inmortalidad será otra cosa. Es otra cosa. Ya vivía con el poeta, pero no muere con su marcha. Surgió con el primer verso. En las estrofas del primer poema. En las páginas de aquella primera obra. Se aferró al hombre y al poeta para desprenderse del hombre en el último suspiro.
La piel se torna papel, los labios palabras y el verso sostiene el hilo de la vida. El mismo cordel que acerca el hombre a Caronte y le aleja del poeta. Y las parcas, tejedoras del principio y el final, se contentan con señalar el camino al hombre digno.
El mismo hombre que venció a la espada con la pluma, el que acalló el baile de las botas con la danza de las palabras. Aquel hombre de mirada limpia y corazón quebrado.
Ese hombre que con su marcha nos deja para siempre al poeta.

sábado, 11 de enero de 2014

Inventario de nieve

Le pedí una absolución sin penitencia. Y me rubricó una dedicatoria en su último poemario, “Inventario de nieve”, que acababa de presentar.  
Conocí a Manuel Lombardo en 1992, en la parada de un autobús; un mediodía de verano. Estábamos solos en aquella parada. Había terminado una mañana de trabajo en Diario Jaén y me senté en esa superficie dura e incómoda, propia de cualquier parada de autobús, que llaman asiento. Él, que ya estaba allí sentado cuando yo llegué, comenzó a hablarme. Pensé que era un zumbado que se había escapado de Los Prados. Pero cuanto más hablaba, zarandeando la vida, me di cuenta de que lo que decía tenía sentido. Y comprendí que el tarado era yo. Siguió hablando, comenzó a mencionar nombres de personas que yo conocía y al final se presentó. Sabía quién era por mi padre, pero nunca le había visto hasta ese día.   
Unos meses más tarde leí por primera vez un libro suyo de poemas. Y desde entonces sigo leyendo esos versos en los que no sabe o no quiere esconder su ira contra esa gran mentira universal que es la existencia.
Desnuda y viste, para volver a desnudar, el lenguaje. En busca de la palabra precisa; a la que desposee de ornamentos para arrojarla desde la profundidad del poema a la cara y al cerebro de aquellos que se aventuran a sumergirse en sus versos.
Hace algunos años, en la presentación de otro de sus poemarios, “Noemas y nademas” creo recordar, ya advertía de que su poesía no era apta para “degustadores de merengues”.
Yo me atrevería a añadir que los versos de Manuel Lombardo son para gourmets con un enorme aprecio por la vida. Con la excepción, obvia, de este tarado gato de callejón, que frente a los que esperan el fin de la nevada para inventariar la nieve caída midiendo el grosor del manto que cubre el suelo, prefiere contemplar el cielo y hallar palabras en copos que envuelven la nada.

Foto: Manuel Lombardo (a la dcha.), antes de rubricar su dedicatoria. Cortesía de Pepe Heredia.

viernes, 3 de enero de 2014

La seducción del nuevo año

Admito que los excesos de nostalgia y de melancolía desembocan en la desazón. Y también que ambas son una senda en ocasiones fácil de tomar y recorrer; aún a sabiendas de que en teoría no conduce a parte alguna. De igual modo asumo que en determinadas fechas ambas se ofrecen seductoras y con una carga de adicción.
Y sin duda una de esas fechas es el comienzo de un nuevo año, que como cualquier novedad despierta incertidumbres y temores y alimenta las inseguridades individuales y colectivas. Por lo que es más fácil mirar hacia atrás que hacia adelante.
Aunque esto de mirar va como tantas cosas en la vida por barrios. O por ojos. Y mientras algunos prefieren mirar aquello que solo merece ser recordado para no repetirse; otros se obstinan en revivir el pasado, cuando probablemente se mostraron incapaces de vivir el presente.
En todo pasado hay momentos de júbilo que conviven en algún paraje de la memoria con el desgarro y las dentelladas de la vida en la carne. Coexisten las sonrisas con las cicatrices. Y perviven las imágenes que no conseguimos borrar; menos nítidas por el paso del tiempo, descoloridas, incluso en sepia o en blanco y negro, pero sujetas a nosotros con la fijeza del ancla en el fondo del mar.
A la búsqueda de seducción y adicción a partes iguales trazamos laberintos en el interior de una botella o desatamos tormentas blancas que sin aplacarse mueren en el cerebro. No se alcanza la calma más allá de los pasos perdidos o del viaje en el viento, pero esa escapada que nunca se culmina, es por un instante la puerta de un paraíso o el mismo edén. Una ficción que al desvanecerse muestra cadáveres como moneda de cobro y que solo al dispersarse el humo nos da un respiro al comprobar que seguimos vivos, pero presa de otros espejismos.
Me gustaría creer que este nuevo año tiene algo de seductor e incluso una sonrisa canalla. Y sin embargo no logra disimular la tristeza de su mirada y su lengua de serpiente. Con 12 meses por delante habrá que darle una oportunidad, pero será  inevitable buscar la seducción y la adicción de los viejos recuerdos; aquellos de los que no se puede vivir, pero cuya ausencia es una manera de estar muerto.

“Vivir con los recuerdos es lindo; pero vivir de ellos, alimentarse de ellos, es una forma de morirse”. ‘En mi jardín pastan los héroes’, Heberto Padilla. Ed. Argos Vergara, Barcelona. 1981.