jueves, 31 de marzo de 2011

Viñetas radiadas

Me fastidia esa sección radiofónica que cuenta las viñetas publicadas en los diarios. Es como esas personas tan indiscretas a las que falta tiempo para contar el final de una película o una novela cuando se está hablando de ella, que no piensan, y en la mayoría de los casos creo que ni les importa, en la posibilidad de que sus interlocutores no hayan visto la película o leído la novela. Hay viñetas como las de Máximo o las de El Roto, o en su día las de Romeu, que son auténticos editoriales o crónicas comprimidas de la realidad. Hay otras como las de Forges, que encierran tantos detalles que no basta con devorar el bocadillo y echar un vistazo rápido. Qué decir de Gallego y Rey, tantos años sacando punta a la actualidad con talento e imaginación. De Mingote, Vergara, Puebla, Ricardo y Nacho, El Perich…. o de Juancarlos (http://juancarlerias.blogspot.com/), otro artista gráfico de talento que nos deleita con sus viñetas en la prensa local de la ciudad que habito. Artistas gráficos que arrancan por igual sonrisas y admiración desde las páginas de periódicos y revistas y cuya obra se mutila al contarla a través de las ondas, escamoteando la imagen y adornando la narración con una música o un efecto de sonido prescindible, que nada aporta y cuyo origen y relación con la viñeta es desconocido. No dudo de que haya a quien le gusten las viñetas radiadas, pero yo las prefiero en papel o en una web. Del mismo modo que prefiero ver una película o leer una novela sin saber previamente el final.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El público del cine español

Desde la guerra de Irak ha sido habitual y recurrente en determinados sectores políticos y periodísticos de este país atacar a los directores y actores más representativos del cine español y a éste en su conjunto.
Un ataque sistemático, hasta el punto de que algunos de los responsables de estos ataques reconocían no consumir cine español (sic), cuyo origen se hallaba en la oposición de algunos de estos actores y directores a la guerra de Irak y al papel del gobierno español, entonces presidido por Aznar, en esa guerra, más que en la propia industria cinematográfica española y sus películas.
Por citar a algunos, en la mente de la mayoría, la familia Bardem, Willy Toledo o Pedro Almodóvar; cuyo pecado fue sumarse al 90 por ciento de la sociedad española, contraria a esa guerra y a la participación activa de España en el desencadenamiento de la misma y en su posterior desarrollo.
En esta crítica destructiva se han obviado aspectos tan determinantes como la cuota de pantalla del cine español en las salas españolas, en clara desventaja con las producciones foráneas, particularmente estadounidenses, y se han cargado las tintas en otros como la recaudación de las cintas españolas, condicionada directamente por esa cuota de pantalla. Y por supuesto, poco importaba el reconocimiento internacional del sector cinematográfico a actores, directores, guionistas, fotógrafos, músicos y películas españolas en festivales y certámenes europeos o estadounidenses.
Daba igual que en el cine español, como en cualquier disciplina artística, coexistieran obras de calidad con las que carecen de ella y todo se reducía al coste de la película, a las subvenciones recibidas y a su recaudación en taquilla.
Ahora, y tras una semana de exhibición en los salas, la cuarta entrega de Torrente, saga creada y dirigida por Santiago Segura que no pasará a la historia del cine por su excelencia, ha disparado un 134 por ciento la recaudación en taquilla del cine español respecto al mismo periodo del año anterior, según los datos aportados por la Federación de Asociaciones de Productores Audiovisuales Españoles (FAPAE).
Un éxito que según los parámetros referidos llevaría a los detractores habituales del cine español a sustituir la crítica por la loa. Y que desde un análisis más serio conduciría irremediablemente a una reflexión sobre el público español. Sobre los gustos y valores de un público que llena las salas para ver una película cuyo protagonista es un tipo repugnante, a través del cual Segura satiriza convicciones y comportamientos peligrosamente vigentes en algunos sectores e individuos de esa sociedad.
Se habla y escribe sobre el cine español, cuestionando su calidad, el proceso creativo, la financiación, la exhibición o la distribución y situándolo permanentemente en crisis. Pero se hace sin rigor, con disparidad de criterios y renunciando sin disimulo a considerar cada uno de los elementos que determinan el estado real de la industria cinematográfica española y sus resultados. Entre ellos, ese público que con el visionado de las películas garantiza el éxito comercial de una cinta, pero nunca será aval de la calidad artística de la misma.

martes, 29 de marzo de 2011

Los estamentos intocables

El de la libertad de expresión es un viejo debate. La Constitución Española de 1978 la reconoce en su artículo 20, de igual modo que lo hizo con anterioridad y como uno de los derechos fundamentales la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948. Y sin embargo, como en tantos temas objeto de debate, no hay acuerdo y sus límites son una delgada línea cuya marca corresponde a los jueces.
No debería pues causar sorpresa que esa marca sea flexible e incluso inexistente cuando concierne a algunos políticos o a profesionales de la opinión, que parecen disponer de patente de corso para amparados en esa libertad de expresión repartir estopa verbal a diestro y siniestro, adentrándose en territorios colindantes a la calumnia y la injuria. Y que esa flexibilidad desaparezca y la marca se convierta en una gruesa franja cuando se cuestiona el uso de la libertad de expresión en el ámbito de la cultura; en particular, cuando la creación aborda directa o indirectamente asuntos o cuestiones religiosas, ya sea en el terreno de las creencias o en el de los actos de los representantes de esas creencias.
Desde esta perspectiva se puede decir que poco hemos avanzado como sociedad cuando la Iglesia, la Corona y otros estamentos e instituciones siguen siendo o pareciendo intocables, con usos más propios de estados feudales que de sociedades democráticas avanzadas.
Con anterioridad se han visto expuestos en la plaza pública diferentes creadores de la pintura, la escultura, la fotografía, el cine y otras modalidades artísticas, desde el mundo de las letras al de la moda, por el contenido o la temática de sus obras. Y ahora le ha tocado el turno a Leo Bassi, un artista siempre polémico en sus creaciones, ya que la polémica es un elemento indispensable en la obra de aquellos que como él buscan a través de la misma la denuncia social.
Podría afirmarse que Bassi es pantagruélico en sus creaciones y que acude a la provocación como antesala de la reflexión. Incluso puede ser tildado de irreverente. Y aún así, admitir una querella en los tribunales contra el actor y contra el rector de la Universidad de Valladolid, Marcos Sacristán, por una creación de Bassi crítica con la Iglesia Católica es una muestra de desmesura, que desvirtúa y descontextualiza la creación artística y profundiza en una corriente de involución donde el grosor de determinadas líneas se marca con ligereza o con esmerada precisión y contribuye a reforzar esa condición de intocables de determinados estamentos.

jueves, 24 de marzo de 2011

El eternauta


Hoy se me van los pies con Chico O’Farrill. Se había despistado el CD entre las páginas del libro “Etnosur Diez Años”, una obra editada en el décimo aniversario de los Encuentros Étnicos en la Sierra Sur (debe ser por aquello de que el arte llama al arte); y hemos celebrado el reencuentro con una audición en soledad. De nuevo pa’La Habana.
El caso es que puestos a compartir joyas, he recordado la compra que hice las pasadas navidades en Barcelona. Descubrí una librería nueva en la calle Cartellá, en el barrio de Horta, y no pude resistirme a franquear la puerta y entrar a echar un vistazo.
Llevaba abierta unos pocos días, según me contó el dueño, al que alabé el valor de embarcarse en una aventura como la de los libros y más en estos tiempos cuando lo normal es el cierre de comercios y no su apertura.
No puso objeciones a que deambulara un rato por allí, mirando y preguntando. Tenía una sección con novedades, casi todas best-sellers de los que huyo como de la peste; otra de ejemplares en catalán; un apartado de ediciones de bolsillo y una zona dedicada a la literatura juvenil e infantil, con algunos ejemplares dignos de colección. Un pequeño espacio reservado para el libro digital y una sección de cómics.
Esta última era más bien escasa en su oferta, porque como él mismo me confesó desconocía ese género y se dejaba llevar por las recomendaciones de un amigo. Pero ¡sorpresa!, allí estaba, como esperándome, encerrado en su envoltorio transparente. Unos 20 años después de saber de su existencia, por primera vez veía aquel mito de la literatura argentina. Lo tomé entre mis manos, reconozco que con cierta emoción mal contenida y un brillo casi infantil en los ojos. Me dijo que podía abrirlo si quería. Pero me negué. Me pareció casi una profanación. Y aún así no pude dejar de apreciar lo cuidado de su edición, cartoné, portada troquelada y aquel llamado en forma de asterisco “edición original”.
Era “El eternauta”, el cómic de H.G. Oestrheld y Francisco Solano López editado a final de los 50 en Buenos Aires, que sería premonitorio de lo que vendría luego, aquel golpe militar de Videla que abrió una época negra en Argentina, del que hoy se cumplen 35 años y del que el propio Oesterheld fue víctima al convertirse en uno de sus miles de desaparecidos.
Sabía que en España existía una edición de Norma Editorial, alejada del original, que nunca había tenido la fortuna de contemplar. Así que este ejemplar de una editorial mejicana desconocida para mí, RM, era un inesperado regalo navideño.
Dos días más tarde regresé a la librería y compré aquel ejemplar, al que liberé de su prisión de celofán. Desde entonces lo leo con parsimonia, recreándome en cada palabra y cada dibujo. Supongo que por la pausa adquirida durante 20 años de espera. Y por el reconocimiento a Oestrheld y a tantos otros como él, a los que debemos recordar incluso en un día como hoy, aniversario de semejante tragedia.

Imagen: Portada de la reedición de "El eternauta" (http://www.editorialrm.com).

miércoles, 23 de marzo de 2011

Chico y Rita

Con permiso de Pablo Milanés, amo esa isla, pero no soy del Caribe. De haber podido elegir, no hubiera dudado en optar por La Habana de los años 40-50 y disfrutar de alguna de aquellas descargas que los músicos improvisaban hasta el amanecer, aderezadas con tabaco y ron.
El sábado, mis peques, por influencia santera (de mi santa), me regalaron una joya de esas que de vez en cuando arroja el talento de tipos como Javier Mariscal, Fernando Trueba y Bebo Valdés: una edición especial de la banda sonora de su última obra, la película de animación Chico y Rita.
Un libro con dibujos de Javier Mariscal sobre diversos procesos de la película, un dvd con algunas interioridades de las grabaciones musicales y un cd con la banda sonora; un sincero homenaje a los fundamentos del legado musical cubano, que como colofón añade la interpretación del tema principal, Lily, por Estrella Morente.
Como es fácil imaginar, la habitación se inundó de vientos, cuerdas y percusión y cerrando los ojos me trasladé a aquella Habana de night-club y noches eternas y como en aquellas filmaciones clásicas, disfruté de una pieza interpretada por una Big band en blanco y negro.
Saboreo un Daiquirí frappé, enciendo un Montecristo nº 3 y contemplo a una trigueña de curvas inabarcables y piernas largas, larguísimas, mientras espero ese solo de metal que rasgará la noche y enmudecerá cualquier otra voz.
Aquellas noches habaneras del pasado son una ilusión del presente. Una evocación de la que quisiera no despertar. Bastaría con no abrir los ojos y seguir los acordes, pero no es más que un sueño que ese legado musical mantiene para que ocasionalmente me traslade a La Isla sin abandonar mi habitación. Como aquel otro viaje que la música realizaba de La Habana a Nueva York para retornar de la Gran Manzana al Malecón y despertar los pies en alguna sala de Europa.
Sueño en blanco y negro, incluso al contemplar los dibujos en color de Mariscal. Y aún así soy incapaz de olvidar la luz de La Habana, sus atardeceres y sus calles llenas de esa luz y de sueños rotos. Historias de otros Chicos y Ritas, fracasos huérfanos de banda sonora.

Imagen: Póster de la película (http://chicoandrita.com/wallpapers.html).

lunes, 21 de marzo de 2011

En nombre de la guerra

Las guerras pueden vestirse con trajes a medida, disfrazarse con harapos o mostrar su desnudez de metal. Da igual, son guerras. Y seguirán siendo guerras. Y sus impulsores y responsables pueden buscar coartadas, matices o tirar por la calle del medio. Poco importa, porque el fin es el mismo; y unas y otros apenas sirven para retratar al gobernante sin escrúpulos y a aquel otro que pese a sus convicciones o dudas también acaba yendo a la guerra.
Pese a la creencia de algunos, no hay grandeza en la guerra; aunque pueda haberla en el comportamiento de algún combatiente. Al contrario, es la demostración del fracaso de la sociedad; aún diría más, de la humanidad. El sometimiento de la palabra al plomo. La renuncia al diálogo y la apuesta por la violencia.
Hay en las democracias a ambos lados del Atlántico quien alardea de haber respaldado las guerras de su país y quien recurre a subterfugios para tapar las vergüenzas de apoyar unas y rechazar otras. Del mismo modo, hay quien no duda en proclamar la libertad en nombre de la guerra y en ese mismo nombre hablar de paz.
Otros en nombre de la guerra vendieron primero armas a los combatientes, para más tarde cobrar un precio de sangre, casi siempre de la población civil, y otro de materias primas, llámense petróleo o coltán. En ese comercio reside el cinismo de Occidente. Y también su bienestar. Que es el nuestro.
No hay mayor utopía que el fin de las guerras. Un sueño de palomas blancas con ramas de olivo que los F-18 borran al surcar el cielo. Y aún así, rozando la quimera, hay quien levanta la mirada hacia ese cielo y escucha, a la espera de oír al menos un leve aleteo.
Hoy rugen reactores y bombas. Mañana quizás doblen las campanas. Y pasado pudieran las palomas volar. Entonces la palabra habría doblegado a la espada. Sin mentar a la guerra.

viernes, 4 de marzo de 2011

Los días del Kwai

En un día de lluvia como hoy, pienso en lo que ha llovido desde entonces. Y sí, hace muchas lluvias de aquellas tardes y noches en el Kwai. Y también supongo que desde hace algunas menos Constante sólo habita en nuestra memoria y pervive en la canción de Siniestro Total.
La primera vez que entré en el Kwai me llevó mi primo y creo que si he de ser sincero yo todavía no había alcanzado la mayoría de edad. Pedimos dos cacharritos de ron con un refresco de cola o limón, auténtico licor de gato, que probé por primera y última vez. Para los que no hayan pisado nunca el Kwai, lo hayan olvidado o ni siquiera hayan oído hablar de él, recordaré que los calmantes se pedían de dos en dos y se acompañaban de un solo refresco, del que tras mezclar con el alcohol de los dos vasos siempre sobraba algo, dada la generosa dosis de ese alcohol escanciada por Constante.
Después de aquella primera vez, volví en numerosas ocasiones en los años posteriores; desertor de aquel licor de gato, fuera ron, ginebra o vodka, y abonado a sus Pechugas de Villeroy; la misma fórmula par, pero en lugar del brebaje del gato, un clásico segoviano ajeno al garrafón, un Dragados y Construcciones ((DYC), con refresco de limón.
En invierno, los viernes y los sábados, estaba siempre lleno. Igual que en vacaciones de Semana Santa y en verano. Pero entre semana te podías tomar un par de pechugas sin agobios y sin necesidad de apretujarte junto a aquellos pequeños apliques de la pared con globos de luz cociéndote la sesera, que ya con las pechugas alcanzaba su punto de ebullición.
Constante era del Norte, un asturiano que no había perdido el acento a pesar del tiempo que llevaba en el Foro. Un tipo grandón, que ya por aquella época había superado con creces la cincuentena. En ocasiones brutote, pero noble, que conectaba bien con nosotros, llevásemos la pinta que llevásemos. Cuando el Kwai estaba lleno era raro pegar la hebra, apenas un saludo y un intercambio rápido de comentarios intrascendentes. Pero aquellos días laborables de invierno era otra historia. A última hora de la noche, sobre las once o poco más, apenas había parroquianos y entonces si había tiempo para darle a la sinhueso y escuchar las historias que contaba Constante, desde que llegó a Madrid hasta aquellos años 80.
Una de esas noches estábamos mi amigo, casi mi hermano, David, y yo, un par de tipos de su quinta y Constante. Uno de ellos le tiró de la lengua para que contara una historia que le hacía gracia, de la que eran los dos protagonistas, y que a mí se me quedó grabada. Se remontaba en el tiempo a la época en que Constante llegó al Kwai, en la calle Fernando VI. Por aquella época muchos bares, incluido el Kwai, no tenían neveras y para enfriar las bebidas utilizaba hielo, procedente de barras, que ellos picaban y colocaban en barreños o similares con las botellas. Tras cerrar, se fueron a tomar la penúltima a un establecimiento cercano, con la mala suerte de que se les había acabado el hielo y no tenían las bebidas frías. Medio broma, medio en serio, Constante les dijo que si les invitaban a las copas, él traía el hielo. Los del bar aceptaron y Constante se fue hasta la calle Fuencarral (la que muere o nace, según en la dirección en la que vayas, en la esquina de Gran Vía donde está el edificio de Telefónica) y regresó al bar con una barra de hielo cargada a la espalda, causando estupor a los del bar y un gran carcajada a su amigo. Yo me imaginaba a Constante con bastantes años menos, atravesando varias calles del centro de Madrid con la barra de hielo al hombro. Le oí contar unas cuantas veces más aquella historia, en alguna ocasión a petición mía.
Ya no volveremos al Kwai, con aquella barra y aquella pared atestada de objetos imposibles. Queda atrás en el tiempo, pero como olvidar a Constante, la postal de la playa de Tenerife y aquel par de pechugas tan bien puestas.

martes, 1 de marzo de 2011

Catar

Será cuestión de habituarse y de aplicación. Pero yo no lo veo. En verdad, leo Catar en periódicos y subtítulos de los informativos y no vislumbro un país. Me quedo en el verbo; y ahí en la cata, si descubro una amplitud de la mirada.
No desconozco que el cambio es el resultado de aplicar las nuevas normas de la Ortografía Española, aprobadas recientemente por sesudos y formados académicos de ambas orillas del Atlántico que se supone son expertos en la materia y se dedican en exclusiva al estudio y análisis de la lengua, para facilitarnos su uso al resto de los hispanohablantes. Pero lo miro y lo vuelvo a mirar y me acuerdo de mi tío, que bautizó a los libros de instrucciones de los electrodomésticos y demás productos tecnológicos como el libro de las complicaciones.
Manuales de grosor considerable, al estar traducidos a varios idiomas, que en realidad invitan más al desuso o a la infrautilización del aparato electrónico adquirido que a su instalación y aprovechamiento. Hasta tal extremo que en ocasiones y según el apartado es indiferente leerlos en lengua propia o extraña porque la compresión es nula. Algo así como los envases de apertura fácil, que si se abren a la primera y sin daños colaterales (entiéndase quedarse con una anilla en la mano, rasgar la mitad de la tapa o similares) es más fruto de la casualidad o del milagro para los creyentes que de la pericia del que lo manipula.
Así que entre tanto cambio, a mi juicio injustificado, de las normas ortográficas, tanta aceptación de nuevas entradas en el Diccionario de la Lengua Española y el avance de las nuevas tecnologías frente al lápiz y al papel, temo que escribir con corrección sea cada vez más una tarea complicada.
Dirán que la lengua es algo vivo y que como tal está sujeta a una transformación constante, pero para mí que con tanta modificación acabaremos por no reconocerla y creyendo que Cervantes escribía en otro idioma o en una lengua muerta.