lunes, 23 de agosto de 2010

Incomprensión

Entre la incomunicación y la incomprensión construimos una autopista hacia la incapacidad para relacionarnos. A pesar de los avances tecnológicos cada vez hay más personas solas o que se sienten solas. Su mayor déficit, hablar con alguien. Aunque es posible que también tengan la necesidad de escuchar y ser escuchadas.
Superado el problema de la comunicación; es decir, cuando logramos tender un puente entre islas, el siguiente escollo a salvar es la comprensión. Comprender al interlocutor y a la vez, ser comprendidos por él. Parece fácil, pero en ocasiones sería aconsejable redactar un manual de conversaciones o fabricar una máquina decodificadora de mensajes.
Nos quejamos de no ser comprendidos, probablemente sin tener en cuenta nuestra limitación o nuestra carencia de voluntad para comprender a los demás. A veces llamamos incomprensión al mero hecho de que el receptor de nuestro mensaje no responde a él en la manera que habíamos previsto. Es decir, que su respuesta no es la deseada. Por lo que depositamos en él nuestra frustración y nos lamentamos, casi con desgarro, de esa incomprensión, que evidentemente en este caso es inexistente.
Aún así, abrazamos la causa, convertimos el lamento en grito de guerra y acabamos enrolándonos en el fanatismo. Del nadie nos comprende al todos están contra mí, hay un paso. Y como en tantas otras cosas, preferimos dejar la carga de la responsabilidad a terceros, antes que asumir nuestra propia cuota. De modo que dedicamos nuestras energías a militar en el inmovilismo y en el victimismo, en detrimento del esfuerzo que requiere el entendimiento con el otro. Que con toda seguridad será un esfuerzo igual o inferior a las energías gastadas en la ausencia de entendimiento.
Muchas veces la coartada la hallamos frente al espejo, si no me comprendo ni yo, cómo voy a comprender a los demás. Fortificamos la isla. Y esa es nuestra mayor derrota.

viernes, 20 de agosto de 2010

El Ambigú

En la Plaza de las Salesas, en Madrid, había dos pequeños establecimientos de degustación de café. Uno desapareció hace algunos años e imagino que el otro seguiría sus pasos. Al lado había un garito, del cual ignoro si perdura, con el nombre de Ambigú. No lo frecuenté de forma habitual, pero en más de una ocasión consumí allí una rubia con espuma, lo que entre otras cosas me permitió conocer dos reformas del local.
Ahora, otro Ambigú que hacía tiempo no frecuentaba ha desaparecido, porque los regidores de la cosa pública, en este caso regidora, han decidido matar al padre. Un tipo que nos enseñó que la música anglosajona no era cosa sólo de anglosajones y que se podían calzar los pies con zapatos de gamuza azul sin necesidad de cruzar el charco. Su docencia además de en las ondas, desde aquella franja de RNE, se extendió a las páginas de revistas especializadas y periódicos y a ambos canales de la televisión pública; pero siempre fue Radio 3 el referente de su magisterio.
Mantenerse en la cresta de la ola y surcarla sin tabla de surf con el mar de fondo de los Beach Boys no era cosa habitual por estos lares. Y mucho menos, mantener ese equilibrio con la única ayuda de la música. Diego A. Manrique lo ha hecho durante décadas, escribiendo, hablando y pinchando rock, pop….; pero ahora una de estas nuevas “estrellas emergentes”, a la que curiosamente él situó en el firmamento, ha decidido demoler “El Ambigú” de Radio 3 y el primer muro derribado ha sido el propio Manrique.
La sorpresa y la indignación han golpeado por igual a los seguidores del programa y a los amigos de Manrique. Así que junto a numerosas protestas e iniciativas en la Red ha surgido el manifiesto “Rescatemos El Ambigú en Radio 3”, cuyos impulsores han tenido la descabellada idea de solicitar el retorno del programa y de Manrique a la parrilla de la ¡radio pública!
Ya voy teniendo edad y no me gusta que por la causa que sea cierren establecimientos donde degustaba café o garitos donde se podía tomar una copa, oír buena música y conversar. Sí, ya se eso de renovarse o morir. Y también aquello otro de que entre susto o muerte, todos elegimos susto. Pero cuando cierran uno de esos locales que en alguna época hemos frecuentado, para que ya sólo perviva en nuestros recuerdos; de alguna forma, morimos un poco.
También morimos, cuando desde la esfera de lo público, se cierran espacios culturales, caracterizados por el talento y el conocimiento de su autor y por la labor bien hecha.



Nota.- Aquellos que quieran suscribir ese “descabellado” manifiesto pueden hacerlo en
http://www.labocadellobo.com/laboca/manifiesto_ambigu.php.


jueves, 19 de agosto de 2010

Tensión

Ayer estuve viendo una obra de teatro (“El maravilloso mundo de los animales. Los corderos”), en la cual un foco de luz central sobre una estructura de tamaño reducido, reproduciendo una habitación, hasta 5 actores compartiendo ese pequeño espacio, la violencia gestual de los personajes y la incertidumbre sobre el desarrollo de la obra instalaban al espectador en un estado continuo de tensión.
Contrariamente a lo que pueda pensar más de uno la tensión no tiene porque ser algo negativo. Es más, diría que en ocasiones la realización de determinadas tareas demanda una cierta dosis de tensión para su consecución. Si bien es cierto que en demasía en nuestra rutina diaria hay infinidad de situaciones y elementos que nos provocan tensión, con consecuencias e influencia negativas sobre nuestra conducta o nuestro estado de ánimo.
También existen personas que con su presencia o sus palabras generan tensión. Voluntaria o involuntariamente, e incluso de forma sistemática. En algunas personas esa voluntariedad para provocar tensión es manifiesta. Suelen ser personas poseedoras de un ego superlativo y con la creencia de que son imprescindibles y necesarias; cuando la realidad es que ni se las llama, ni se las espera, por lo que además de prescindibles, son innecesarias.
A mí la tensión me eriza el lomo. Activa mis sentidos, como si alguien pulsara un botón de alarma y eso me pusiera en alerta. Pero con los años, más allá de esos indicadores externos, me limito a tratar de conservar la calma, aunque los nervios me coman por dentro, y me inclino por la razón frente al instinto.
Así que cuando un provocador se pasa de la raya, que es como atravesar la frontera, en busca de la respuesta violenta, gestual, verbal y a ser posible física, soy partidario de mantener la calma.

No hay que ser un lince para saber que en medio o alrededor del fuego, aquellos que corren con un bidón de gasolina no son bomberos.

lunes, 16 de agosto de 2010

Un periodista comprometido

La vida hoy me ha traído una sonrisa. En una jornada de mucho laboro, además de la fortuna de tener trabajo y recibir un salario por desempeñarlo, he recibido una gratificación extra.

Esta profesión mía, tan maltratada en demasiadas ocasiones, me ha brindado la oportunidad de conocer a unos de esos periodistas que agotan elogios y sitúan su trabajo a ese nivel que incluso las mayúsculas parece letras demasiado pequeñas para describirlo.

Recibió un Pulitzer hace más de una decena de años, pero no es partidario de vivir de las rentas. Y hoy prefiere hacer bandera de un periodismo de calidad y de compromiso a través de su criatura periodismohumano.com, antes que pasear esa condición de galardonado, con un premio con el que muchos se hubieran retirado a una columna o a un plató de televisión a opinar de lo divino y de lo humano, a la par que engordaban cartera y cuenta bancaria.

Pertenece a esa generación de periodistas de los que aún creen que viven para contarlo y que hay que contarlo bien, al margen del soporte en el que se cuente. Algo tan elemental y tan frecuentemente olvidado o minusvalorado como que el pasado, el presente y el futuro del periodismo estuvo, está y estará en la calidad de los contenidos y no en el glamour de los envoltorios.

Javier Bauluz denuncia que los medios de comunicación, las empresas periodísticas, están más pendientes de la cuenta de resultados, de la obtención de dinero, que de la calidad del trabajo periodístico. Esa prioridad al dinero y las puertas cerradas o entreabiertas, nunca francas, para publicar algunos reportajes en prensa y televisión le llevaron a crear su propio medio de comunicación, donde la decisión y la calidad de la información son patrimonio de los periodistas y no de los empresarios.

Cuando varios periodistas se juntan, además de ser probable que le hagan un traje a la medida a cualquiera con lengua y saliva como hilo y aguja, es inevitable que se hable de periodismo. Nuestro premio a un jornada intensa de laboro ha sido ese, un almuerzo de periodistas. Escasa tajada para algunos y bocato di cardinale para otros, como los tres compañeros que hemos tenido el placer de almorzar hoy con Javier Bauluz.

Un almuerzo donde al margen de las viandas el plato principal ha sido el periodismo. Y cuyos ingredientes han sido desmenuzados, condimentados, elaborados y presentados ante nosotros ávidos comensales con el obligado respeto a la materia prima y la adecuada distancia del artificio.

Del mismo modo que existe comida basura, la denominada fast food, existe el periodismo basura. Su ingesta es habitual y voluntaria entre la población, en especial, en las consideradas sociedades avanzadas. Bauluz, igual que otros periodistas comprometidos y convencidos de que el periodismo ha de ser un bien social, defiende que la información debe estar a la altura de la creación de un gourmet, pero que lejos de ser consumida sólo por las élites debería ser aperitivo o primer plato en cualquier casa de comidas.

Como postre me quedo con una reflexión de cosecha propia, dado que Internet proporciona la libertad de publicar contenidos y de acceder a ellos, no podemos seguir culpando al mensajero o al pagador del mensajero de lo que se sirve en nuestra mesa. Esa libertad de elección está a golpe de click.



Foto: Javier Bauluz.


sábado, 14 de agosto de 2010

Una Némesis con alas

Madrid dista de la ciudad que habito unas tres horas en coche. Después de atravesar media Península, un viaje de tres horas en automóvil es un paseo. Disfrutas de la conducción, escuchas algo de música, un par de paradas y cuando te quieres dar cuenta has llegado a tu destino.
Esas casi tres horas de carretera son un privilegio en forma de tiempo para pensar. La corta estancia en Barcelona y Madrid le ha ido bien a este gato para despejarse y ahora su cabeza es como una olla en permanente ebullición. Con una diferencia evidente, el contenido de la olla se conoce de antemano y por tanto, se sabe el objetivo y se espera el resultado; mientras que el resultado de lo que se cuece en una cabeza es en la mayoría de los casos inesperado.
La soledad es una buena compañera para los pensamientos, pero he de reconocer que no realicé ese viaje en solitario. En la primera parada, la del primer café, aprovechando que la puerta del coche estaba abierta y sin mediar invitación, se introdujo en él una pasajera, de la que a pesar de numerosos intentos, incluida una segunda parada, no pude deshacerme. De nada sirvió bajar las ventanillas varias veces o dejar la puerta abierta del coche un buen rato en esa segunda parada. Se había propuesto viajar y nada podría impedírselo.
La culpa es mía. Debía tener buen gusto musical. Y la había recibido con London Calling, de The Clash, y con Balmoral, del Loco. Así que mis intentos para hacerla abandonar el coche fueron inútiles. Me acompañó el resto del trayecto, sin articular palabra y sólo interrumpiendo mis pensamientos con un suave aleteo y su reiterado vuelo.
Es lo malo de las moscas, carecen de conversación y no dejan de revolotear a tu alrededor, poniendo a prueba nervios y paciencia. Y a decir verdad, dudo que tengan siquiera buen gusto musical.
Cuando era pequeño me dedicaba a arrancarles las alas, pero es fácil deducir que a pesar de las muchas a las que se las arranqué, hay más volando por ahí. Del mismo modo que es posible creer que mi incómoda pasajera no fuera más que una mala jugada del destino o la encarnación de una Némesis con alas.

miércoles, 11 de agosto de 2010

El callejón del Gato

El callejón del Gato es el callejón de los espejos cóncavos y convexos. Aquel que Valle-Inclán dejó atrapado en las páginas de “Luces de bohemia”. Ese mismo callejón que desprovisto aparentemente de belleza literaria pervive en el corazón de la ciudad.
Había dejado atrás la Plaza Mayor y avanzaba sin rumbo fijo. Y entonces recordé una promesa incumplida, no por falta de compromiso sino por ausencia de oportunidad.
En realidad ahora tampoco podía cumplirla, porque la persona con la que me comprometí a llevarla al callejón del Gato estaba a kilómetros de distancia. Pero recordé que no me encontraba lejos del lugar y encaminé mis pasos hacia él.
Atravesé la calle de la Bolsa y desemboqué en la plaza de Jacinto Benavente, esa misma plaza donde como parte del mobiliario perviven lumis desahuciadas, a las que no faltan ni clientes, ni moscones. La misma plaza de la que un antiguo concejal del Ayuntamiento madrileño, un tal Matanzo, presumía por regar sus bancos con zotal; el mismo sujeto al que la policía local debía dar el parte en una conocida discoteca de la plaza Vázquez de Mella, corazón del hoy barrio gay de Chueca.
Dejé atrás esa postal sórdida que son los aledaños de la plaza de Benavente con Carretas y Cruz, para dejarme caer por Espoz y Mina hasta uno de los extremos del callejón. Veo que el bar de Las Bravas ha abierto sucursal en la esquina con una amplia terraza, casi llena cuando el reloj se acerca a las dos de la tarde. No paro. Me adentro en el callejón hasta alcanzar el antiguo local de Las Bravas, que comparte con el nuevo un espantoso cartel en colores naranjas.
Ya sólo tengo ojos para los dos espejos que flanquean la puerta de entrada del bar. No me detengo, pero aminoro la marcha para buscar el reflejo de mi imagen en el primero de ellos. Y a continuación, sin detenerme, paso con lentitud frente al segundo espejo para verme también reflejado en él. Apenas esbozo una mueca, pero sonrío pensando que si esa persona estuviera ahora aquí, abriría un abanico de muecas frente a los espejos y su risa llegaría hasta los rincones más recónditos del centro de Madrid.
Avanzo unos pasos hasta la otra boca del callejón, que queda a mi espalda, aparentemente huérfano de belleza literaria.
Mi promesa permanece incumplida, pero quiero pensar que cuando deambulaba por el callejón del Gato me acompañaba una bruja, porque no hay gato que se precie que no haya compartido alguna de sus 7 vidas con una dama de verruga y escoba.
En esta ocasión no pudo ser y sólo puedo ofrecer un paseo por mi propio callejón y un compromiso de mantener abierta su ventana, para que incluso la música que se escapa de otras ventanas vecinas encuentre cobijo en él y lo transforme en una pista donde bruja y gato bailen una danza, que para muchos no sería más que un aquelarre y para otros un esperpento reflejado en espejos cóncavos y convexos.

martes, 10 de agosto de 2010

Mercados

Supongo que habrá pocos a quienes extrañe que un gato merodee por los mercados. Un merodeo en ocasiones voluntario, sin más afán que el olisqueo y la contemplación, y en otras, asumiendo el rol de acompañante de esporádicos visitantes.
Uno de esos acompañamientos circunstanciales me llevó hasta la puerta del Mercado de La Boquería, en las barcelonesas Ramblas de las Flores. Conocí esta plaza de abastos hace muchos años, sin haber puesto un pie en la Ciudad Condal, a través de las novelas del detective Pepe Carvalho, del añorado Manuel Vázquez Montalbán, y de las reiteradas idas y venidas de su ayudante Biscúter. Años más tarde, ya con los dos pies pisando suelo barcelonés, lo visité por primera vez; y desde entonces guardo en el recuerdo aquellas columnas y sus capiteles como olvidadas en su interior, los delantales almidonados e impecablemente blancos de las pescaderas y un puesto, parada en Cataluña, con toda clase de setas y una variada gama de conservación.
Visitar La Boquería en agosto significa compartir el espacio con una nube de turistas, a la que está orientada una parte importante de la mercadería de los puestos cercanos a la entrada principal, y que muchos de los puestos hayan echado el cierre por vacaciones. Además, si es lunes, las paradas de pescado y marisco están fuera de servicio. Aunque la fortuna quiso que una estuviera abierta, para poder contemplar a dos pescaderas con sus correspondientes e inmaculados delantales con tiras bordadas. Las columnas continúan en el perímetro interior del mercado, permanecen inmutables ante el mes de agosto o la nube de turistas.
Ya en Madrid, deambulando por el centro de La Villa como cualquier foráneo, dirigí mis solitarios pasos al remodelado Mercado de San Miguel.
Nada que ver con el viejo mercado, salvo su clásica estructura. Pocos puestos y los que hay, destinados a la oferta de delicatessen más propia de un rincón de gourmet que de un mercado de barrio y a la expendeduría de cerveza y vino; lo que convierte al antiguo mercado en un bar temático. Visualmente irrechazable.
Intuyo que hay que darle tiempo para saber en que se acabará convirtiendo el remodelado mercado. Cuando aflojen las visitas de turistas y los snobs dejen de exhibirse como pavos reales en este nuevo escaparate de vanidades.
Cruzo la calle Mayor y entro por Milaneses a la calle Santiago. El bar La Esquinita continúa abierto, ajeno a turistas y snobs. Pido una caña, que me sirven bien tirada y acompañada de un par de croquetas. Y sólo por 1 euro. Parece difícil de creer.
Madrid, que siempre ha sido moderna, vive ahora un nuevo tiempo de modernidad. Aunque a diferencia de épocas pasadas esta modernidad presta más atención al envoltorio que al contenido.
Entre estas nuevas modernidades hay una que me llama la atención, no por lo novedoso sino por lo insustancial. En una conocida gastroteca, de nueva apertura y socio de renombre gastronómico, se reservan las banquetas de la barra. Y esto es tan chic, que si giras tu cabeza a la derecha puedes encontrarte en el taburete de al lado al alcalde de Madrid y dos más allá, a cualquier celebridad del momento. En su planta baja aloja una coctelería, de esas que permanecen en el recuerdo por el bocado que le dan a tu cartera, 14 euros el cóctel.
Pienso en ello mientras el tintineo de la bola de la botella de Juanito el Andariego me anuncia que llega el final. Y no hay reservas. Escancio con generosidad, lo acompaño de un archipiélago de hielo y descargo sobre él una tormenta de agua con gas a modo de soda. Bebo un trago largo. Y me pregunto si admitirán reservas en el infierno.

lunes, 9 de agosto de 2010

Náuticos, avarcas y Kapuscinsky

Hemos comprado unos náuticos del pariente USA del Dr. Zhivago, por una cantidad razonable; unas avarcas, cuyo precio apunta hacia unas chanclas de diseño que por mucho diseño no dejan de ser chanclas, y un libro de Kapuscinsky, “Un día más con vida”, a mitad de su coste habitual. Los euros desembolsados en el calzado podrían haber sufragado hasta 11 libros como el adquirido; pero no es fácil andar con libros en los pies, aunque haya quien anda sin ellos en la cabeza.
El libro pertenece a una nueva colección de Anagrama, “Compactos”, y es a juicio de muchos la mejor obra del periodista polaco y según el propio autor, la que más le gustaba.
No hay periodista que se precie hoy en España capaz de no citar a Kapuscinsky, incluso aunque no haya leído algo de él; pero como todo el mundo sabe que escribía básicamente de África, que como todo el mundo sabe es un continente de negros, para mayor discriminación de los rifeños (y no va con segundas, amigo Rif), y que como todo el mundo sabe tiene una cita que por mor de repetirla ya se desconoce literalmente, pues se ha convertido en eso que algunos denominan un referente.
La cita universal de Kapuscinsky entre los plumillas viene a decir que las malas personas no tienen cabida en esta profesión, porque son malos periodistas. Algunos sustituyen lo de malas personas por cínicos y otros señalan que sólo las buenas personas son capaces de hacer una buena crónica.
Nunca he creído que esta profesión “goce” de más malos hijos de buena madre que otras. Tampoco creo que un cínico sea necesariamente una mala persona. Pero al evocar a África siempre tengo un recuerdo para las hienas. Y cuando pienso en las hienas me vienen a la memoria las palabras que oí hace años, procedentes de una reunión de viejas glorias con la que coincidía en una cafetería. Una de las voces de esa reunión siempre se elevaba sobre las demás y en aquella ocasión aseveró que “los rojos son como las hienas, comen mierda (carroña) y se ríen”. A mí me gusta pensar que las hienas tienen un desmesurado sentido del humor y un escaso paladar. Y también quiero pensar que quienes convierten en despectivo el término de hiena son animales que caminan sin libros en la cabeza.
La adicción al engaño me podría llevar a creer que Kapuscinsky es un referente del actual periodismo español. Sin embargo, como un más que probable resultado del cruce entre hiena y gato, se que sólo unos pocos son los herederos de este periodista polaco; los Ramón Lobo, Gervasio Sánchez, Mikel Ayestarán, Fran Sevilla…e imagino que más de uno se frotará las manos al leer la biografía del mismo, “Kapuscinsky, non-fiction”, escrita por su discípulo y amigo Domoslawski; en la que se le acusa de fabulador.
La fabulación es un ensueño. En ocasiones cercana al género periodístico o merecedora de tal distinción. Y el embaucamiento, bien puede estar presente en una biografía.
Algunos son capaces de abarcar kilómetros con la cabeza y otros, son incapaces de avanzar un paso con los pies. Hay quien calza náuticos porque nunca podrá pisar una cubierta y quien deslizándose en unas avarcas cree pasear por Menorca. Y sólo un fabulador sería capaz de renunciar a visitar África en compañía de Kapuscinsky y preferiría contemplar las cumbres nevadas del Kilimanjaro.

domingo, 8 de agosto de 2010

Gimlet en Gracia

Los viejos rockeros nunca mueren. Pero algunos duermen. A los garitos que alcanzan la etiqueta de clásicos les ocurre algo parecido. Sobreviven a las modas y al envejecimiento de la clientela. Pero cuando vas a tomar un trago están cerrados. Ese es su sueño.
Me ocurrió la otra noche en Barcelona. Las cosas habían empezado bien. Cena en el barrio de Gracia y luego un combinado en una coctelería de reciente apertura, que a priori prometía.
Local amplio, con una barra en exceso larga, taburetes con un toque retro y varias mesas dispuestas sin ocupar todo el espacio. Un par de pantallas y como bienvenida un vídeo musical de The Cure, un buen preámbulo que se fue al diablo con la aparición en la pantalla de George Michael.
He leído y me cuentan que en las grandes ciudades como Madrid y Barcelona están volviendo las coctelerías. En realidad nunca se fueron. Pero los cócteles como tantas otras cosas es asunto de maestros. Y son muchos los que se cuelgan la etiqueta, pero pocos los que alcanzan la maestría. Siempre hay quien piensa que los cócteles como la vida son una cuestión de medida.
Un Gimlet, con notable falta de armonía entre lima y ginebra, y un Mojito, generoso en hierbabuena y azúcar, son una buena muestra del abismo que separa la voluntad de la maestría, aunque es innegable que a base de la primera algunos llegan a la segunda.
Hubiera seguido por Gracia para tomar la segunda. Es más, me hubiera conformado con una copa tranquila en el Café Salambó. Y eso a pesar de que Gracia, como le ocurrió a Malasaña en Madrid, está cambiando y el barrio bohemio, aún conservando la esencia, se está abriendo a visitantes y moradores poco bohemios.
Pero optamos por los clásicos y tanto el Nick Havanna como el Café de las Artes dormían. Mal presagio. Por el camino desdeñamos un garito de veinteañeros con exceso de decibelios y un lounge bar de petardas y dj’s.
Barcelona, con excepciones, me sigue exigiendo una excursión nocturna para tomarme una copa. Hace tiempo que renuncié a la penúltima en beneficio de la última. Pero tuve que conformarme con la penúltima y dejar la última para mejor ocasión. Para un gato noctámbulo el verano y el sueño de los clásicos es un mal cóctel.