Supongo que habrá pocos a quienes extrañe que un gato merodee por los mercados. Un merodeo en ocasiones voluntario, sin más afán que el olisqueo y la contemplación, y en otras, asumiendo el rol de acompañante de esporádicos visitantes.
Uno de esos acompañamientos circunstanciales me llevó hasta la puerta del Mercado de La Boquería, en las barcelonesas Ramblas de las Flores. Conocí esta plaza de abastos hace muchos años, sin haber puesto un pie en la Ciudad Condal, a través de las novelas del detective Pepe Carvalho, del añorado Manuel Vázquez Montalbán, y de las reiteradas idas y venidas de su ayudante Biscúter. Años más tarde, ya con los dos pies pisando suelo barcelonés, lo visité por primera vez; y desde entonces guardo en el recuerdo aquellas columnas y sus capiteles como olvidadas en su interior, los delantales almidonados e impecablemente blancos de las pescaderas y un puesto, parada en Cataluña, con toda clase de setas y una variada gama de conservación.
Visitar La Boquería en agosto significa compartir el espacio con una nube de turistas, a la que está orientada una parte importante de la mercadería de los puestos cercanos a la entrada principal, y que muchos de los puestos hayan echado el cierre por vacaciones. Además, si es lunes, las paradas de pescado y marisco están fuera de servicio. Aunque la fortuna quiso que una estuviera abierta, para poder contemplar a dos pescaderas con sus correspondientes e inmaculados delantales con tiras bordadas. Las columnas continúan en el perímetro interior del mercado, permanecen inmutables ante el mes de agosto o la nube de turistas.
Ya en Madrid, deambulando por el centro de La Villa como cualquier foráneo, dirigí mis solitarios pasos al remodelado Mercado de San Miguel.
Nada que ver con el viejo mercado, salvo su clásica estructura. Pocos puestos y los que hay, destinados a la oferta de delicatessen más propia de un rincón de gourmet que de un mercado de barrio y a la expendeduría de cerveza y vino; lo que convierte al antiguo mercado en un bar temático. Visualmente irrechazable.
Intuyo que hay que darle tiempo para saber en que se acabará convirtiendo el remodelado mercado. Cuando aflojen las visitas de turistas y los snobs dejen de exhibirse como pavos reales en este nuevo escaparate de vanidades.
Cruzo la calle Mayor y entro por Milaneses a la calle Santiago. El bar La Esquinita continúa abierto, ajeno a turistas y snobs. Pido una caña, que me sirven bien tirada y acompañada de un par de croquetas. Y sólo por 1 euro. Parece difícil de creer.
Madrid, que siempre ha sido moderna, vive ahora un nuevo tiempo de modernidad. Aunque a diferencia de épocas pasadas esta modernidad presta más atención al envoltorio que al contenido.
Entre estas nuevas modernidades hay una que me llama la atención, no por lo novedoso sino por lo insustancial. En una conocida gastroteca, de nueva apertura y socio de renombre gastronómico, se reservan las banquetas de la barra. Y esto es tan chic, que si giras tu cabeza a la derecha puedes encontrarte en el taburete de al lado al alcalde de Madrid y dos más allá, a cualquier celebridad del momento. En su planta baja aloja una coctelería, de esas que permanecen en el recuerdo por el bocado que le dan a tu cartera, 14 euros el cóctel.
Pienso en ello mientras el tintineo de la bola de la botella de Juanito el Andariego me anuncia que llega el final. Y no hay reservas. Escancio con generosidad, lo acompaño de un archipiélago de hielo y descargo sobre él una tormenta de agua con gas a modo de soda. Bebo un trago largo. Y me pregunto si admitirán reservas en el infierno.
Uno de esos acompañamientos circunstanciales me llevó hasta la puerta del Mercado de La Boquería, en las barcelonesas Ramblas de las Flores. Conocí esta plaza de abastos hace muchos años, sin haber puesto un pie en la Ciudad Condal, a través de las novelas del detective Pepe Carvalho, del añorado Manuel Vázquez Montalbán, y de las reiteradas idas y venidas de su ayudante Biscúter. Años más tarde, ya con los dos pies pisando suelo barcelonés, lo visité por primera vez; y desde entonces guardo en el recuerdo aquellas columnas y sus capiteles como olvidadas en su interior, los delantales almidonados e impecablemente blancos de las pescaderas y un puesto, parada en Cataluña, con toda clase de setas y una variada gama de conservación.
Visitar La Boquería en agosto significa compartir el espacio con una nube de turistas, a la que está orientada una parte importante de la mercadería de los puestos cercanos a la entrada principal, y que muchos de los puestos hayan echado el cierre por vacaciones. Además, si es lunes, las paradas de pescado y marisco están fuera de servicio. Aunque la fortuna quiso que una estuviera abierta, para poder contemplar a dos pescaderas con sus correspondientes e inmaculados delantales con tiras bordadas. Las columnas continúan en el perímetro interior del mercado, permanecen inmutables ante el mes de agosto o la nube de turistas.
Ya en Madrid, deambulando por el centro de La Villa como cualquier foráneo, dirigí mis solitarios pasos al remodelado Mercado de San Miguel.
Nada que ver con el viejo mercado, salvo su clásica estructura. Pocos puestos y los que hay, destinados a la oferta de delicatessen más propia de un rincón de gourmet que de un mercado de barrio y a la expendeduría de cerveza y vino; lo que convierte al antiguo mercado en un bar temático. Visualmente irrechazable.
Intuyo que hay que darle tiempo para saber en que se acabará convirtiendo el remodelado mercado. Cuando aflojen las visitas de turistas y los snobs dejen de exhibirse como pavos reales en este nuevo escaparate de vanidades.
Cruzo la calle Mayor y entro por Milaneses a la calle Santiago. El bar La Esquinita continúa abierto, ajeno a turistas y snobs. Pido una caña, que me sirven bien tirada y acompañada de un par de croquetas. Y sólo por 1 euro. Parece difícil de creer.
Madrid, que siempre ha sido moderna, vive ahora un nuevo tiempo de modernidad. Aunque a diferencia de épocas pasadas esta modernidad presta más atención al envoltorio que al contenido.
Entre estas nuevas modernidades hay una que me llama la atención, no por lo novedoso sino por lo insustancial. En una conocida gastroteca, de nueva apertura y socio de renombre gastronómico, se reservan las banquetas de la barra. Y esto es tan chic, que si giras tu cabeza a la derecha puedes encontrarte en el taburete de al lado al alcalde de Madrid y dos más allá, a cualquier celebridad del momento. En su planta baja aloja una coctelería, de esas que permanecen en el recuerdo por el bocado que le dan a tu cartera, 14 euros el cóctel.
Pienso en ello mientras el tintineo de la bola de la botella de Juanito el Andariego me anuncia que llega el final. Y no hay reservas. Escancio con generosidad, lo acompaño de un archipiélago de hielo y descargo sobre él una tormenta de agua con gas a modo de soda. Bebo un trago largo. Y me pregunto si admitirán reservas en el infierno.
Pues al tiempo, Carlos, que si no las admiten, todo se andará. Aunque dudo de que por esos andurriales no hayan llegado ya las modernidades. Es mas, apostaría todos mis cromos de Espiri Gonzalez a que ya lo tienen compartimentado e incluso existirá una sala Vip para meter en ella a todos los tontolaba.
ResponderEliminarMe ha encantado el recorrido por el mercado.
Supongo que esta vez no andaba yo espesa.
Un bico.
Nada que ver lo que cuentas con los días previos a navidad, y nada que ver ésto con lo que suelen vender los comercios en esos días previos en cualquier ciudad incluida la misma Barcelona. Un sabor peculiar distinto, el mismo que vivía en el mismo lugar hace treinta y tantos años.
ResponderEliminarEauphelia, supongo que esta vez me entendía hasta yo. Un bico.
ResponderEliminarJesús, si puedo elegir me gusta más La Boquería en navidades que en agosto. Salud.
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