viernes, 31 de julio de 2015

Bye, bye, café Comercial

Ha cerrado el Café Comercial. La noticia se propagó por las redes. Y al día siguiente la confirmaban las ediciones impresas; algunas en primera plana y con foto histórica. Más de 100 años de vida justifican el tratamiento informativo, pero ni eso mitiga el coste emocional de los clientes y el vital de los trabajadores.
El cierre del Comercial, como el de tantos negocios con solera, no es solo el cierre de un establecimiento, es también un cerrojazo a una parte de nuestras vidas. Aquella que comenzó hace décadas y que no pensábamos fuera a tener fin, porque el Comercial seguía allí, en la glorieta de Bilbao, junto a la boca de metro. Con su puerta giratoria, sus dos entradas, la barra entre ambas, el amplio salón con mesas de mármol y la planta de arriba. Los camareros con sus chaquetillas blancas, a la vieja usanza, la encargada de los aseos, siempre atenta a que sus normas no se infringieran en aquel territorio que era su dominio, con particular vigilancia al de las damas, y el limpiabotas, que un día desapareció para no regresar. 
No era parada obligatoria, pero sí habitual. Como la taberna de vinos situada a su derecha, en dirección a Alonso Martínez, regentada por tres generaciones de mujeres, donde aterrizábamos, como en el Comercial, indistintamente por la mañana o por la tarde. En invierno o en verano, en primavera u otoño, cualquier época era buena. 
Es cierto que iba gente famosa, los actores que pisaban las tablas del Maravillas; los músicos que tocaban en los garitos de Malasaña; escritores, poetas, periodistas...hasta políticos. Pero no íbamos al Comercial para ver a esa gente, tampoco para dejarnos ver. Eso era más propio del Gijón. El Comercial era otra cosa.
Casi siempre tomábamos café en el amplio salón de ventanales a la glorieta y mesas de mármol; donde nos atendía aquel anciano camarero al que David y yo bautizamos como 'la Momia' y que fue objeto de nuestras burlas sin que nunca mudara el gesto. Permitía nuestros excesos, incluso los de juventud; igual que la encargada de los aseos. Como aquella tarde en que un guiri le pidió 'curros' y 'la Momia' no se enteraba de lo que le pedía. Café y 'curros', repetía el guiri, y 'la Momia' seguía sin comprender qué le pedían ante nuestro regocijo. Hasta que el guiri señaló el plato de churros de una mesa cercana y 'la Momia' exclamó ¡churros!, café y una de churros. Y un vasito de agua.
También fue en el Comercial donde en una larga tarde-noche de sábado Gomi, Aurelio y yo debatíamos sobre revolución y terrorismo. Íbamos juntos al instituto. Unos años más tarde Gomi y yo estudiamos Periodismo. Trabaja en EFE. Mantenemos el contacto, aunque llevamos siglos sin vernos. Pero qué habrá sido de Aurelio. Aún recuerdo su foto con un poli en la chepa en aquella portada de El País; la de bromas que tuvo que aguantar.
Nunca nos llamaron la atención. Ni siquiera aquel atardecer de septiembre, cuando nos enviaron al pequeño salón de la planta superior con los asientos de sky o de cuero, no recuerdo cuál era el material, pero si su deterioro, donde campamos a nuestras anchas. Era el reencuentro tras las vacaciones. Aquel día la cerveza sustituyó generosamente al café y supongo que nuestro entusiasmo no pasó desapercibido a los clientes de la planta baja. Pero no hubo ni un reproche, ni una mala cara.
Sin saberlo, el Comercial nos pertenecía o éramos nosotros los que pertenecíamos al Comercial. Formábamos parte de él y él formaba parte de nosotros. Como el Velarde ("Los cañones"), el Maragato, la Vía Láctea, el Penta, el Balandro, el Kwai, el Ágapo y tantos otros.
Todos ellos marcaban la ruta de nuestra juventud. La misma que hemos recorrido años más tarde, cuando ya habían aparecido las canas y cuando muchos de esos sitios lejos de envejecer con nosotros se quedaron en el camino por unas causas u otras. Pero el Comercial no entraba en esa categoría, le creíamos inmortal porque guardaba los secretos de numerosas conversaciones, también las nuestras, y una parte de nuestros sueños.

jueves, 23 de julio de 2015

Saltar

Debe ser extremadamente jodido no hallar por donde escapar. No encontrar un agujero donde esconderse. Perder el sentido de la huida. Renunciar a la opción de seguir corriendo y enfrentarse al abismo y no ser capaz de resolver la ecuación vital de saltar hacia adelante o hacerlo hacia atrás. La duda, la eterna incertidumbre que marca la existencia de algunas personas.
¿Y si fuera real que todo se reduce a eso? Llegar al final del camino y saltar. No permanecer al borde y esperar. Saltar. A fin de cuentas ¿no soñamos siempre con volar? ¿no quisimos siempre ser pájaros con las alas desplegadas para surcar el cielo? ¿y no es un salto una caricatura de un vuelo?
Hay tanta variedad de saltos, el de la rana, el del tigre, el del ángel, el de mata, el de altura, el de longitud, el de eje, el de página... y hasta el salto a la fama. Cada uno de ellos puede ser mayúsculo, una hazaña, y también, minúsculo, un fracaso. Cómo distinguir al uno del otro. Y qué importa tal distinción cuando lo fundamental es el vuelo. 
Volar es ser libres. Despertar. Sin marcha atrás, pero conscientes de que en cualquier recodo se alimenta el fuego que al acercarse derrite la cera y nos priva de las alas y por tanto, del sueño. Dudamos entre ser ángeles, hadas o aves y acabamos convirtiéndonos en tritones y sirenas.
Agitamos el mar en busca del pez volador, que como el resto de los peces está condenado al abismo fuera del agua. A veces también en ella.
Solo queda saltar. Hacia adelante o hacia atrás. Perpetua incertidumbre.

miércoles, 22 de julio de 2015

Los guardianes de la costumbre

Es el retorno menos deseado y sin embargo, no menos esperado. Porque la amenaza siempre ha estado ahí. Embozada en un claroscuro, envuelta en las sombras. Esperando con la paciencia atribuida al santo para llegado el momento, irrumpir y convertirse en protagonistas.
Han vuelto los guardianes de la costumbre. Relojeros de ágiles manos que dan cuerda hacia atrás. Titiriteros de mente sombría cuyos ligeros dedos mueven las cuerdas a su antojo. Tahúres con la arena del reloj escondida en la manga. Enterradores de impecable levita y la mirada anclada en el pasado. Predicadores del embudo. Moralistas de doble faz. Domésticos tiranos. 
Y vienen pisando, apretando, imponiendo. Con la ley en la mano. Esclavizando a golpe de decreto. Mentando a la autoridad. Ampliando la brecha entre los que tienen y los que carecen de casi todo. Vistiendo nuestras vidas de gris para recrear ese pasado del que una vez creímos escapar. 
De nuevo envueltos en banderas, golpeándose el pecho y tratando de convencernos de que todo lo hacen por nuestro bien. Tamizando, incluso negándonos lo aprendido en otro tiempo, se presentan como hombres nuevos; incapaces de comprender que les delata el olor a naftalina y la sonrisa en su rostro de la alimaña que engulle carroña. 
Pero ya no logran engañarnos. Por lo menos no logran embaucarnos a todos. Porque siempre queda alguien en pie para tocar la campana. Para alejar el miedo mortecino del espejismo de la crisis. Y pese a los ataques desde todos los frentes y con la munición más gruesa, permanecer erguido. Todavía hay alguien dispuesto a señalar la puerta de salida, la que franqueamos en una aparente huida que sin embargo nos hace avanzar.

martes, 21 de julio de 2015

La caja de cristal

Hoy es un mal día para la 'tribu'. En realidad es un mal día para el periodismo. No solo por el hecho de que tres compañeros hayan sido secuestrados en Siria, sino también por la difusión de la noticia como exclusiva por parte de un diario. Una publicación que a priori parece inoportuna, ya que si algo hemos aprendido de situaciones similares es la importancia de la discreción en noticias de estas características. Aún así el debate está encima de la mesa y probablemente no nos pondremos de acuerdo en dónde hay que marcar la línea a la hora de difundir o no estas informaciones.
Precisamente es este uno de los temas abordados por los periodistas Alfonso Armada, vicepresidente de Reporteros sin fronteras, y Antonia Merino, en el Foro “La libertad de información”, celebrado en el Festival Etnosur. Donde una vez más y aprovechando cualquier debate sobre la profesión periodística he asistido a un acto de constricción del periodista, expuesto en la plaza pública para ser flagelado por los presentes.
No digo que me parezca mal el reconocimiento público de errores en la praxis periodística y la crítica a esa mala práctica profesional. Me parece necesario. Pero me gustaría que se produjera de igual modo con otros profesionales y que los ciudadanos se mostraran tan lenguaraces y tan dispuestos a señalar culpables como cuando es el periodista quien ocupa la caja de cristal.
Y por supuesto, aunque es obvio, resulta lamentable tener que recordar que no todos somos esos periodistas en la mente de todos, que a nosotros nos avergüenzan doblemente, como periodistas y como ciudadanos, ni todos somos Gabilondo, por poner un ejemplo de alguien que goza del reconocimiento general en el ejercicio de la profesión.
Hay miles de periodistas que ejercen el periodismo día a día a ambos lados del mostrador con rigor y decencia, a los que la mayoría no reconoce por la calle y de los que ignora nombre y medio de comunicación para el que trabajan y cuyo trabajo probablemente desconoce. Periodistas que son víctimas de la generalización.
Escribía Kapucinsky aquello de que los cínicos no sirven para el periodismo. Y es cierto que hay un elevado número de cínicos y de malas personas ejerciéndolo, pero a veces no somos conscientes de que son minoría; porque esos miles de periodistas y otros con nombre y cara, como el propio Armada, nos recuerdan que en esta profesión hay espacio todavía para aquellos que sin renunciar a ser buenas personas han logrado también ser magníficos periodistas.
No me importa instalarme en la caja de cristal. Aún consciente de que la transparencia implica vulnerabilidad y de que junto a aquellos que practican el pespunte con la sin hueso siempre habrá alguien predispuesto a lanzar la primera piedra. Unos pensarán que es para romper el cristal, pero me temo que sea para apedrear al periodista.

Nota. - Mis mejores deseos y ánimo para los 3 compañeros secuestrados en Siria, para sus familias y la 'tribu'. Espero que recuperen la libertad pronto y sin quebranto.

lunes, 20 de julio de 2015

Un mural de color


Podría decir que he perdido la cuenta de las ediciones que van. Pero mentiría. Conozco sobradamente que la de este año ha sido la diecinueve. Lo que no recuerdo es a las que hemos faltado. Y por supuesto, tampoco el número exacto de aquellas a las que hemos asistido.
Etnosur, Encuentros Étnicos de la Sierra Sur, sigue siendo un sueño hecho realidad. Un sueño soñado por unos pocos que nos ha permitido soñar a otros muchos. De modo que bien pudiera parecer que dormimos de julio a julio para despertar a mediados de mes y durante tres días, soñar. O quizás soñamos el resto del año esperando que llegue ese julio mediado para volver a Alcalá la Real.
El Festival continúa siendo esa paleta de colores que cada año da vida a un lienzo. Distinto al del año anterior, pero manteniendo su esencia. Así que si juntáramos los diecinueve cuadros obtendríamos un mural de color, luz, sonido y conocimiento. Un relato visual inconcluso, que sin embargo narra lo acontecido en esos diecinueve años y deja pinceles, paleta de colores y lienzo predispuestos para la próxima creación.
Es una cita anual en la que la amistad siempre ha desempeñado un papel relevante y ha servido de excusa o de hilo conductor para compartir y vivir el sueño a través de las palabras, de la imagen o de la música. Sin abandonar el compromiso y con la convicción de que la cultura es un puente que conduce a la convivencia. El elemento que nos invita a empatizar y a mirar a la vida y a los otros con nuevos ojos; tanto desde el interior como desde la superficie. Y puede que esa nueva forma de mirar no nos haga mejores, pero seguro que no nos empeora.
Acostumbrados en esta tierra que habito a dar demasiados pasos en la oscuridad, no viene mal de vez en cuando buscar la luz del faro en la costa del mar de olivos, seguir el haz y pisar la roca firme de los sueños. Los mismos que nos hacen mover los pies al ritmo de la música y la mente al son de las palabras. Esos sueños que muestran el corazón en unas pinceladas de color.

domingo, 12 de julio de 2015

Náufragos destetados

Algo sé de naufragios. Contados, leídos, vistos e incluso vividos. En tierra firme y en el océano. En noches de tormenta y en mañanas de tempestad. Cuando los pies no están firmes en el suelo y no hay ancla capaz de fijarlos a él. Cuando miras al cielo y te devuelve la mirada rota, resquebrajada como un cristal que igual que el agua embravecida te niega el reflejo. Cuando sientes que la suerte sonríe al que no sobrevive y tú eres un superviviente.
Abres los ojos y te descubres solo. La soledad que te acompaña en la búsqueda de las palabras. La misma que te hace comprender lo efímero de la escritura en la arena. La compañera que no te abandona nunca. Soledad, tristeza y silencio. Y “la jodida conciencia” susurrándote. 
Y aun sin oído para la música sucumbes al canto de las sirenas. Anhelando no ser amarrado para zambullirte entre las olas y surcar el abismo. En el mar de olivos o en el Mediterráneo. 
Escucho el “Rock con embudo para mamíferos destetados”, de José Luis Escobar. Obsequio de su autor. Anterior a “El retrete del poeta”, sus versos me conducen como aquel a los restos del naufragio. Los tangibles y los intangibles. El producto de la zozobra exterior e interior. 
Dicen que siempre anda el diablo enredado en las cuerdas de la guitarra cuando suena el rock. Pero la verdad es que ese diablo es un duende juguetón, que aparece cuando sus hermanos ya se han marchado. Esos demonios con los que convivimos. Los que siempre vuelven y nos agitan; tanto que hasta desperezan a las palabras. 
No sucumbas, amigo. Vendrán nuevos naufragios para poner a prueba la memoria. El mar borrará las palabras en la arena, pero bien sabes que también las hay escritas en el corazón. Ignoro cuánto tiempo permanecen legibles, pero sé que merece la pena releerlas. Y tú sabrás ponerles música. 
De vez en cuando hay que dejar salir a los demonios, aunque solo sea una excusa para enredar en las cuerdas al diablo del rock.