miércoles, 27 de enero de 2016

Una consulta por San Antón

La propuesta de celebrar la carrera urbana de San Antón siempre en sábado no es nueva. Es más, diría que es un debate recurrente y que sus promotores comparten origen e intereses en los que la tradición pasa a un segundo plano. 
Al contrario que las asociaciones de vecinos, que defienden que San Antón se siga celebrando el 16 de enero y que las lumbres prendan en esa noche como es tradición. Conocedores los vecinos de que lo tradicional son las lumbres y que la carrera vino después. Es decir, que en este caso está muy claro qué fue primero entre la gallina y el huevo. 
El alcalde afirma que es partidario del cambio, pero que decida la mayoría. Por lo que entiendo, no sin asombro, que está a favor de la celebración de una consulta ciudadana. Porqué, ¿de qué otra manera sino pueden pronunciarse los ciudadanos sobre el particular?. 
Respaldo la celebración del referéndum. Los ciudadanos, algunos al menos, estamos deseosos de participar más allá de depositar nuestro voto cada cuatro años para elegir al partido gobernante. Reclamamos el papel que nos corresponde como sociedad civil, al margen de la inclusión en las listas de los partidos políticos o de la militancia política. Y por supuesto, nos gustaría dar nuestra opinión, y que sea vinculante, en otros asuntos que afectan a la ciudad y a su gobierno. 
Volviendo a la carrera de San Antón, y para evitar dejarnos llevar por la euforia del ambiente vivido en esta edición y por el calentón de la candela para apostar por su celebración sempiterna en sábado, sería bueno, en frío, analizar pros y contras. 
Mientras, alguién debe explicar porqué desde hace algunos años la carrera no es de ámbito internacional, aunque mantenga tal denominación; porqué no se han retirado los vehículos en determinadas vías como era habitual para facilitar el paso de los corredores; porqué en la salida se permitió la mezcla de los corredores aficionados con los profesionales; porqué muchos jiennenses, algunos corredores históricos, no han podido correr porque se han quedados sin dorsal, y sobre todo, en qué se ha empleado el dinero que estaba destinado a la contratación de corredores internacionales para participar en la prueba. 
Aclaremos primero estas y similares cuestiones. Y decidamos luego si cambiamos San Antón al sábado, la feria mayor de octubre a junio o declaramos a las sardinas de Santa Catalina embajadoras de Jaén en ultramar. 
Cualquier día amanecemos renunciado a San Antón e invocando a Nerón. Pero no se asusten, no será para inspirarnos o despertar a las musas. Será por la purificación y el renacimiento. Cuestión de cenizas. O de cenizos.

Artículo emitido en SER Jaén, "La Colmena", el 27 de enero de 2016.

lunes, 25 de enero de 2016

Placebos

 Mi padre era dado a recitar el soliloquio de Segismundo, en “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, en el que su protagonista se cuestionaba por el delito cometido para recibir trato tan inmerecido. Yo era pequeño y conservé solo una parte de aquel y a mi manera, de modo que siempre ha permanecido en mi memoria algo así como: ¡Ay, mísero de mi, infeliz! Más que delito cometí, contra vosotros naciendo, para que me tratéis así. 
Desde la generosidad, podríamos admitir que se mantiene la esencia calderoniana y que no sale mal parado Segismundo por mi albedrío. Y aunque ya en la adolescencia leí la obra de Calderón, siempre estará en mi cabeza mi particular adaptación de lo recitado por mi progenitor. Y no sin cierto rubor aduciré que el orden de los factores no altera la suma; a sabiendas de lo desafortunado que resulta mezclar churras con merinas y que letras y números no siempre comparten camino y destino. 
Aún así y como tantas otras cosas que permanecen en nuestra cabeza desde la infancia, como parte de lo aprendido y por tanto de nuestro bagaje existencial, siempre me acompaña el soliloquio de Segismundo, como aquel otro del poema “Retrato”, de Antonio Machado, de conversar con el hombre que siempre va con uno y la plática con el buen amigo que nos muestra el secreto de la filantropía. 
Entiendo que hay en todo soliloquio una pregunta sin respuesta y que la mera expresión o representación de éste nos sitúa en una imaginaria línea a medio paso de la cordura o la desesperación, que puede ser una antesala de la pérdida del juicio o de la perspectiva. 
No tengo a Calderón de la Barca, ni a Don Antonio, por extravagantes, pero tampoco puedo afirmar sin dudas que ignoraran sobre lo que escribían y que no hubieran experimentando en algún episodio de su vida esa desesperación que conduce al soliloquio y que al autor le facilita su personaje. Míseros e infelices, ¿qué delito cometieron?, vivir. 
Aceptando que el antídoto es la muerte y sin prisas para ponerle remedio a la vida, siempre queda la opción de los placebos. No acaban con los soliloquios, pero los hacen más llevaderos. Descubrí hace años y poniendo oído uno que me alegra el día y no precisamente al gusto de Harry El Sucio. Estaba escondido en el Acto I de “La Traviata”, de Giuseppe Verdi, “Un dí, felice y eterea”; ya saben que dicen que la mejor Violetta fue la Callas e ignoro quién fue el mejor Alfredo; hasta ahí no me llega ni el oído, ni el conocimiento.
Lo bueno que tienen éste y otros placebos es que no son incompatibles, que pueden mezclarse. Unos perjudican cuando galopan, como “Juanito El Andariego”, pero si no abandonan la senda son inofensivos y administrados en la dosis adecuada prologan y prolongan. Otros tienden a desbocarse y acaban por llevarnos a saltar al abismo. Pero todos son efímeros, como aquel pasado del que escribió Don Antonio, en hombres sin ayer y sin mañana.

lunes, 18 de enero de 2016

La soledad del náufrago

Desde lo más alto de la isla se contempla un mar que parece infinito. De repente, quieto; azul, muy azul, y solitario. Ni siquiera se ven las otras islas, como si hubieran desaparecido engullidas por ese mar; como si los puentes y su construcción carecieran ya de significado y la isla fuera el laberinto de la soledad. 
Caminos reales y ficticios. Veredas descendentes y ascendentes. Sendas que en esencia no conducen a lugar alguno y que bien pudieran ser las venas de la isla o las cicatrices de aquellos que alguna vez la habitaron.
Flancos delineados por árboles y arbustos que convierten los caminos en un mismo camino y riachuelos de agua que serpentean por ese camino y fluyen intermitentes como los pensamientos extraviados. Igual que los pasos, perdidos en su andar y desandar para moldear las huellas de la derrota. 
A pesar del ronroneo del mar, del silbido de las aves y del aullar del viento cuando sopla, en la isla se impone el silencio; solo alterado por el canto desafinado y algún grito desesperado de su habitante en su lucha por discernir qué territorio pisa y donde está el límite que fija el paso de la cordura a la locura. Y lo que es vital o al menos lo aparenta, si hay retorno. 
Desde lo más alto de la isla se puede tener la tentación de dominar el mundo. Ese universo particular rodeado de agua, donde la única norma es la supervivencia. Y sin embargo, es desde esa altitud desde donde se adquiere consciencia de lo profundo del abismo y de la vulnerabilidad del que camina por el borde del precipicio. Esa misma consciencia empuja al convencimiento de que lo importante no es caer, sino lo que dura la caída. Pero no ayuda a despejar la incógnita de si tras la caída existe la posibilidad de levantarse. 
La soledad es el mejor abono para la nostalgia. De lo que se tuvo y de lo que no se tendrá. De lo que se dejó caer porque se creyó un lastre y de aquello que nunca formó parte del equipaje. Y en su laberinto, la melancolía le gana la partida a la esperanza. 
Desde lo más alto de la isla las carcajadas parecen truenos agitados por el viento. Pero no presagian tormentas. Y tampoco alimentan el silencio del engaño o la mascarada. Solo son la expresión desbordada del habitante solitario que no pierde el brillo en los ojos al contemplar el mar, con la sabiduría de quien no espera, pero tampoco renuncia a ver la vela de ese barco que romperá el silencio; aunque es improbable que acabe con la soledad del náufrago.

jueves, 14 de enero de 2016

Salvajes

En esta ocasión ha sido en el Megatín. Pero ya ocurrió lo mismo en Jabalcuz o en la Mella. Y mañana puede repetirse en el Cerro de Santa Catalina, en la Cañada de las Hazadillas o en las Peñas de Castro.
Hay que tener muy mala baba para sembrar con trampas para corredores, ciclistas y senderistas los montes y parajes cercanos a Jaén, donde se realizan actividades deportivas y lúdicas.
Algunos dirán que están en su derecho. Y habrá quién les aplauda. Pero no es de recibo colocar maderas con clavos y cables de acero cruzados a media altura para, en teoría, salvaguardar la caza.
Hasta ahora solo han sido accidentes, pero qué pasará si la cosa va a más y alguien se desangra o se parte la crisma. ¿Nos llevaremos las manos a la cabeza y gritaremos que son unos malnacidos?
¿Entonará alguno el mea culpa y llorará por las esquinas que no quería hacerlo, que su intención no era hacer daño? ¡Como si los clavos fueran de mantequilla y los cables de acero, tiras de papel!
Quien actúa así es un salvaje. Y quien le aplaude o le ríe la gracia es cómplice de tamaña salvajada. Y es obligación y responsabilidad de todos colaborar para acabar con estas prácticas bárbaras y si es posible, que los “tramperos” se vean ante la justicia.
Si alguno de los espacios donde se realizan estas actividades deportivas y lúdicas está ubicado en propiedad privada, sus dueños están legitimados para denunciar a los intrusos. Pero ni ellos, ni nadie lo están para colocar estos artefactos cuyo único objetivo es causar daño.
No debía ser necesario recordar aquello de que la ley está para cumplirla y que obliga y protege a partes iguales. Pero a lo que se ve, algunos en Jaén se piensan que viven en el viejo oeste y que son ellos quienes imponen las reglas, sin importar las consecuencias y sin tener en cuenta lo desmesurado de su acción.
Estamos a tiempo de que la colocación de estas trampas quede en una desagradable anécdota.
Sé que no es fácil pedir que nos comportemos con civismo en el campo cuando somos incapaces de hacerlo en la ciudad. Pero la convivencia es eso, vivir en armonía, respetando a las personas y al entorno.
Si optamos por las salvajadas, esto acabará mal. Porque créanme no hay buenos salvajes. Si acaso, algún iluminado que intente convencernos de que a los “tramperos” se les combate con trampas. Y pobres de los crédulos.

Artículo emitido en SER Jaén, "La Colmena", el 13 de enero de 2016.

miércoles, 13 de enero de 2016

La palabra exacta

Escribe Luis María Anson sobre el poeta Santiago Castelo en El Cultural (8-14 de enero de 2016) y recuerda versos de su último libro “La sentencia”; entre ellos esta confesión: “Siempre anduve a la búsqueda de la palabra exacta”. 
Esa búsqueda llegó hasta el final de sus días, como demuestra este poemario que escribió en las últimas semanas de su vida tras informarle el médico de que en esta ocasión el cáncer había vencido y como el poeta subraya “vivir muere en nosotros tan deprisa que la luz de un segundo se convierte en una eternidad soñada y no vivida”. 
Me quedo entre otras cosas con esa 'búsqueda de la palabra exacta'. El anhelo de cualquiera que escribe. Aquella palabra precisa para la que Silvio Rodríguez reclamaba, en otro contexto, su fin. 
Uno piensa en aquellas ocasiones en que no eligió bien las palabras, ni para escribir ni para hablar. O en aquellas otras en que impuso el silencio. Porque el silencio siempre es una imposición y una negación de la palabra adecuada. 
Y también piensa en el proceso de búsqueda. En esa liturgia de abrir el baúl, observar las palabras en su interior y atrapar aquellas que sean inapelablemente exactas. 
Puede entenderse esa búsqueda como reflejo de perfeccionismo y otorgar al buscador de palabras exactas la condición de perfeccionista y desde ésta, la de insatisfecho. No digo que no, pero también creo posible contemplar esa búsqueda como constatación de lo contrario, la imperfección del que busca, que también conduce a la insatisfacción y dibuja una existencia donde habita la duda. Y es esa ausencia de la certidumbre la que nos empuja a la búsqueda, que aunque puede provocar insatisfacción, no es menos cierto que también satisfará al buscador en cada ocasión en que logré encontrar la palabra precisa. 
Todo ello, sujeto a la arbitrariedad de quien escribe o habla y de quien lee o escucha. Y aún así es innegable el reto que supone tal empresa.
No es extraño pues que en estos “poemas de la consumación” (dixit Anson), Santiago Castelo revele ese camino de búsqueda, una aventura que dura toda una vida.

jueves, 7 de enero de 2016

El reloj del mar

El reloj del mar es una clepsidra, donde las olas rompen contra la pared de cerámica. Unas veces lo hacen embravecidas, furiosas, como quien demuestra su ira. Otras, en cambio, llegan mansamente. Pero siempre con la cresta blanca y el mar rizado, para dejar impresos en la cerámica unos rostros que duran un instante; el mismo que tarda la ola en volver sobre su propio vaivén. 
Hay relojes enormes, que albergan mares y océanos y todo lo que contienen bajo ellos y en su superficie. Viejos navíos de vela, barcazas y modernos cruceros y portaaviones. Desde el Mayflower al Titanic, del Nautilus al Akula; el pasado, el presente y el futuro. También alojan a la luna para que marque el ritmo de las mareas y al sol para crear el espejismo del día. 
Cuando la clepsidra es tan grande, ni siquiera el propio Neptuno y su corte de sirenas y tritones son capaces de escapar de su interior y han de conformarse con descender y ascender de un recipiente a otro; abriéndose paso entre navíos, peces y otras criaturas marinas y maldiciendo su naturaleza mitológica. 
Pero cuando la clepsidra es pequeña solo alcanza a acoger el sueño de un niño proyectado en un barco de papel, cuyos horizontes son infinitos. 
El ruido de las olas apenas hace perceptible el sonido del agua de la clepsidra descontando el tiempo. Aunque siempre hay quién asegura escuchar las gotas caer emulando un tic-tac, incluso seguir su camino de ida y vuelta entre ambos recipientes ¡cómo si fuera posible! 
Y aún así, entre convicciones y credulidades, nadie ha sido capaz de descifrar dónde se halla y quién es el relojero que hace funcionar la clepsidra del mar. Nadie supo nunca cuando se construyó el reloj y tampoco se conoció quién, para qué y porqué decidió medir el tiempo entre las aguas. 
Cuenta un marinero, inmune al canto de las sirenas, que oyó de los labios de éstas un cantar sobre el reloj del mar, cuyas invisibles manecillas dibujan las constelaciones de los cielos y en cuyas paredes se dibujan efímeramente los rostros de sus relojeros. 
También cuentan que ese reloj no existe, ni existió jamás. Y que solo es el santo y seña de aquellos que hicieron patria de la mar.

miércoles, 6 de enero de 2016

El tic-tac del lobo de mar


De los Mares del Sur al mar de olivos. Tras años de búsqueda al final nos hemos encontrado. El lobo de mar y el gato. Y no ha sido fácil. 
Nos cruzamos en el Inglés de Lisboa. Acababas de marcharte cuando yo atravesé el umbral de la puerta. Tan solo quedaba allí, sentada en un taburete y como ausente, la dama de blanco. Otro tanto ocurrió en el puerto de La Valletta, apenas pude llegar al muelle para desde la distancia contemplar como tu navío se alejaba en el horizonte. Tú por mar y yo por los callejones y tejados de la ciudad. Evitándonos sin saberlo y condenados a reunirnos. Ya lo habíamos hecho en las páginas de papel y en la tela de las camisetas, pero se resistía el poseedor del tic-tac.
Intenté renunciar a buscarte en aquellos lejanos y sin embargo familiares Mares del Sur, pero tu padre y Manuel Vázquez Montalbán me empujaban allí. Y aún así te busque en otros lugares, en ciudades, con puerto o sin él, y también en ese otro mar que es la Red. 
Una vez incluso llegué a tenerte en las manos, pero el destino o el capricho, puede que el exceso de confianza, me hizo dejarte sobre aquel mostrador y seguir buscando al otro poseedor del tic-tac, aquel vestido de negro y blanco y de edición limitada. Al final os perdí la pista a los dos. De hecho hace poco más de un año me dí por vencido. 
Y ahora, cuando ya no buscaba, cuando ni siquiera esperaba o pensaba en tí, te encuentro en una Roca, en el Vallés Oriental. ¿Qué te voy a contar a tí de lo escrito en las líneas de la mano? Me dicen que eres una pieza de coleccionista y sin embargo, ante mi sorpresa, te han puesto precio de saldo. Juntos debemos ser dignos de exhibirnos en un museo o en una barraca de feria. ¿Te imaginas a un gato de callejón que nunca llevó collar deambulando con el poseedor del tic-tac al cuello? 
Ya sé que yo nunca seré el gato de Cheshire, ni tú el capitán Nemo. Pero compartimos con ambos y con otros muchos un mundo de ficción. Tu alter ego, Hugo Pratt, está muerto, aunque ahora han tomado el relevo dos autores españoles, el guionista Juan Díaz Canales (creador del gato Blacksad) y el dibujante Rubén Pellejero; y el mío, aunque vive, sin llegar a zombi siempre tuvo algo de muerto viviente. 
Te han situado “Bajo el sol de medianoche”, que es una extraña forma de otorgarte una segunda vida; algo que como comprenderás no impresiona a un gato que disfruta de siete o lo que es lo mismo, sobrevive a seis muertes. 
Porque de eso se trata, de sobrevivir, de seguir escuchando el tic-tac. Ficticia o realmente. En mares de papel, de agua o de olivos.