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martes, 7 de abril de 2020

Escapar

La otra noche fui a tirar la basura. Y tuve la tentación de salir corriendo. Cuesta abajo y sin mirar atrás. Sin plantearme destino. Y sin pensar en parar. Inconsciente de que no podía escapar. 
Algo me retuvo. El silencio solo roto por el ruido de un motor lejano. La desolación de una ciudad que ahora más que nunca parece muerta. La responsabilidad que pesa como el plomo y te fija al suelo como un ancla. O quizás la inexistencia de un horizonte. 
De repente, no había nada más allá de donde alcanzaba la vista. Solo luces como una paradoja de la oscuridad. 
Los campos habían desaparecido. Y la ciudad era una silueta recortada en el cielo. No oigo el compás de los pasos, ni el sonido de la tela de tu vestido al girar. Aquel vestido floreado está ahora encerrado en el armario. Te escucho reír dentro de mi cabeza. Te miro. Quisiera buscarte, pero no estás ni siquiera en un sueño del que despertar. 
Las calles siguen ahí. Desprovistas de vida. Los cristales guardan ahora nuevas historias. Ya no llegan cartas escritas a mano con sellos de colores. Y nadie se detiene a mirar los escaparates. 
En la distancia se oye a un perro ladrar. Cuando llegue a casa pondré aquel disco que juré no volvería a sonar. Revolveré entre los libros y las viejas revistas. Quizás saque una cerveza de la nevera o abra una botella de vino para llenar la copa. El whisky ahora no es una buena elección. 
Procuro guardar distancia con la televisión. Los noticiarios cuentan que todo va a salir bien, pero nada está bien. Dicen que volverá la normalidad, aunque hace tiempo que cambiamos la normalidad por la rutina. Y siguen los mismos, algunos con otra cara, peleando por un poder que nunca será nuestro. Inventan héroes y guerras donde solo hay personas haciendo su trabajo y tratando de sobrevivir. No es que importe mucho, pero apenas hay diferencias entre mañana y hoy. Contamos infectados, muertos y curados como si se tratara de una estúpida competición. Ignorando que no habrá ganador, ya todos hemos perdido, porque la única cuenta es la de un día menos o la de un día más. 
Un ruido seco confirma el cierre del contenedor, como queriendo avisarme de que he de regresar. Desando el camino en la misma soledad. Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Cierro la puerta. Otra oportunidad perdida para escapar.

lunes, 22 de julio de 2019

Sin palabras

Recuerdo su mano cogiendo la mía, apretándola; la mirada vidriosa, en parte por la emoción y en parte por la embriaguez, y aquella frase, “sin palabras”. 
Esa escena tuvo lugar muchas veces. Quizás por eso sigue vigente en algún lugar de mi cabeza. No siempre son necesarias las palabras, a veces es suficiente con un gesto o una mirada. 
Me viene a la cabeza ahora cuando la defunción del Manila es real. Ahora cuando ha bajado su persiana metálica y cuando solo queda el hueco donde antes estaba el paradisíaco cartel con su isla y su palmera, tan moderno en su día y tan feote en los nuestros. 
Pienso en aquellas tardes de invierno de los últimos años. Casi siempre sentados en la misma mesa. Junto a la ventana. Y si esa estaba ocupada, en la de al lado, junto a la pared. Yo tomaba un café con leche y él, café solo, café solo y copa o solo copa. 
Afuera ya había anochecido. En ocasiones hacía frío e incluso alguna de aquellas tardes llovió. Podíamos esperar a que escampara, no había prisa. Es una de las pocas ventajas de carecer de empleo, disponer de tiempo. 
Y sin embargo, delante del papel en blanco necesitas palabras. No solo para contarlo, también para pintar los gestos o la mirada. Esos gestos y esa mirada de complicidad, de entendimiento…., ese código no escrito que se elabora a través del tiempo compartido, de vivencias comunes; ese código que no necesita traductores y que es de difícil comprensión para terceros. 
A la mitad del papel en blanco, más o menos, suena en la radio la “Canción triste” de Lou Reed. “Sad song, sad song, sad song...”. El bueno de Lou también necesitaba las palabras, aunque él siempre fue capaz de rellenar los papeles en blanco sin ellas. Apostaría a que nadie le miró a los ojos y apretándole la mano le dijo “sin palabras”. 
Eso es cuando ya está todo o casi todo dicho. O cuando no merece la pena gastar palabras sobre algo que has visto o has oído. Comportamientos, actitudes, comentarios, aseveraciones…, demostraciones públicas que retratan al que tienes enfrente o al lado y que por prudencia o hastío o por ambas cosas y muchas más prefieres obviar. 
Quizás se trate solo de compartir el silencio. De dejar descansar las palabras por un instante. Mirarte a los ojos y valorar lo efímero. Tender un puente con fuertes anclajes en ambos lados. Y cruzarlo. Recorrer el camino en ambos sentidos, consciente de que no hay peligro de caer porque siempre estás asido de su mano.

sábado, 8 de septiembre de 2018

La fuente



La cabeza tiene esas cosas. Sin saber muy bien porqué te hace pensar y te fija una imagen que en apariencia poco tiene que ver con ese pensamiento. 
La realidad es que después de tres semanas de laboro intenso hacía yo un balance sobre la marcha de esos que probablemente te aconsejan no hacer, porque pone de manifiesto la vacuidad imperante en distintos ámbitos y niveles. El caso es que me vino a la cabeza la imagen de la fuente de piedra del patio. Y mientras bajaba precisamente hacia el patio, sin saber muy bien la causa o quizás sí, me preguntaba si el próximo mes de septiembre volveríamos a encontrarnos.
Acaba de abandonar el palacio un grupo de turistas y los alumnos están en las dos aulas donde se imparten las dos últimas actividades docentes de este estío, así que estamos solos la fuente y yo. En silencio, porque yo no articulo palabra y el agua no brota en ella. Ambos debemos tener los circuitos en reposo. 
La contemplo en su aparente soledad en el centro del patio. Y digo aparente porque los cuatro naranjos la acompañan como guardias de corps que estuvieran dispuestos si fuera necesario a dar un paso para protegerla con sus vegetales vidas. Pienso que la verdad está en la piedra, porque hasta el agua miente en su falso brotar prediseñado. 
Septiembre siempre es un mes de tránsito. De final y principio. Este año hasta el tiempo ha querido acentuar esa condición de cierre de temporada y los rayos de sol se han ocultado para dejar paso a las nubes que anuncian abundantes lluvias. Ha sido un verano largo. Muy largo. Demasiado largo. 
En unos minutos me voy a ir. Y todo habrá terminado. La euforia de los números volverá a embriagarnos. Me pregunto si no seremos un cíclope con pies de barro que hace irrelevante al mismo Ulises. 
Con la imagen aún viva de la fuente de piedra en mi cabeza llega la noticia de la muerte de Ceesepe. Ahora la fuente es Loquillo:

“Solo hay un secreto que me lleva hasta aquí. 
Que ha muerto el silencio en las calles de Madrid. 
Alma de Ceesepe late muy dentro de ti. 
Piérdeme. La muerte será dulce aquí en Madrid”.

Al final nos iremos de todos. Pero la pérdida no será la misma. Con Ceesepe se va una forma de mirar especial y única. Una mirada que está en sus pinturas y en sus ilustraciones y que ahora se apaga. De aquella época cuando éramos jóvenes y que ya no volverá. De aquella Movida luego idealizada y algo deformada. 
Algunos de ustedes ya lo saben, cuando se trata del alma me agarro a Jodorowsky. Que la ‘esencia’ de Ceesepe no nos abandone. DEP artista.

jueves, 30 de junio de 2016

La voz de cera

Escucho la voz de cera derretirse y espero que el viento me traiga su flor blanca. No entierro semillas para que nada crezca y siempre revuelvo el cajón en busca de relojes que marcan el tiempo al revés, dibujando con sus manecillas la incertidumbre; el ángulo desde el que me debato entre darle cuerda o aplastarlo contra el suelo. 
Pinto con un trazo de fragilidad la línea indeleble que separa la cordura de eso que llaman locura. Marcando con la cabeza, a izquierda y a derecha, a derecha y a izquierda, el tic-tac de ese reloj que sigue marcando el tiempo al revés. 
Abro la garganta y brota la llama de una vela condenada a la oscuridad. Y siento como se extingue con el soplo del viento que aspira a apagar también la voz. 
Fluye la cera por esa garganta para modelar palabras, quejidos y suspiros, mientras esboza la sombra de la amenaza del silencio. 
No hay que saber leer las hojas del té, ni siquiera interpretar el vuelo de las aves para adivinar que la voz derretida nunca callará en lo más profundo, reservada solo a aquellos que logren traspasar la línea. Rotos. Sin esperanza. 
Hundidas las manos en la tierra, se sienten los gusanos deslizándose entre los dedos e imagino la sonrisa perpetua de la calavera de aquellos que nunca supieron reír. La última mueca es un guiño a la memoria. 
Y es la pérdida la que nos lleva al silencio, ahoga las voces y las encierra en la cabeza para convertirlas en un enigma. 
La cerilla al prender devuelve el brillo a la mirada por un instante y se agitan los demonios ante la perspectiva de ser derrotados en una batalla que no rehuyen y es eterna. 
Enmudecido, apenas exhalo por la boca entreabierta el humo que desprende la cera derritiendo la voz. El silencio es el vacío. La nada.

lunes, 18 de enero de 2016

La soledad del náufrago

Desde lo más alto de la isla se contempla un mar que parece infinito. De repente, quieto; azul, muy azul, y solitario. Ni siquiera se ven las otras islas, como si hubieran desaparecido engullidas por ese mar; como si los puentes y su construcción carecieran ya de significado y la isla fuera el laberinto de la soledad. 
Caminos reales y ficticios. Veredas descendentes y ascendentes. Sendas que en esencia no conducen a lugar alguno y que bien pudieran ser las venas de la isla o las cicatrices de aquellos que alguna vez la habitaron.
Flancos delineados por árboles y arbustos que convierten los caminos en un mismo camino y riachuelos de agua que serpentean por ese camino y fluyen intermitentes como los pensamientos extraviados. Igual que los pasos, perdidos en su andar y desandar para moldear las huellas de la derrota. 
A pesar del ronroneo del mar, del silbido de las aves y del aullar del viento cuando sopla, en la isla se impone el silencio; solo alterado por el canto desafinado y algún grito desesperado de su habitante en su lucha por discernir qué territorio pisa y donde está el límite que fija el paso de la cordura a la locura. Y lo que es vital o al menos lo aparenta, si hay retorno. 
Desde lo más alto de la isla se puede tener la tentación de dominar el mundo. Ese universo particular rodeado de agua, donde la única norma es la supervivencia. Y sin embargo, es desde esa altitud desde donde se adquiere consciencia de lo profundo del abismo y de la vulnerabilidad del que camina por el borde del precipicio. Esa misma consciencia empuja al convencimiento de que lo importante no es caer, sino lo que dura la caída. Pero no ayuda a despejar la incógnita de si tras la caída existe la posibilidad de levantarse. 
La soledad es el mejor abono para la nostalgia. De lo que se tuvo y de lo que no se tendrá. De lo que se dejó caer porque se creyó un lastre y de aquello que nunca formó parte del equipaje. Y en su laberinto, la melancolía le gana la partida a la esperanza. 
Desde lo más alto de la isla las carcajadas parecen truenos agitados por el viento. Pero no presagian tormentas. Y tampoco alimentan el silencio del engaño o la mascarada. Solo son la expresión desbordada del habitante solitario que no pierde el brillo en los ojos al contemplar el mar, con la sabiduría de quien no espera, pero tampoco renuncia a ver la vela de ese barco que romperá el silencio; aunque es improbable que acabe con la soledad del náufrago.

miércoles, 13 de enero de 2016

La palabra exacta

Escribe Luis María Anson sobre el poeta Santiago Castelo en El Cultural (8-14 de enero de 2016) y recuerda versos de su último libro “La sentencia”; entre ellos esta confesión: “Siempre anduve a la búsqueda de la palabra exacta”. 
Esa búsqueda llegó hasta el final de sus días, como demuestra este poemario que escribió en las últimas semanas de su vida tras informarle el médico de que en esta ocasión el cáncer había vencido y como el poeta subraya “vivir muere en nosotros tan deprisa que la luz de un segundo se convierte en una eternidad soñada y no vivida”. 
Me quedo entre otras cosas con esa 'búsqueda de la palabra exacta'. El anhelo de cualquiera que escribe. Aquella palabra precisa para la que Silvio Rodríguez reclamaba, en otro contexto, su fin. 
Uno piensa en aquellas ocasiones en que no eligió bien las palabras, ni para escribir ni para hablar. O en aquellas otras en que impuso el silencio. Porque el silencio siempre es una imposición y una negación de la palabra adecuada. 
Y también piensa en el proceso de búsqueda. En esa liturgia de abrir el baúl, observar las palabras en su interior y atrapar aquellas que sean inapelablemente exactas. 
Puede entenderse esa búsqueda como reflejo de perfeccionismo y otorgar al buscador de palabras exactas la condición de perfeccionista y desde ésta, la de insatisfecho. No digo que no, pero también creo posible contemplar esa búsqueda como constatación de lo contrario, la imperfección del que busca, que también conduce a la insatisfacción y dibuja una existencia donde habita la duda. Y es esa ausencia de la certidumbre la que nos empuja a la búsqueda, que aunque puede provocar insatisfacción, no es menos cierto que también satisfará al buscador en cada ocasión en que logré encontrar la palabra precisa. 
Todo ello, sujeto a la arbitrariedad de quien escribe o habla y de quien lee o escucha. Y aún así es innegable el reto que supone tal empresa.
No es extraño pues que en estos “poemas de la consumación” (dixit Anson), Santiago Castelo revele ese camino de búsqueda, una aventura que dura toda una vida.

sábado, 21 de noviembre de 2015

La oscuridad de las palabras

Las palabras no mienten. Somos las personas quienes las convertimos en huecas, en palabras vacías. Somos las personas quienes las utilizamos fuera de contexto o las desposeemos de su significado por conveniencia.
Siempre están a nuestro alcance y nos enseñaron a emplearlas correctamente. Incluso aprendimos a hacer uso de la metáfora para decir lo mismo de distintas formas. 
Pero las empleamos de manera interesada y las hacemos caducas. Convertimos el hasta pronto en un adiós, el sí en un no, el siempre en un nunca y el quizás en el instrumento del engaño, del autoengaño.
Sobre el quizás se sustenta la esperanza que lleva a la desesperanza y se levantan los sueños que saben a fracaso. Y el todavía ya es ayer, para hacer de la prudencia la máscara del idiota y de la paciencia la señal de la indiferencia. 
Vapuleamos las palabras, las manipulamos para conformar el argumento de la justificación y desprovistas de sentido las sumimos en la oscuridad. 
Apagados los candiles, descubrimos que tras los cristales cohabitan el silencio y el mundo interior. Y al otro lado de la ventana caen las primeras gotas de lluvia, preámbulo del frío, la nieve y el hielo. Como la vida misma.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Los muros de cristal

Hay muros que no caen nunca. Sempiternos e invisibles se alzan ante uno con la única función de interponerse, no para evitar que pueda alcanzarse lo que hay al otro lado sino para recordar porque fueron levantados. 
Son muros que no pueden ser derribados. Inmunes a la demolición. Tampoco pueden ser escalados, ni bordeados. Es decir, que parecen infranqueables, pero que incomprensiblemente tienen la capacidad de desplazarse de manera que te evitan la sensación de asfixia y no te sitúan entre la espalda y la pared. 
Están siempre ahí, y a diferencia de los demonios con los que se aprende a convivir, los muros no dan tregua. Siempre en medio, con esa apariencia de fragilidad que da el cristal y la dureza del diamante.
Levantados con lo extraviado, con lo que se dejó marchar y no se pudo o no se quiso conservar, con un pasado idealizado que murió en el mismo momento en que se convirtió en presente y que persiste por la renuncia a digerirlo y el hábito de volver la vista atrás. 
Muros sustentados en las viejas heridas que nunca cicatrizaron bien, las mismas que mutaron de argumento a excusa para acabar siendo el mayor de los engaños: el silencio. 
Sólidos muros, que no constituyen fortaleza alguna, pero que delimitan una prisión imaginaria; sin escapatoria, porque no existe intención de escapar. 
Son muros que piden a gritos la llegada de una primavera, una ventana que se pueda abrir o las pinceladas de un artista. Una luz que permita un resquicio a aquellos que saben esperar, a aquellos que creen que todavía merece la pena buscar. 
Y sin embargo, en ellos descansa la escarcha del invierno; la misma escarcha que como las nieves perpetuas reposa en la cabeza y en el corazón.

lunes, 29 de agosto de 2011

Ladridos

Dicen que el silencio es obligado, o debería serlo, para quien no tiene qué decir. Y sin embargo, rara vez se refugian en él aquellos que estarían mejor callados y sí lo hacen quienes merecen ser escuchados y aquellos otros de los que se espera que no callen.

Es refugio voluntario, al que se acude en ocasiones por la necesidad de la reflexión. En un proceso de búsqueda que no siempre se culmina con éxito. Una travesía que lleva a la orfandad a aquellos habituados a escuchar al que voluntariamente ha callado y que sumido en esa búsqueda permanece ajeno a ese desamparo.

Hasta que se rompe el silencio. Y de nuevo brotan las palabras, sin que en apariencia se conozcan las causas del refugio en el silencio y de su posterior ruptura.

Conocedores sólo de que oír de nuevo al otrora silencioso nos llena de sosiego y de que su voz apaga los ladridos que cada vez con más frecuencia sustituyen a las palabras.

viernes, 7 de enero de 2011

Agoreros

Los agoreros de la caverna siguen empeñados en pintar de negro el porvenir. Dedican el hoy a negarnos un mañana. Y ni siquiera la llegada de un nuevo año o el final de uno difícil de olvidar les permiten abrir las ventanas para al menos decolorar sus negros presagios.
No hay tregua. Rechazan la existencia del ave fénix, a la par que por si acaso pisotean las cenizas, mientras engalanan a buitres y cuervos con las plumas del águila real y jalean al mirlo blanco como poseedor de la solución universal a nuestros problemas.
Ni ellos mismos se lo creen, salvo los extraviados sin remedio. Y aún conscientes de que se les acaba el tiempo, persisten en su negra letanía de lo venidero como método infalible para llenar las arcas y emular el sueño del poder.
Presumen de notarios de la realidad, pero no pueden esconder o disimular su semejanza con la pitonisa de barraca de feria, ni ese aire de adictos a la guija. Y sin embargo, suman adeptos que esparcen la semilla del Apocalipsis como papagayos.
Maestros de todo, elaboran en la rebotica de la razón la fórmula magistral para librarnos de la ‘maldad’ con nombres y apellidos, pero tienen la precaución de no ingerirla porque saben que están los primeros en la lista del desalojo.
Vociferan. Con la esperanza de que confundamos sus gritos con la melodía, porque inútiles para cantar el futuro, graznan para ensombrecerlo. Enemigos declarados de la pausa y prófugos del silencio. Si al menos se mordieran la lengua.

martes, 14 de diciembre de 2010

Llanto por Enrique Morente

La muerte se ha llevado la voz de plata del duende, para que le cante al oído poemas de García Lorca y de Miguel Hernández. El Albayzín derrama lágrimas que bajan como campanillas tintineando por las calles empedradas. Y hasta Omega, la o griega, ha quedado huérfana.
Hablar de Enrique Morente o de Miguel Ríos en Granada son palabras mayores, pues se reparten cumplidos como artistas y como personas. Y hoy del Sacromonte al Generalife, del Paseo del Darro a la Plaza Bib-Rambla el aire sopla la mala nueva y deja en los labios una plegaria, a sabiendas de que ha mermado la sal de la tierra.
Ciego el sol, las nubes tapan esta noche la Alhambra y la luna esconde la cara en los neveros de Sierra Nevada, quizás buscando el quejío que ya no traerá el alba.
Morente se ha ido de forma prematura y todo apunta a impericia profesional, aunque la muerte no entiende de las estaciones de los hombres. Llega y te lleva, con anuncio previo o sin aviso. De frente o a traición. Irremediablemente nos silencia.
Descansa el maestro. Llora Granada. Enmudecen las voces búlgaras. Se para el tiempo de los gitanos. Y la aflicción es ahora el visible patrimonio del flamenco. El llanto augura el duelo. Y después, el silencio.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cicatrices

Hay quien gusta de presumir de cicatrices. De las que se dibujan en la piel. En algunos casos por el mero hecho de haber sobrevivido. Y en otros, como simple recordatorio de lo acontecido, un accidente, una intervención quirúrgica, un percance profesional, una noche canalla… Pero hay cicatrices de las que no se presume, esas cuyas costuras en la piel son la memoria del horror y aquellas otras que no se ven.
Esas cicatrices a pesar de no ser visibles se reflejan en ocasiones en el rostro, en los gestos y hasta en el andar. Creo que tienen cura, pero ignoro el tiempo necesario para cerrarlas y se que tienden a abrirse más de lo deseado. Puede que algunas devoren una vida para ser sanadas y por tomar distancia con el optimismo reconozco que algunas probablemente no se cierren nunca. Por eso muchas personas aprenden a vivir con ellas.
Las heridas que las produjeron son profundas y dolorosas. Tanto como la sima del miedo cuya puerta abrieron a las víctimas. Y sí, son necesarias manos y escalas a las que asirse para no ahogarse en esas profundidades. Y también es necesario romper el silencio. Y aún así no hay más juez o más médico que el tiempo.
De nada o de muy poco sirve el día señalado en el calendario una vez al año o el voceo del catálogo de los horrores, cuando el parlamento no alcanza para soluciones y hay conformidad simplemente con plasmar el momento; dejando huérfano el calvario de los 364 días restantes y apenas aplicando un bálsamo en las cicatrices de la piel, en esos costurones agarrados a ella como un ciempiés, y contribuyendo a la invisibilidad de las restantes.
Individualmente no somos responsables. Sólo lo es el que hiere, golpea, maltrata y asesina. Pero colectivamente participamos en colocar las piezas de ese puzzle cuya imagen completada nos degrada como sociedad; porque entre esas piezas están las de la justificación, las del silencio, las de las excusas, las de mirar a otro lado, las de la broma simpática y dañina… incluso las de hurgar en la herida, las que la abren y la hacen sangrar de nuevo.
Cuentan que hay quien gusta de no borrar las cicatrices del rostro porque imprimen carácter o por ser la marca externa de una estancia en el infierno, pero nunca escuché a alguien que confiara en construir el futuro con las cicatrices del alma. Quizás porque más que aprender a lamernos las heridas, deberíamos apostar por educarnos para que no se produzcan. Nunca hubo cicatrices sin heridas.

martes, 2 de febrero de 2010

La parábola del mudo

A veces es deseable el silencio. Sobre todo el ajeno. Y más cuando el que habla tiene poco que decir y cuando lo hace recurre a tópicos, frases hechas o palabras huecas. Todos en mayor o menor medida hemos deseado el silencio de algunos de los que hablan por lo vacuo de su exposición, por el tono o por el volumen de su voz.
Y sin embargo, en ocasiones a pesar de lo deseable del silencio hay que hablar. Hay que pronunciarse y no recurrir a la táctica del avestruz y esconder la cabeza en un imaginario agujero. Por cierto, uno de esos agujeros lo patentó Jordi Pujol, el honorable, con aquello de “No toca”. Y ahora con menos talento e imaginación, y también con escasez de honorabilidad, se recurre a la convocatoria sin preguntas ante la prensa (con el beneplácito de medios de comunicación y periodistas, que con su silencio otorgan) o al “no va a hacer declaraciones”.
Alguien puede sucumbir a la tentación de justificar el silencio con el hipotético manejo de los tiempos, dispar y cada vez más alejado de la demanda ciudadana. Como si comprásemos los relojes en distintos comercios y el ajuste horario fuese un desajuste. Nada más alejado de la realidad, el silencio evidencia carencias, desnuda al mudo y lo inhabilita ante la opinión pública, y más cuando se esperan palabras y sobre todo hechos y se obtienen parálisis y la callada por respuesta.
En esas ocasiones el silencio implica debilidad o incapacidad, máxime cuando previamente se ha aderezado con el reconocimiento de la carencia de criterio y con la asunción del vínculo hereditario padre-hijo como factor determinante en la línea sucesoria de tu sucursal política provincial (un hecho a todas luces impropio del siglo XXI que nos retrotrae en el tiempo al siglo XIX). Y debilidad e incapacidad son malas credenciales para un aspirante y elementos distantes de la administración del tiempo, la prudencia o el análisis.
Había una vez un tipo que se hacía pasar por mudo y a fuerza de no articular palabra se olvidó de hablar. Cuando quiso hablar, sólo logró emitir unos incomprensibles sonidos guturales, de modo que además de mudo, pensaron que era lerdo.
Sí un aspirante enmudece, se esconde en el silencio y renuncia a la palabra puede ocurrir que también le tomen por lerdo, que otros hablen por él o que cuando decida hablar no haya alguien dispuesto a escucharle.