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viernes, 25 de septiembre de 2015

Los muros de cristal

Hay muros que no caen nunca. Sempiternos e invisibles se alzan ante uno con la única función de interponerse, no para evitar que pueda alcanzarse lo que hay al otro lado sino para recordar porque fueron levantados. 
Son muros que no pueden ser derribados. Inmunes a la demolición. Tampoco pueden ser escalados, ni bordeados. Es decir, que parecen infranqueables, pero que incomprensiblemente tienen la capacidad de desplazarse de manera que te evitan la sensación de asfixia y no te sitúan entre la espalda y la pared. 
Están siempre ahí, y a diferencia de los demonios con los que se aprende a convivir, los muros no dan tregua. Siempre en medio, con esa apariencia de fragilidad que da el cristal y la dureza del diamante.
Levantados con lo extraviado, con lo que se dejó marchar y no se pudo o no se quiso conservar, con un pasado idealizado que murió en el mismo momento en que se convirtió en presente y que persiste por la renuncia a digerirlo y el hábito de volver la vista atrás. 
Muros sustentados en las viejas heridas que nunca cicatrizaron bien, las mismas que mutaron de argumento a excusa para acabar siendo el mayor de los engaños: el silencio. 
Sólidos muros, que no constituyen fortaleza alguna, pero que delimitan una prisión imaginaria; sin escapatoria, porque no existe intención de escapar. 
Son muros que piden a gritos la llegada de una primavera, una ventana que se pueda abrir o las pinceladas de un artista. Una luz que permita un resquicio a aquellos que saben esperar, a aquellos que creen que todavía merece la pena buscar. 
Y sin embargo, en ellos descansa la escarcha del invierno; la misma escarcha que como las nieves perpetuas reposa en la cabeza y en el corazón.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Escapatoria

Laberintos sin principio y fin, en cuyos senderos prende un fuego eterno que dura un instante. Camino de tentación para quien ve purificación en la entrega al fuego, para quien anhela las llamas de la pasión o para aquellos que se abrasan en ese instante sin escatimar en la renuncia.
Mazmorras de puertas inaccesibles, ventanas ciegas y cerraduras cuyas llaves parecen inalcanzables salvo para guardianes obedientes a la voz del amo.
Prebostes de nuevo cuño y miras pretéritas, emboscados en peñascos de ira y sinrazón, desde donde trazan la ruta de la involución al grito de ¡Muera el infiel!, mientras disimulan las astas en tocados y coronas.
El color cambia al blanco y negro, sin lugar para el gris o el sepia. Y la sangre se torna tinta y alcohol a borbotones, para expulsar palabras sin dueño, desbocadas entre el teclado y la pantalla.
Se levantan muros infranqueables sobre los que es inútil brincar, tras los que se esconden nuevos y más altos muros. Dispuestos como fichas sobre el tablero, dibujando un bosque impenetrable de piedra. Sin gateras.
Y cuando correr no sirve para moverse del sitio y al saltar no se despegan los pies del suelo, surge el espejismo de que esos muros se conviertan en lienzos sobre los que arte y rebeldía nos devuelven el color y esbozan escalas para encaramarse a ellos y dejarlos atrás, abandonando el tablero con la intención de comenzar otra partida con nuevas reglas de juego.
Y aún presos de los matices, respiramos porque vemos escapatoria.