viernes, 25 de septiembre de 2015

Los muros de cristal

Hay muros que no caen nunca. Sempiternos e invisibles se alzan ante uno con la única función de interponerse, no para evitar que pueda alcanzarse lo que hay al otro lado sino para recordar porque fueron levantados. 
Son muros que no pueden ser derribados. Inmunes a la demolición. Tampoco pueden ser escalados, ni bordeados. Es decir, que parecen infranqueables, pero que incomprensiblemente tienen la capacidad de desplazarse de manera que te evitan la sensación de asfixia y no te sitúan entre la espalda y la pared. 
Están siempre ahí, y a diferencia de los demonios con los que se aprende a convivir, los muros no dan tregua. Siempre en medio, con esa apariencia de fragilidad que da el cristal y la dureza del diamante.
Levantados con lo extraviado, con lo que se dejó marchar y no se pudo o no se quiso conservar, con un pasado idealizado que murió en el mismo momento en que se convirtió en presente y que persiste por la renuncia a digerirlo y el hábito de volver la vista atrás. 
Muros sustentados en las viejas heridas que nunca cicatrizaron bien, las mismas que mutaron de argumento a excusa para acabar siendo el mayor de los engaños: el silencio. 
Sólidos muros, que no constituyen fortaleza alguna, pero que delimitan una prisión imaginaria; sin escapatoria, porque no existe intención de escapar. 
Son muros que piden a gritos la llegada de una primavera, una ventana que se pueda abrir o las pinceladas de un artista. Una luz que permita un resquicio a aquellos que saben esperar, a aquellos que creen que todavía merece la pena buscar. 
Y sin embargo, en ellos descansa la escarcha del invierno; la misma escarcha que como las nieves perpetuas reposa en la cabeza y en el corazón.

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