viernes, 30 de agosto de 2013

Sin huellas de La Barraca

El nombre de Federico García Lorca sigue causando rechazo entre muchas personas y sectores de este país. Ni el tiempo transcurrido desde su asesinato, ni la brutalidad de su detención, encarcelamiento y posterior ejecución han servido para restañar el odio y el desprecio profesado por estas personas y sectores al poeta y dramaturgo granadino.
Por ello no es de extrañar que cualquier obra o proyecto relacionado directa o tangencialmente con él sea objeto de críticas y ataques por parte de estos detractores, cuyo mayor deseo es eliminar todo vestigio lorquiano. Y no se trata solo de aniquilar la obra de Lorca, además hay que socavar los valores que representan tanto su obra como su figura.
Este genocidio cultural, cuyos ejecutores no escatiman esfuerzos, ha elegido como víctima a “Las huellas de La Barraca”; un proyecto impulsado por la Acción Cultural Española (AC/E), basado en una idea del que sería su director, el catedrático de la Universidad de Murcia, César Oliva, y que retomaba la utopía de aquella otra Barraca de Lorca y Eduardo Ugarte de llevar teatro gratuito representado por estudiantes universitarios a las zonas rurales.
Durante 7 años, desde 2006, la utopía tornó en realidad y esta nueva Barraca ha dejado sus huellas en más de 600 pueblos de la geografía española, con la participación de 17 escuelas de arte dramático y aulas de teatro de Universidades españolas y americanas. En 2010, “Las huellas de La Barraca” recibía el Premio Dionisos de la UNESCO, según el jurado por “el apoyo al fenómeno del teatro universitario, el altruismo de los actores-estudiantes, la creación de nuevo público teatral y el fomento del teatro como bien cultural en territorios en los que por sus condiciones geográficas el arte escénico no posee un destacado arraigo”.
En 2013 la utopía muta a quimera, cuando el gobierno del PP argumentando “problemas financieros y cambios en los objetivos de AC/E” suprime el proyecto.
La Barraca desaparece de nuevo de los caminos y las carreteras españolas. No basta con eliminar a quien imprime la pisada, también hay que borrar la huella. Cae el telón. Y regresamos a las sombras: el hábitat de los exterminadores.


Imagen: Cartel de La Barraca, de Fernando Teixidor (www.huertadesanvicente.com).

sábado, 24 de agosto de 2013

Lagarto

En la ciudad que habito el lagarto pertenece al territorio de la leyenda. Pero también anduvo en boca y pluma de los poetas. Y como no, en manos de los artistas.
Artistas como Belin y José F. Ríos que fusionaron mirada y talento. Lagartearon y parieron una criatura que a ras del suelo fija la mirada en el horizonte, a modo de bienvenida, pero también como advertencia al viajero de que sobrevolando a la noche de los tiempos la ciudad preserva su guardián.
No hace mucho que estos y otros artistas liberaron sus criaturas en rotondas, avenidas y promontorios de la ciudad, dotándola de un aire de modernidad. Y sin embargo, esos tiempos parecen hoy muy lejanos. La involución abarca cualquier ámbito y transmite la sensación de que llevara instalada entre nosotros desde épocas pretéritas. Y ahora las rotondas y las vías de la ciudad acogen monolitos y monumentos de estéticas trasnochadas, muestra de un catetismo rancio que incluye homenajes que retrotraen a días de represión, a los tiempos de negritud donde la libertad y los derechos eran los bienes universales soñados que había que conquistar.
El arte también es una forma de compromiso. Y un depositario de la memoria. De modo que esas criaturas liberadas por sus creadores, los artistas, en diversos espacios públicos de la ciudad nos ayudan a recordar quienes fuimos y lo que no somos ni nunca seremos.
Y avivan la esperanza, lagarto, lagarto, de que el guardián no se aletargue y abra sus mandíbulas para engullir a los nostálgicos de la sinrazón.

viernes, 16 de agosto de 2013

Fracturas de estío

A veces las cosas vienen rodadas. Otras se tuercen. Porque tendrá que ser así. Sin más. Dos semanas de vacaciones dan para mucho o para poco, pero como mínimo sirven para abandonar el entorno habitual. Y aunque no soy de planificar, si es cierto que me gusta fijar algún destino más allá del sempiterno deambular sin rumbo y sin prisa por calles y plazas.
Este año era fácil y llevaba meses marcado en el calendario, fin de semana del 9 de agosto exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía de Madrid. Han salido muchos soles y caído muchas lluvias desde que asistí a una de las exposiciones para mí más completa que han tenido a Dalí como protagonista; fue hace más de 20 años en el Museo Español de Arte Contemporáneo, el viejo MEAC de Madrid ahora cerrado. Menos tiempo ha transcurrido de la visita al triángulo daliniano compuesto por el Museo de Figueras (Lleida) y la casa de pescadores de Port Lligat y el castillo de Púbol, ambos en Girona. Pero no pudo ser, las entradas estaban agotadas. Y aunque había programada alguna visita gratuita por la tarde, la sola imagen de una larga cola de gente esperando me hizo desistir.
A fin de cuentas tampoco era la primera torcedura de estas vacaciones. En Barcelona había previsto una visita para conocer la ampliación del Museo Picasso y por diversas causas se frustró. De igual manera que la irrupción de tormentas en la Costa Brava arruinó los planes de desplazarse hasta Calella de Palafrugell, rincón de habaneras colindante a la cuna de Josep Plá.
En Madrid sufrí dos fracturas más, una exposición fotográfica de los ochenta en la calle Serrano y la experiencia de una representación de microteatro. Compuesto y sin ambas. Agosto, con sus ventajas e inconvenientes en las grande ciudades, cobra su peaje.
No había hecho planes, pero me estaba saliendo todo como el culo. No obstante, tres salidas nocturnas en Barna, con acierto en la elección de dos nuevos restaurantes, Pepa Tomate en Gracia y Salero en El Borne, y un garito de copa a dos cuadras de La Pedrera; el shopping y las calles de Madrid y abundante lectura salvaban mis vacances, pero las fracturas habían provocado un evidente vacío.
Pensé en dar una vuelta de domingo en la mañana por el Rastro. Y entonces recordé el Museo Romántico. Durante algunos años viví en una perpendicular a la calle San Mateo, donde se halla el museo. No había vuelto a visitarlo desde entonces, entre otras razones porque ha permanecido 8 o 9 años cerrado por reforma. Ni siquiera sabía si estaría abierto el domingo, pero era mi decisión. Cafelito en el Comercial y visita al museo, al que el afán reformista ha cambiado el nombre y ahora se denomina Museo del Romanticismo. Cambió mi suerte, estaba abierto y además la entrada era gratuita. Adiós a las fracturas y a su vacío. Retroceso en el tiempo, exotismo, los retratos de los Madrazo, las sátiras de Alenza, el costumbrismo de Pérez Villaamil, el San Gregorio de Goya y como no, Don Mariano José de Larra. Ha perdido el nombre, pero ha ganado un acogedor patio-jardín. Y aunque conserva el sabor, ahora se parece más a otros museos. A lo que se ve no solo agosto cobra peaje, también el reformismo. Pero me sigue gustando este museo, que para mí siempre será Romántico y siempre acaba en Larra.
Como remate, media pinta de cerveza negra en La Ardosa y un pinchito de chipirón. Combustible para deambular y placebo para las fracturas. Tampoco estaba planificada, pero la mañana salió redonda.
 
Foto: Fachada del Museo del Romanticismo en Madrid.

lunes, 5 de agosto de 2013

El Salambó


El Café Salambó es un templo de la cultura que pervive en el barrio de Gracia. Probablemente muchos de sus clientes ignoran este hecho y acuden a él como a cualquier otro lugar; sin saber que este local barcelonés durante casi una década otorgó el único premio de narrativa en España concedido por los propios escritores.
En 2009 dejó de concederse el galardón y solo quedan como vestigio las numerosas crónicas de esa época y una aceptable galería fotográfica en las paredes de este Café en cuyos marcos quedaron atrapados, entre otros, Manuel Vázquez Montalbán, José Manuel Caballero Bonald, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Maruja Torres, Juan Eduardo Zúñiga o Abilio Estévez.  Y por supuesto, quedan los premiados.
A mí el Salambó me suena a Salambo y por tanto a Mogambo, me evoca el cacao y el café y aquellos viejos anuncios de la niñez adornados de nombres e imágenes exóticas. Y nada más exótico para un niño que el África de tribus salvajes, de animales en paisajes infinitos y del gran mono blanco; aquel Tarzán creado por Burroughs e inmortalizado en la pantalla de cines ya en su mayoría desparecidos, muchos de verano, en los que el programa doble lo copaban las del Oeste, las del Zorro, las de Cantinflas, las de romanos y como no, las de Tarzán.
Me gusta ir, ya sea en invierno o verano, pasada la media noche, cuando la gente ya ha terminado de cenar y muchos están ya de retirada. Sentarme en uno de esos bancos de listones de madera dispuestos en la zona central del local y observar mientras saboreo un Juanito el andariego con agua de Vichy.  Pienso en aquellas veladas en las que durante casi una década un grupo de 15 escritores elegía quién sería el premiado. Noches donde se mezclaban el tabaco y el alcohol con una animada conversación; cuando la palabra no era vacua y había gente dispuesta a emplearla, para hablar, para escribir o para escucharla.