A
veces las cosas vienen rodadas. Otras se tuercen. Porque tendrá que ser así.
Sin más. Dos semanas de vacaciones dan para mucho o para poco, pero como mínimo
sirven para abandonar el entorno habitual. Y aunque no soy de planificar, si es
cierto que me gusta fijar algún destino más allá del sempiterno deambular sin
rumbo y sin prisa por calles y plazas.
Este
año era fácil y llevaba meses marcado en el calendario, fin de semana del 9 de
agosto exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía de Madrid. Han salido muchos
soles y caído muchas lluvias desde que asistí a una de las exposiciones para mí
más completa que han tenido a Dalí como protagonista; fue hace más de 20 años
en el Museo Español de Arte Contemporáneo, el viejo MEAC de Madrid ahora
cerrado. Menos tiempo ha transcurrido de la visita al triángulo daliniano compuesto
por el Museo de Figueras (Lleida) y la casa de pescadores de Port Lligat y el
castillo de Púbol, ambos en Girona. Pero no pudo ser, las entradas estaban
agotadas. Y aunque había programada alguna visita gratuita por la tarde, la
sola imagen de una larga cola de gente esperando me hizo desistir.
A
fin de cuentas tampoco era la primera torcedura de estas vacaciones. En
Barcelona había previsto una visita para conocer la ampliación del Museo Picasso
y por diversas causas se frustró. De igual manera que la irrupción de tormentas
en la Costa Brava arruinó los planes de desplazarse hasta Calella de Palafrugell,
rincón de habaneras colindante a la cuna de Josep Plá.
En
Madrid sufrí dos fracturas más, una exposición fotográfica de los ochenta en la
calle Serrano y la experiencia de una representación de microteatro. Compuesto
y sin ambas. Agosto, con sus ventajas e inconvenientes en las grande ciudades,
cobra su peaje.
No
había hecho planes, pero me estaba saliendo todo como el culo. No obstante, tres
salidas nocturnas en Barna, con acierto en la elección de dos nuevos
restaurantes, Pepa Tomate en Gracia y Salero en El Borne, y un garito de copa a
dos cuadras de La Pedrera; el shopping
y las calles de Madrid y abundante lectura salvaban mis vacances, pero las fracturas habían provocado un evidente vacío.
Pensé
en dar una vuelta de domingo en la mañana por el Rastro. Y entonces recordé el
Museo Romántico. Durante algunos años viví en una perpendicular a la calle San
Mateo, donde se halla el museo. No había vuelto a visitarlo desde entonces, entre
otras razones porque ha permanecido 8 o 9 años cerrado por reforma. Ni siquiera
sabía si estaría abierto el domingo, pero era mi decisión. Cafelito en el
Comercial y visita al museo, al que el afán reformista ha cambiado el nombre y
ahora se denomina Museo del Romanticismo. Cambió mi suerte, estaba abierto y
además la entrada era gratuita. Adiós a las fracturas y a su vacío. Retroceso
en el tiempo, exotismo, los retratos de los Madrazo, las sátiras de Alenza, el
costumbrismo de Pérez Villaamil, el San Gregorio de Goya y como no, Don Mariano
José de Larra. Ha perdido el nombre, pero ha ganado un acogedor patio-jardín. Y
aunque conserva el sabor, ahora se parece más a otros museos. A lo que se ve no
solo agosto cobra peaje, también el reformismo. Pero me sigue gustando este
museo, que para mí siempre será Romántico y siempre acaba en Larra.
Como
remate, media pinta de cerveza negra en La Ardosa y un pinchito de chipirón. Combustible
para deambular y placebo para las fracturas. Tampoco estaba planificada, pero
la mañana salió redonda.
Foto: Fachada del Museo del Romanticismo en Madrid.
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