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viernes, 7 de octubre de 2016

El Callejón de los Dientes

Es sabido que como gato me gustan los callejones más que los palacios. Aunque no desdeñe de vez en cuando la visita a algunos de estos últimos. Pero si me dan a elegir prefiero deambular por los callejones, en la mayoría de las ocasiones sin rumbo, sin prisa, dejando que el sol me acaricie el lomo y cuando amenaza con abrasarme refugiarme en la sombra. 
Conozco pues muchos callejones en distintas ciudades y pueblos. Otros por los que nunca he deambulado me han llamado la atención por su nombre, por su ubicación, por sus construcciones, su trazado o cualquier otra característica. 
Ese es el caso del Callejón de los Dientes en Baeza. Había pasado muchas veces por el acceso más cercano a la iglesia de Santa Cruz y siempre me había quedado mirando el nombre y esbozando una mueca, puede que media sonrisa. Pero nunca me había aventurado por su interior. 
Hasta el jueves, cuando junto a dos compañeros lo recorrimos de principio a fin para atajar. Muere en la Plaza Santa Clara, porque a diferencia de los callejones cubanos, que son ciegos, este Callejón de los Dientes, como muchos otros en España, tienen dos accesos, que se usan indistintamente como entrada o salida dependiendo de la dirección a la que el caminante dirige sus pasos. 
Llama la atención por su nombre. No solo a mí, a cualquiera que pase por alguno de sus extremos y contemple la placa con su denominación. De hecho recuerdo que durante el Congreso conmemorativo del centenario de la llegada de Antonio Machado a Baeza, el ya desaparecido Manuel Urbano, tras un paseo por el casco histórico, dedicó un artículo a este callejón en Diario JAÉN.
Como buen callejón, el de los Dientes es estrecho y cuenta con una leve pendiente, casas de piedra o de paredes encaladas y hasta dibuja en su trazado un breve zigzag. 
Desconozco cuál es el origen de su nombre, pero me hizo recordar la Calle del Marfil en el centro de Madrid, tiempo después denominada Calle Pérez Galdós, y que recibía su nombre porque en ella vivían varios sacamuelas que tras prestar sus servicios arrojaban la pieza extraída a una corriente de agua que atravesaba la vía. Habría que depositar muchos dientes y muelas para cubrir aquel lecho de agua y transformar aquella calle en un manto blanco y brillante de marfil, de modo que supongo que sería más bien una escena grotesca donde los dientes desprovistos de bocas y maxilares y privados de la capacidad de morder salpicarían como guijarros blancos el agua, mezclada con la sangre escupida por aquellas mismas bocas desdentadas. 
Me gusta pensar que el Callejón de los Dientes recibe ese nombre porque en algún momento apareció ante el caminante como una boca profunda en la que las sombras perfilaban unos afilados dientes y adentrarse en él era como ser devorado por mitológicas bestias, por imaginarios seres de fauces sin fin y dientes como cordilleras que desgarraban la piel y llegaban hasta los mismos huesos. 
Claro que también podría ser un callejón de la felicidad, una especie de paraíso urbano donde los dientes brillasen para esbozar una sonrisa perenne. 
Me preguntó si habrá también un callejón de la boca, de la lengua o un callejón de labios ardientes.

viernes, 25 de marzo de 2016

El vermut

La pistola de pan, en la panadería al lado de La Moderna, el bar donde escribía sus poemas José Hierro; “El País”, en el kiosco de la calle Gutenberg, frente a Yemen y junto a la boca del metro; y el vermut, en Bodegas Casas. 
Era lo habitual muchos festivos y los fines de semana. Había que tenerle tomada la medida al vermut. Nada que ver con el Martini o similares, éste era de grifo, creo que procedía de Reus, y con sifón, acompañado con aceituna y anchoa, pero fuera del vaso, que aquel pescado ya había nadado todo lo que debía nadar. Lo aconsejable era no tomar más de tres si después ibas a continuar con las cervezas en el bar de Charlie, en los Hermanos o en cualquier otro del barrio. 
En Madrid no hay mucha tradición de Semana Santa y aunque salen procesiones, ni son multitudinarias, ni atraen turismo. Es más, lo normal es que por esas fechas la ciudad se vaciara, de forma que los que permanecían en ella podían disfrutar en esos días de una ciudad habitable, donde podías elegir sin problema de agobios y espera los lugares a donde querías ir. Sin bulla y sin dificultad para circular y aparcar o coger un taxi libre por la noche. 
Era agradable cruzar la calle, entrar en Bodegas Casas y pedir un vermut después de alcanzar el mostrador que siempre era tarea ardua por la cantidad de parroquianos que coincidían allí a esas horas del mediodía, para salir a la puerta a beberlo sin prisa. Al sol, dejando que sus rayos y el vermut adormecieran los sentidos. 
Lo malo era cuando había que practicar un nuevo slalom para llegar a la barra y pedir la siguiente ronda. Es difícil precisar dónde se hallaba la mayor dificultad, si en llegar hasta la barra de zinc para pedir o en regresar con los vasos de vermut y la pequeña fuente blanca con las aceitunas y su anchoa prendidas con un palillo esquivando cuerpos hasta una de las puertas abiertas para pisar de nuevo la calle y permanecer de pie en la acera en aquel trozo ganado al sol. 
El Sur es más de cervezas. Rubias con espuma para apagar la sed y engañar al calor. Pero en la ciudad que habito encontré mi vermut. En el antiguo Peralta de la plaza San Agustín, con su barril en la puerta y al sol; para recrear aquel adormecimiento a pachas entre el vermut y el sol de unas décadas atrás. 
Pero como pocas cosas perduran más de lo necesario, el dueño ha decidido mudarse. Y La perola de la abuela, que así se llama el bar, ha cambiado su esquina por otra en el barrio de San Ildefonso donde por ahora los rayos del solo no logran tocar el barril de la puerta, ni siquiera acercarse. 
Dice el dueño que es cuestión de tiempo, que hay que esperar, pero que los rayos llegarán a la puerta. No digo que no, pero me da que la sombra de la iglesia de enfrente es más alargada que la de los cipreses y el barril permanecerá umbrío. Y me obligará a tomar de nuevo la medida al vermut; a incrementarla para adormecer los sentidos, como entonces, pero sin sol.

sábado, 24 de enero de 2015

Atocha, 55

Los puños de los viejos camaradas rozan el cielo para mantener vivo el recuerdo. Atocha, 55. 38 años después sigue habiendo demasiadas preguntas sin respuesta.
Tenía casi 12 años y mi colegio, el San Estanislao de Kostka (SEK), estaba en la calle Atocha, 45. Unos portales más allá de aquel en el que aquella tarde-noche de enero de 1977 fueron asesinados 5 abogados laboralistas y otros cuatro resultaron heridos. Como es sabido eran militantes del Partido Comunista de España (PCE) y miembros del sindicato Comisiones Obreras (CC OO) y fueron asesinados por pistoleros de la ultraderecha.
Aún recuerdo la mancha de sangre oscura en el suelo, junto a unos claveles rojos, y dos maderos en la puerta haciendo guardia. Era el día siguiente de los asesinatos. Aquel Madrid de final de los setenta y principios de los ochenta era el principal escenario de unos años de plomo en los que su banda sonora eran las bombas, los tiros en la nuca, las manifestaciones en las que los disparos al aire acertaban a enanos y las sirenas de la policía.
Era muy joven, pero en ese hábitat se despertó de forma prematura mi conciencia política. Esa que nunca me ha abandonado, pero que con el paso del tiempo me ha convertido en un descreído. Nunca he renunciado a soñar, pero dejé de creer; consecuencias lógicas de darte de morros con la realidad.
En mi casa se abrieron las ventanas a aquellos aires de cambio político, así que además de la libertad de pensamiento y expresión me alimentaron con los periódicos y revistas de la época. Leía El País, Cambio 16 e Interviú, y sí, también me deleitaba con las chicas en bolas de la portada y las páginas interiores. Eran un regalo para un adolescente. Podía haber estudiado Derecho, pero aquel Madrid de la Transición influyó de forma decisiva en que me convirtiera en periodista.
A finales de los 90 la vida me hizo un guiño y me devolvió a la calle Atocha, a un viejo edificio del número 26 con ascensor de jaula y madera, cuyos pisos habían mutado en oficinas, entre las que se encontraba la de la UCE y la redacción de su revista Ciudadano. De nuevo realizaba el mismo recorrido en el metro, Menéndez Pelayo-Antón Martín, aunque con una estación más, Atocha-Renfe. La confitería El Globo era ahora un Burger King, pero la farmacia del mismo nombre seguía ubicada en el mismo lugar. Mi antiguo colegio en el 45 es ahora una casa de vecinos y tampoco existe ya el cine Consulado en la cera opuesta. Se mantiene la iglesia de San Sebastián, donde descansan los restos del Fénix de los ingenios. El número 55 había cambiado su vieja puerta, y en una de sus jambas luce una placa de mármol en recuerdo de los abogados asesinados. Yo sigo viendo aquella mancha oscura de sangre y las flores en el suelo. En la memoria. Siempre.

viernes, 16 de agosto de 2013

Fracturas de estío

A veces las cosas vienen rodadas. Otras se tuercen. Porque tendrá que ser así. Sin más. Dos semanas de vacaciones dan para mucho o para poco, pero como mínimo sirven para abandonar el entorno habitual. Y aunque no soy de planificar, si es cierto que me gusta fijar algún destino más allá del sempiterno deambular sin rumbo y sin prisa por calles y plazas.
Este año era fácil y llevaba meses marcado en el calendario, fin de semana del 9 de agosto exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía de Madrid. Han salido muchos soles y caído muchas lluvias desde que asistí a una de las exposiciones para mí más completa que han tenido a Dalí como protagonista; fue hace más de 20 años en el Museo Español de Arte Contemporáneo, el viejo MEAC de Madrid ahora cerrado. Menos tiempo ha transcurrido de la visita al triángulo daliniano compuesto por el Museo de Figueras (Lleida) y la casa de pescadores de Port Lligat y el castillo de Púbol, ambos en Girona. Pero no pudo ser, las entradas estaban agotadas. Y aunque había programada alguna visita gratuita por la tarde, la sola imagen de una larga cola de gente esperando me hizo desistir.
A fin de cuentas tampoco era la primera torcedura de estas vacaciones. En Barcelona había previsto una visita para conocer la ampliación del Museo Picasso y por diversas causas se frustró. De igual manera que la irrupción de tormentas en la Costa Brava arruinó los planes de desplazarse hasta Calella de Palafrugell, rincón de habaneras colindante a la cuna de Josep Plá.
En Madrid sufrí dos fracturas más, una exposición fotográfica de los ochenta en la calle Serrano y la experiencia de una representación de microteatro. Compuesto y sin ambas. Agosto, con sus ventajas e inconvenientes en las grande ciudades, cobra su peaje.
No había hecho planes, pero me estaba saliendo todo como el culo. No obstante, tres salidas nocturnas en Barna, con acierto en la elección de dos nuevos restaurantes, Pepa Tomate en Gracia y Salero en El Borne, y un garito de copa a dos cuadras de La Pedrera; el shopping y las calles de Madrid y abundante lectura salvaban mis vacances, pero las fracturas habían provocado un evidente vacío.
Pensé en dar una vuelta de domingo en la mañana por el Rastro. Y entonces recordé el Museo Romántico. Durante algunos años viví en una perpendicular a la calle San Mateo, donde se halla el museo. No había vuelto a visitarlo desde entonces, entre otras razones porque ha permanecido 8 o 9 años cerrado por reforma. Ni siquiera sabía si estaría abierto el domingo, pero era mi decisión. Cafelito en el Comercial y visita al museo, al que el afán reformista ha cambiado el nombre y ahora se denomina Museo del Romanticismo. Cambió mi suerte, estaba abierto y además la entrada era gratuita. Adiós a las fracturas y a su vacío. Retroceso en el tiempo, exotismo, los retratos de los Madrazo, las sátiras de Alenza, el costumbrismo de Pérez Villaamil, el San Gregorio de Goya y como no, Don Mariano José de Larra. Ha perdido el nombre, pero ha ganado un acogedor patio-jardín. Y aunque conserva el sabor, ahora se parece más a otros museos. A lo que se ve no solo agosto cobra peaje, también el reformismo. Pero me sigue gustando este museo, que para mí siempre será Romántico y siempre acaba en Larra.
Como remate, media pinta de cerveza negra en La Ardosa y un pinchito de chipirón. Combustible para deambular y placebo para las fracturas. Tampoco estaba planificada, pero la mañana salió redonda.
 
Foto: Fachada del Museo del Romanticismo en Madrid.

martes, 26 de marzo de 2013

El rincón del gato


La niña de ojos de luna, Laura, que renunció a ser una estrella en el firmamento para permanecer entre nosotros, me manda este rincón hallado en el Foro. Dice que se acordó de este gato y de su callejón. Y aunque no se igualan rincones y callejones, ambos son hábitats para un gato y por tanto, lugares de su agrado.
Espacios por donde con parsimonia deambula el gato. Siempre buscando las sombras, un segundo plano desde el que no molestar y no ser molestado para contemplar, con cierta distancia, lo que acontece.
Acurrucado o erguido. Con las orejas gachas y abiertos los ojos; con los ojos entornados y las orejas prestas a captar cualquier movimiento, sonido o palabra, o con los ojos cerrados, en aparente indiferencia, sin renunciar a ser un espectador privilegiado de los mundos que le rodean.
Esos mismos mundos distantes, alejados del propio; esos mundos que en ocasiones te rozan, con suavidad, tangencialmente, y en otras, te atrapan, aún siendo consciente de que sus poseedores son ajenos a tu existencia y que ésta debiera actuar de parapeto, dotarte de una impermeabilidad que en realidad es para tu pesar inexistente y acaban mezclándose con el tuyo, para bien o para mal.
Ignoro dónde se hallará este rincón, pero si Kaede alcanzó a ver algo en él, seguro que me agradaría. No solo por el nombre, la cabeza del congénere asomando desde la pizarra o la generosa oferta de elixires que se anuncia en la otra, sino porque probablemente haya paralelismos en el camino seguido por quien o quienes apuestan por denominar así a su criatura y la ruta recorrida para nombrar en un día atrás en el tiempo a este blog.
De callejones y rincones y de gatos siempre estuvo Madrid bien servida. Como muchas otras ciudades, donde un rayo de sol es la excusa perfecta para que un gato se desperece y asome el hocico para dejar en el aire un breve maullido de satisfacción.

Foto: "Rincón del gato", de Laura Rojas. 

martes, 25 de septiembre de 2012

El hombre que miraba por la ventana

La exposición de Hooper dice adiós al Museo Thyssen-Bornermisza. Más de 322.000 personas han recorrido las salas del museo para ver la obra del pintor estadounidense. Las mismas salas que ahora muestran sus paredes desnudas, de las que sobresalen como minúsculos hitos de la ausencia una parte de las escarpias que fijaban los cuadros a esas paredes.
La desnudez de los muros contribuye a crear una sensación de vacío, que otorga a las salas un ambiente casi fantasmagórico. La nada encerrada entre paredes. Esas mismas paredes que vestidas durante meses con los cuadros de Hooper, como galas para la fiesta, actuaban como reclamo para que las salas se llenaran de gente.
Pasé fugazmente por Madrid en los primeros días de agosto; cuando el calor amenazaba con reventar los termómetros, el asfalto escupía fuego y soplaba un aire a rachas fuerte y abrasador. Deambulé por las calles en las horas centrales del día, cuando el sol no daba tregua ni en la sombra. Pisaba el centro de Madrid y visité el Callejón del Gato y cuando no eran aún las cuatro de la tarde crucé el umbral del Thyssen para contemplar esos muros engalanados con los ropajes de Hooper y un adorno de Degas, su “Mercado de algodón”; que justificaba por sí solo la exposición.
Logré el objetivo. Contemplar la exposición junto a un reducido grupo de gente. O lo que es lo mismo, recorrer las salas de forma pausada, detenerte frente a los cuadros para verlos con los ojos propios y los ajenos, leer los paneles y los carteles identificativos de las obras como si fueran una cartilla escolar y tratar de enfrentarte a cada cuadro como si fueras el autor.
Me atrae de Hooper su manifiesta relación con la literatura y el cine. La mirada del hombre que mira por la ventana, como James Stewart en “La ventana indiscreta”, y atrapa en sus pinturas lo que ve o lo que imagina ver. Pero me sorprende la inexpresividad de los rostros, la ausencia de emociones en los personajes que pueblan sus pinturas. Unas pinturas que parecen casi una instantánea del interior de una habitación, que renuncia a recoger la vida de esos rostros, como si importara más el momento; la escenografía frente a los personajes.
Y a sabiendas de que su pintura nace de ver el mundo desde su habitación, de contemplar la vida tras el cristal, me pregunto si esa falta de expresividad en los rostros, esa ausencia de emociones, no son más que el reflejo del propio autor, del hombre que miraba desde una ventana, atrapado entre el silencio y la soledad.

Obra: "Room in New York", Hooper (1932).

lunes, 8 de noviembre de 2010

Promesas

Decía Tierno Galván que los programas electorales son para incumplirlos. Una afirmación que también podría aplicarse a las promesas. Aunque no parezca recomendable.
Hay quien tiende a prometer, incluso lo imposible, a sabiendas de que incumplirá su promesa; pero también, hay quien promete y no cumple por las circunstancias, de cualquier índole.
Por ello, trato de prometer poco, y cuando lo hago, cumplir. Aún siendo conocedor de que en mis 7 vidas también hay promesas incumplidas, alguna pagada a precios fuera de mercado y otras, dormidas u olvidadas.
Ayer cumplí una de aquellas que ni dormía, ni había olvidado, ni demandaba peaje alguno, y sólo las circunstancias me habían impedido satisfacer. Ayer pisé las calles de Madrid nuevamente. Sin premeditación. Ignoro si por el capricho del destino empujando nuestros pasos o por algún sortilegio o acto de brujería ajeno a la comprensión y el conocimiento de un felino. Lo cierto es que regresé al Callejón del Gato y al fin, los espejos cóncavos y convexos de Don Ramón María atraparon nuestras muecas.
La risa me sigue pareciendo un bien impagable. Y cuando quien la esboza es capaz de hacerlo, tanto en plaza imperial como en el más bravo de los callejones, y a pesar de venirle mal dadas y acompañadas de su correspondiente dosis de sufrimiento, me parece que no todo está perdido.
Reír a contracorriente es una forma de evitar que las nubes cubran la mirada. Contagia. Y deja que la esperanza inunde los resquicios invisibles que creemos tapados por la desazón. No hay espejo, cóncavo o convexo, capaz de resistirse a ese reflejo.

sábado, 14 de agosto de 2010

Una Némesis con alas

Madrid dista de la ciudad que habito unas tres horas en coche. Después de atravesar media Península, un viaje de tres horas en automóvil es un paseo. Disfrutas de la conducción, escuchas algo de música, un par de paradas y cuando te quieres dar cuenta has llegado a tu destino.
Esas casi tres horas de carretera son un privilegio en forma de tiempo para pensar. La corta estancia en Barcelona y Madrid le ha ido bien a este gato para despejarse y ahora su cabeza es como una olla en permanente ebullición. Con una diferencia evidente, el contenido de la olla se conoce de antemano y por tanto, se sabe el objetivo y se espera el resultado; mientras que el resultado de lo que se cuece en una cabeza es en la mayoría de los casos inesperado.
La soledad es una buena compañera para los pensamientos, pero he de reconocer que no realicé ese viaje en solitario. En la primera parada, la del primer café, aprovechando que la puerta del coche estaba abierta y sin mediar invitación, se introdujo en él una pasajera, de la que a pesar de numerosos intentos, incluida una segunda parada, no pude deshacerme. De nada sirvió bajar las ventanillas varias veces o dejar la puerta abierta del coche un buen rato en esa segunda parada. Se había propuesto viajar y nada podría impedírselo.
La culpa es mía. Debía tener buen gusto musical. Y la había recibido con London Calling, de The Clash, y con Balmoral, del Loco. Así que mis intentos para hacerla abandonar el coche fueron inútiles. Me acompañó el resto del trayecto, sin articular palabra y sólo interrumpiendo mis pensamientos con un suave aleteo y su reiterado vuelo.
Es lo malo de las moscas, carecen de conversación y no dejan de revolotear a tu alrededor, poniendo a prueba nervios y paciencia. Y a decir verdad, dudo que tengan siquiera buen gusto musical.
Cuando era pequeño me dedicaba a arrancarles las alas, pero es fácil deducir que a pesar de las muchas a las que se las arranqué, hay más volando por ahí. Del mismo modo que es posible creer que mi incómoda pasajera no fuera más que una mala jugada del destino o la encarnación de una Némesis con alas.

miércoles, 11 de agosto de 2010

El callejón del Gato

El callejón del Gato es el callejón de los espejos cóncavos y convexos. Aquel que Valle-Inclán dejó atrapado en las páginas de “Luces de bohemia”. Ese mismo callejón que desprovisto aparentemente de belleza literaria pervive en el corazón de la ciudad.
Había dejado atrás la Plaza Mayor y avanzaba sin rumbo fijo. Y entonces recordé una promesa incumplida, no por falta de compromiso sino por ausencia de oportunidad.
En realidad ahora tampoco podía cumplirla, porque la persona con la que me comprometí a llevarla al callejón del Gato estaba a kilómetros de distancia. Pero recordé que no me encontraba lejos del lugar y encaminé mis pasos hacia él.
Atravesé la calle de la Bolsa y desemboqué en la plaza de Jacinto Benavente, esa misma plaza donde como parte del mobiliario perviven lumis desahuciadas, a las que no faltan ni clientes, ni moscones. La misma plaza de la que un antiguo concejal del Ayuntamiento madrileño, un tal Matanzo, presumía por regar sus bancos con zotal; el mismo sujeto al que la policía local debía dar el parte en una conocida discoteca de la plaza Vázquez de Mella, corazón del hoy barrio gay de Chueca.
Dejé atrás esa postal sórdida que son los aledaños de la plaza de Benavente con Carretas y Cruz, para dejarme caer por Espoz y Mina hasta uno de los extremos del callejón. Veo que el bar de Las Bravas ha abierto sucursal en la esquina con una amplia terraza, casi llena cuando el reloj se acerca a las dos de la tarde. No paro. Me adentro en el callejón hasta alcanzar el antiguo local de Las Bravas, que comparte con el nuevo un espantoso cartel en colores naranjas.
Ya sólo tengo ojos para los dos espejos que flanquean la puerta de entrada del bar. No me detengo, pero aminoro la marcha para buscar el reflejo de mi imagen en el primero de ellos. Y a continuación, sin detenerme, paso con lentitud frente al segundo espejo para verme también reflejado en él. Apenas esbozo una mueca, pero sonrío pensando que si esa persona estuviera ahora aquí, abriría un abanico de muecas frente a los espejos y su risa llegaría hasta los rincones más recónditos del centro de Madrid.
Avanzo unos pasos hasta la otra boca del callejón, que queda a mi espalda, aparentemente huérfano de belleza literaria.
Mi promesa permanece incumplida, pero quiero pensar que cuando deambulaba por el callejón del Gato me acompañaba una bruja, porque no hay gato que se precie que no haya compartido alguna de sus 7 vidas con una dama de verruga y escoba.
En esta ocasión no pudo ser y sólo puedo ofrecer un paseo por mi propio callejón y un compromiso de mantener abierta su ventana, para que incluso la música que se escapa de otras ventanas vecinas encuentre cobijo en él y lo transforme en una pista donde bruja y gato bailen una danza, que para muchos no sería más que un aquelarre y para otros un esperpento reflejado en espejos cóncavos y convexos.

martes, 10 de agosto de 2010

Mercados

Supongo que habrá pocos a quienes extrañe que un gato merodee por los mercados. Un merodeo en ocasiones voluntario, sin más afán que el olisqueo y la contemplación, y en otras, asumiendo el rol de acompañante de esporádicos visitantes.
Uno de esos acompañamientos circunstanciales me llevó hasta la puerta del Mercado de La Boquería, en las barcelonesas Ramblas de las Flores. Conocí esta plaza de abastos hace muchos años, sin haber puesto un pie en la Ciudad Condal, a través de las novelas del detective Pepe Carvalho, del añorado Manuel Vázquez Montalbán, y de las reiteradas idas y venidas de su ayudante Biscúter. Años más tarde, ya con los dos pies pisando suelo barcelonés, lo visité por primera vez; y desde entonces guardo en el recuerdo aquellas columnas y sus capiteles como olvidadas en su interior, los delantales almidonados e impecablemente blancos de las pescaderas y un puesto, parada en Cataluña, con toda clase de setas y una variada gama de conservación.
Visitar La Boquería en agosto significa compartir el espacio con una nube de turistas, a la que está orientada una parte importante de la mercadería de los puestos cercanos a la entrada principal, y que muchos de los puestos hayan echado el cierre por vacaciones. Además, si es lunes, las paradas de pescado y marisco están fuera de servicio. Aunque la fortuna quiso que una estuviera abierta, para poder contemplar a dos pescaderas con sus correspondientes e inmaculados delantales con tiras bordadas. Las columnas continúan en el perímetro interior del mercado, permanecen inmutables ante el mes de agosto o la nube de turistas.
Ya en Madrid, deambulando por el centro de La Villa como cualquier foráneo, dirigí mis solitarios pasos al remodelado Mercado de San Miguel.
Nada que ver con el viejo mercado, salvo su clásica estructura. Pocos puestos y los que hay, destinados a la oferta de delicatessen más propia de un rincón de gourmet que de un mercado de barrio y a la expendeduría de cerveza y vino; lo que convierte al antiguo mercado en un bar temático. Visualmente irrechazable.
Intuyo que hay que darle tiempo para saber en que se acabará convirtiendo el remodelado mercado. Cuando aflojen las visitas de turistas y los snobs dejen de exhibirse como pavos reales en este nuevo escaparate de vanidades.
Cruzo la calle Mayor y entro por Milaneses a la calle Santiago. El bar La Esquinita continúa abierto, ajeno a turistas y snobs. Pido una caña, que me sirven bien tirada y acompañada de un par de croquetas. Y sólo por 1 euro. Parece difícil de creer.
Madrid, que siempre ha sido moderna, vive ahora un nuevo tiempo de modernidad. Aunque a diferencia de épocas pasadas esta modernidad presta más atención al envoltorio que al contenido.
Entre estas nuevas modernidades hay una que me llama la atención, no por lo novedoso sino por lo insustancial. En una conocida gastroteca, de nueva apertura y socio de renombre gastronómico, se reservan las banquetas de la barra. Y esto es tan chic, que si giras tu cabeza a la derecha puedes encontrarte en el taburete de al lado al alcalde de Madrid y dos más allá, a cualquier celebridad del momento. En su planta baja aloja una coctelería, de esas que permanecen en el recuerdo por el bocado que le dan a tu cartera, 14 euros el cóctel.
Pienso en ello mientras el tintineo de la bola de la botella de Juanito el Andariego me anuncia que llega el final. Y no hay reservas. Escancio con generosidad, lo acompaño de un archipiélago de hielo y descargo sobre él una tormenta de agua con gas a modo de soda. Bebo un trago largo. Y me pregunto si admitirán reservas en el infierno.

domingo, 8 de agosto de 2010

Gimlet en Gracia

Los viejos rockeros nunca mueren. Pero algunos duermen. A los garitos que alcanzan la etiqueta de clásicos les ocurre algo parecido. Sobreviven a las modas y al envejecimiento de la clientela. Pero cuando vas a tomar un trago están cerrados. Ese es su sueño.
Me ocurrió la otra noche en Barcelona. Las cosas habían empezado bien. Cena en el barrio de Gracia y luego un combinado en una coctelería de reciente apertura, que a priori prometía.
Local amplio, con una barra en exceso larga, taburetes con un toque retro y varias mesas dispuestas sin ocupar todo el espacio. Un par de pantallas y como bienvenida un vídeo musical de The Cure, un buen preámbulo que se fue al diablo con la aparición en la pantalla de George Michael.
He leído y me cuentan que en las grandes ciudades como Madrid y Barcelona están volviendo las coctelerías. En realidad nunca se fueron. Pero los cócteles como tantas otras cosas es asunto de maestros. Y son muchos los que se cuelgan la etiqueta, pero pocos los que alcanzan la maestría. Siempre hay quien piensa que los cócteles como la vida son una cuestión de medida.
Un Gimlet, con notable falta de armonía entre lima y ginebra, y un Mojito, generoso en hierbabuena y azúcar, son una buena muestra del abismo que separa la voluntad de la maestría, aunque es innegable que a base de la primera algunos llegan a la segunda.
Hubiera seguido por Gracia para tomar la segunda. Es más, me hubiera conformado con una copa tranquila en el Café Salambó. Y eso a pesar de que Gracia, como le ocurrió a Malasaña en Madrid, está cambiando y el barrio bohemio, aún conservando la esencia, se está abriendo a visitantes y moradores poco bohemios.
Pero optamos por los clásicos y tanto el Nick Havanna como el Café de las Artes dormían. Mal presagio. Por el camino desdeñamos un garito de veinteañeros con exceso de decibelios y un lounge bar de petardas y dj’s.
Barcelona, con excepciones, me sigue exigiendo una excursión nocturna para tomarme una copa. Hace tiempo que renuncié a la penúltima en beneficio de la última. Pero tuve que conformarme con la penúltima y dejar la última para mejor ocasión. Para un gato noctámbulo el verano y el sueño de los clásicos es un mal cóctel.

miércoles, 21 de abril de 2010

El mapa de la memoria

Cuentan que los niños son crueles; por la inocencia y el desconocimiento. Pero cuando la crueldad proviene de un adulto no cabe ni una, ni otro. El adulto es cruel a conciencia, busca zaherir y no repara en medios para lograrlo. En ocasiones hasta gusta de hacerlo en público y no desdeña la oportunidad de exhibirse brindada por una ventana en un periódico.
Es el caso de Juan Manuel de Prada, quien escribía en ABC, el pasado sábado, 17 de abril de 2010, “Villarejeando” (http://www.abc.es/20100417/opinion-firmas/villarejeando-20100417.html), una columna en la que ponía a caldo al ex fiscal Jiménez Villarejo por su ardor oral en el ya célebre acto de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, haciendo uso en esa columna de su libertad de expresión, del mismo modo que lo hizo el ex fiscal en el citado acto.
Pero esa misma libertad de expresión no puede servir de coartada para atacar a Pasqual Maragall, ex alcalde de Barcelona y ex presidente de la Generalitat de Cataluña, por su asistencia a dicho acto, utilizando su condición de enfermo de Alzheimer.
Tengo la fortuna de haber nacido y vivido en Madrid. Ciudad que ha disfrutado de dos magníficos alcaldes, Carlos III y Enrique Tierno Galván. Al primero, lo conozco y reconozco como tal por eso de preservar la memoria a través de la historia (algo que curiosamente hoy muchos tratan de borrar o alterar), y al segundo, como administrado durante sus mandatos municipales. Ambos, con detractores y defensores, perviven en la memoria de los madrileños.
En Barcelona, Pasqual Maragall también pervive en la memoria de los barceloneses. Con aciertos y con errores como alcalde cambió la fisonomía de la ciudad y la subió a eso que algunos denominan el tren de la modernidad. De modo que no sería exagerado afirmar que la memoria de Maragall la constituye la propia ciudad condal y está abierta al mar.
El Alzheimer borra el mapa de la memoria de aquellos que lo padecen. Nunca el de los demás, que pueden transitar por las rutas de la memoria individual y colectiva. Aún a sabiendas de que nadie es ajeno a padecer esta enfermedad y por tanto, a ser testigo de cómo se desvanecen las líneas de los itinerarios de la memoria.
Jordi Solé Tura, uno de los padres de la Constitución de 1978, padeció también Alzheimer. El suyo era un mar de olvido, frente al cual la desmemoria de Maragall parece una laguna. Su hijo Albert Solé nos ha dejado un documental “Bucarest, la memoria pérdida”, por la “reivindicación de la memoria, de la dignidad y del propio orgullo”; un recorrido por la enfermedad de su padre. Tampoco el ex presidente Suárez ha escapado de este mal y su memoria habita ahora la tierra del olvido.
Prada, reconocido cinéfilo, haría bien en contemplar ese documental y reflexionar sobre lo innecesario de unir la crueldad a la enfermedad, devastadora por sí misma, para criticar a un Maragall republicano y federalista.
A veces es difícil sujetar la lengua al hablar, pero es sencillo contener la pluma al escribir, porque dar libertad a la pluma no es salvoconducto alguno para pasear por la infamia.
Foto: Pascual Maragall y Jordi Solé Tura, en un acto. Archivo de EFE.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Romanticismo

Leo con alborozo y un ápice de melancolía el anuncio de la reapertura, el jueves de la próxima semana, del Museo Romántico de Madrid (El País, Sábado, 28 de Noviembre de 2009). Tras unos años cerrado para su restauración, que a mí se me han antojado demasiados, el museo reabrirá su puerta con un aumento del 50 por ciento en los objetos a exponer.
Es un pequeño museo en la madrileña calle de San Mateo, en el que se encuentran cuadros y objetos bastante interesantes y por encima de todo, para mí, el gabinete de Don Mariano de Larra, incluida la pistola que se llevó su vida.
Viví unos pocos años en la calle San Lorenzo, transversal a San Mateo, en una corrala del siglo XVIII. Así que pasaba a menudo por la puerta del museo y en varias ocasiones lo visité. Una de sus curiosidades es que en 1936 su dirección recayó sobre Rafael Alberti.
A mí me fascinaba el espacio dedicado a Larra. Era mi primer año de facultad y aunque mi opción no se debía por entero a Don Mariano, es innegable que leer su obra fue una influencia de peso para la inoculación de ese veneno que desde hace años consumo voluntariamente y al que, como los grandes románticos aseverarían, doy más de lo que recibo.
Hablar de literatura romántica en España es hablar de Larra, de Espronceda, de Bécquer, del Duque de Rivas o de Rosalía de Castro. Algunos como Bécquer, de poesía demasiado almibarada, pero de fascinantes leyendas. Mientras que hacerlo de pintura es por encima del resto, Francisco Goya. Pero al margen del genio aragonés, hay otros maestros como Madrazo, Esquivel, Casado de Alisal o Alenza, alguno de los cuales viste las paredes de este museo.
Soy consciente de que la cultura, aunque al alcance de todos, continúa siendo tabú para demasiada gente. Me pregunto cuántos madrileños y cuántos visitantes de la ciudad no conocerán este museo y otros similares. Al ser de pequeñas dimensiones su visita es relativamente corta, dependiendo del grado de ensimismamiento del visitante, y se puede acompañar de otra rápida visita al Museo Municipal de Madrid, ubicado en la calle de Fuencarral, en el Antiguo Hospicio; ya la fachada es un deleite para la vista. Y para terminar la ronda con buen sabor de boca, puede uno acercarse a la calle de Colón, junto a la plaza de San Ildefonso, a la bodega de la Ardosa, de la que cuentan que fue la primera en servir en Madrid la Guinness negra y que tuvo entre su clientela al propio Goya.
Puedo asegurarles que este gato prefiere la rubia, pero de vez en cuando no ha hecho ascos a mojar sus bigotes en la espuma de esa pinta negra al más puro estilo british. Tan al estilo, que la prima pinta que tomé en un pub londinense a final de los ochenta me llevó directamente a la Ardosa. Debe ser como dice Luis García Montero (“Los bares”, El País, Sábado, 28 de noviembre de 2009) que “se agradecen mucho más las sorpresas de los bares en las ciudades extrañas, porque nos dan amparo igual que la luz de otoño, y la sensación de pertenencia es más amplia, más generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la íntima alegría de las repeticiones”. En esto, también hallo algo de romanticismo.
Foto: Estancia del Museo Romántico, de la web del museo http://museoromantico.mcu.es/historia.html

domingo, 28 de junio de 2009

Larga vida al Johnny

Leo, veo y oigo que el Johnny no desaparecerá. Y la buena nueva me satisface, pero también me provoca cierta indiferencia. Por lo que fue y por lo que no volverá a ser. Al menos para mí.
Asistí a algún concierto en el Colegio Mayor Universitario San Juan Evangelista de Madrid. No a demasiados, es cierto. Era un colegio mayor diferente, casi un lugar de culto. Jazz y flamenco eran las estrellas del Johnny en una época en la que el pop y el rock made in Spain de la llamada Movida se llevaban el gato al agua. Allí tocaron los grandes y entre algunos de aquellos conciertos recuerdo el de Stéphane Grappelli, una auténtica sorpresa, un tipo que hacía buen jazz con un violín.
El Johnny era un templo de la música en aquel Madrid de los 80, aunque su existencia se remontaba una decada atrás. Más comedido y contenido que otros lugares sacrosantos como Rock-Ola. Pero, un templo de la música. Por eso me satisface que perviva, pese a los aires que soplan desde hace algunos años por esa ciudad. Y me gusta que se mantenga como un centro de cultura, porque siempre ha sido un espacio para la cultura. Una luz para los estudiantes de la Complutense y aledaños y para cualquier persona que gustara de una actuación en directo, en un ambiente único. El sonido era discutible, pero la atmósfera que se creaba allí, sólo la habíamos visto en el cine; en la recreación de los garitos norteamericanos y franceses. Sólo que el Johnny no era un garito y eso le daba más autenticidad y sus propias señas de identidad.
La indiferencia viene provocada por el paso del tiempo. Hay muchos garitos, muchos lugares en Madrid que en su día ocupaban un trozo importante de nuestras vidas y que hoy han desaparecido. Del mismo modo que hay garitos y lugares a los que nunca hemos vuelto. Supongo que por diversos y variados motivos: los recuerdos, la edad, las ausencias… Ignoro si alguna vez volveré al Johnny. En esta vida todo es posible. Pero ya no será el mismo templo de antaño, ni la ciudad será la misma, ni yo tendré 20 años. Todo ha cambiado.
Aún así, larga vida al Johnny.


Fotografía descargada de la página web de la ASOCIACIÓN DE EXCOLEGIALES CMUSANJUAN, www.excolegialescmusanjuan.com.