La
exposición de Hooper dice adiós al Museo Thyssen-Bornermisza. Más de 322.000
personas han recorrido las salas del museo para ver la obra del pintor
estadounidense. Las mismas salas que ahora muestran sus paredes desnudas, de
las que sobresalen como minúsculos hitos de la ausencia una parte de las
escarpias que fijaban los cuadros a esas paredes.
La
desnudez de los muros contribuye a crear una sensación de vacío, que otorga a
las salas un ambiente casi fantasmagórico. La nada encerrada entre paredes. Esas
mismas paredes que vestidas durante meses con los cuadros de Hooper, como galas
para la fiesta, actuaban como reclamo para que las salas se llenaran de gente.
Pasé
fugazmente por Madrid en los primeros días de agosto; cuando el calor amenazaba
con reventar los termómetros, el asfalto escupía fuego y soplaba un aire a
rachas fuerte y abrasador. Deambulé por las calles en las horas centrales del
día, cuando el sol no daba tregua ni en la sombra. Pisaba el centro de Madrid y
visité el Callejón del Gato y cuando no eran aún las cuatro de la tarde crucé
el umbral del Thyssen para contemplar esos muros engalanados con los ropajes de
Hooper y un adorno de Degas, su “Mercado de algodón”; que justificaba por sí
solo la exposición.
Logré
el objetivo. Contemplar la exposición junto a un reducido grupo de gente. O lo
que es lo mismo, recorrer las salas de forma pausada, detenerte frente a los
cuadros para verlos con los ojos propios y los ajenos, leer los paneles y los
carteles identificativos de las obras como si fueran una cartilla escolar y
tratar de enfrentarte a cada cuadro como si fueras el autor.
Me
atrae de Hooper su manifiesta relación con la literatura y el cine. La mirada
del hombre que mira por la ventana, como James Stewart en “La ventana
indiscreta”, y atrapa en sus pinturas lo que ve o lo que imagina ver. Pero me
sorprende la inexpresividad de los rostros, la ausencia de emociones en los
personajes que pueblan sus pinturas. Unas pinturas que parecen casi una
instantánea del interior de una habitación, que renuncia a recoger la vida de
esos rostros, como si importara más el momento; la escenografía frente a los
personajes.
Y
a sabiendas de que su pintura nace de ver el mundo desde su habitación, de
contemplar la vida tras el cristal, me pregunto si esa falta de expresividad en
los rostros, esa ausencia de emociones, no son más que el reflejo del propio
autor, del hombre que miraba desde una ventana, atrapado entre el silencio y la
soledad.
Obra: "Room in New York", Hooper (1932).
Obra: "Room in New York", Hooper (1932).
Carlos, yo no estoy conforme con eso que dices de la ausencia de emociones en los personajes. Es verdad que sus rostros son inexpresivos, aunque no sé si esa es la palabra correcta. Yo creo que reflejan una tremenda soledad e incomunicacion, personajes aislados en su mundo interior. Y es quizas ese desarraigo que vemos lo que nos hace pensar en sus vidas y leer como si esos cuadros fueran en realidad un libro que nos hace imaginar.
ResponderEliminarMaría, no tienes porque estar conforme, a fin de cuentas cada uno percibe las cosas de una forma. A mí los rostros de Hooper me parecen inexpresivos, como dice un amigo mío, son rostros de muertos. Quizás de maniquíes con la cara borrada. Lo cual no impide que el cuadro en conjunto provoque emociones y nos haga pensar y sentir. Más allá de lo que expresan o dejan de expresar los rostros de los personajes que están en el cuadro.
ResponderEliminarP.e., pensaba en la mujer que mira desde la cama hacia la ventana. Un cuadro que originó un montaje en la propia exposición y que proponía a los visitantes situarse en un punto determinado y tratar de averiguar qué miraba la mujer desde la cama. Todos dan por hecho que la mujer está viendo algo a través de la ventana y a mí me sorprende, dado su rostro, que nadie se planteé si la mujer es ciega y simplemente busca el calor de un rayo de sol en el rostro o mira al frente sin ver nada más allá de su propia oscuridad. Un bico.