Daban testimonio algunos
marineros de haber visto entre las aguas hermosas mujeres de largos
cabellos y cola de pescado, cuya voz era una irresistible invitación
a alcanzarlas. Con semejante historia despertaban la curiosidad y
alimentaban los sueños en puertos y ciudades. Homero, Lampedusa y
hasta los cuentos de niños contribuyeron a que perdurara la historia
de aquellas hermosas mujeres, mitad humana, mitad de pez.
Hoy las sirenas colean en
la noche. Apostadas en un rincón, cambiaron la cola de pescado por
dos largas piernas y lanzan miradas de red. Reclaman la atención de
tipos boqueantes como peces, pero ya no despiertan la curiosidad;
aunque alimentan el deseo de los pescadores nocturnos, que atrapados
en un suave aleteo de pestañas no son conscientes de haber
transitado de depredador a presa.
Cada centímetro de su
piel es el cebo que no necesita anzuelo para enganchar la pieza. Y su
sonrisa es el preludio de un falso ritual de seducción, al que se
presta entregado el amante del artificio, cuyo futuro no abarca más
allá del instante.
Atemperan la voz para
disfrazar la irresistibilidad de su canto y emular así al jugador de
ventaja que esconde un naipe para torcer el destino. Conscientes de
que al placer se puede llegar por atajos o dejándose llevar hasta el
final.
También hay sirenas de
ojos tristes, que sueñan con príncipes de papel. A sabiendas de que
es un imposible y de que tan solo habitan en el recuerdo, esbozado
con una mixtura de alegría y dolor.
Entre el deseo y el
recuerdo, sin opción a elegir, boquean los peces surcando el mar. Y
entre ellos y las sirenas siempre subyace el sueño de un gato.
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