miércoles, 30 de septiembre de 2015

El olor de las castañas

El otoño es el recuerdo de las hojas ocres y amarillentas en las aceras y del olor a castañas. Es también el preámbulo del tiempo de lluvia, el retorno de las mangas largas y la bajada definitiva del telón del estío.
Ahora ya no hay castañeras refugiadas en un zagúan o apostadas en estratégicos lugares de obligado paso, embutidas en abrigos de paño grueso con las manos enfundadas en mitones para dejar libres los dedos, prestos para remover las castañas y servirlas en cucuruchos de papel de periódico. 
Tampoco ya hay barrenderos de escobón, chaqueta de pana, también gruesa, y chapa en la solapa. Ahora visten uniforme futurista y manipulan una aspiradora para hacer desaparecer el manto de hojas de las aceras, mientras mascullan por lo bajo maldiciendo a la madre naturaleza. 
Pero sigue el otoño siendo una metáfora, una invitación a disfrutar de una etapa de la vida en donde las pequeñas cosas comienzan a ser las importantes. Donde las hojas caídas alfombran las aceras y no necesitan levantarse para descubrir cadáveres, aunque alberguen recuerdos, o esconder los restos delatores de una noche anterior. 
Y el sol del otoño sigue arrojando una luz de miel que endulza los huesos y empuja al paseo. La excusa perfecta para sentarse en un café, sujetar la taza humeante en las manos y a través de ese humo, contemplar el horizonte. Recreando aquel olor a castañas. A la espera del invierno.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Entre poetas

Nunca he compartido ese gusto por ser fotografiado que causa fascinación en tantos otros y que intuyo tiene mucho que ver con el narcisismo y con una extraña querencia por la exhibición. Pero es inevitable en algunas circunstancias, incluso por voluntad propia, no caer en la tentación y más en estos tiempos de móviles con cámara fotográfica y esos álbumes de fotografías que son las redes sociales.
Muchas fotos tienen una pequeña o gran historia, que en la mayoría de los casos carece de interés salvo para el protagonista o los protagonistas de la foto. Y muchas de ellas nunca llegan a realizarse, en ocasiones por el destino o el azar. 
Esta foto era de esas condenadas a no realizarse, no porque no hubiera ocasión de hacerla, como queda demostrado, sino porque su tiempo ya había pasado. 
En 2013 se cumplían 30 años de “La otra sentimentalidad”, el manifiesto poético de 1983 publicado por Luis García Montero, Álvaro Salvador y el desaparecido Javier Egea. Y quiso la vida juntar a Álvaro y a Luis en Baeza (Jaén) y convertirme a mí, junto a muchos otros, en testigo de este encuentro. De igual manera que en 1916 acogió la ciudad renacentista jiennense aquel otro encuentro de poetas entre el viejo Antonio Machado y el joven Federico García Lorca. 
Puedo atestiguar que hay foto del encuentro; una foto de dos, Álvaro Salvador y Luis García Montero, que siempre será de tres porque está presente la ausencia de Javier Egea. 
Ahora esta foto llega con dos años de retraso y ve la luz a partes iguales por capricho y oportunidad del gato. En 2013 renuncié a ella por no molestar y quedó como una de esas espinas clavadas que está ahí y podría permanecer siempre clavada sin que hagamos nada por extraerla; pero en este verano de 2015, juntos de nuevo Álvaro y Luis en Baeza, surgió la oportunidad de quedar atrapado por un instante junto a ambos poetas. No por una cuestión de narcisismo o querencia a la exhibición sino por algo tan simple como la admiración en lo personal y lo poético. 
Habrá quien en circunstancias parejas piense en la posibilidad de que se pegue algo del buen hacer de ambos poetas. Sobre todo porque eso de juntar letras siempre parece fácil a los ojos de los demás y más cuando se habla de poesía, de la que algunos todavía hoy hacen gala de no leer. 
Y claro que me gustaría a mí y a muchos otros que fuera tan fácil adquirir el conocimiento de un maestro, más teniendo dos maestros de las letras a tu alcance. Pero la realidad es que se aprende leyendo, escuchando y viviendo. Y que el alumno debe estar dispuesto para el aprendizaje no con el afán de superar al maestro, ni siquiera con la esperanza de igualarlo, sino con el fin de aprovechar esa sabiduría y experiencia para recorrer su propio camino.

 Foto.- Álvaro Salvador (centro) y Luis García Montero (dcha.). Agosto de 2015. Por Piedad Bejarano.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Los muros de cristal

Hay muros que no caen nunca. Sempiternos e invisibles se alzan ante uno con la única función de interponerse, no para evitar que pueda alcanzarse lo que hay al otro lado sino para recordar porque fueron levantados. 
Son muros que no pueden ser derribados. Inmunes a la demolición. Tampoco pueden ser escalados, ni bordeados. Es decir, que parecen infranqueables, pero que incomprensiblemente tienen la capacidad de desplazarse de manera que te evitan la sensación de asfixia y no te sitúan entre la espalda y la pared. 
Están siempre ahí, y a diferencia de los demonios con los que se aprende a convivir, los muros no dan tregua. Siempre en medio, con esa apariencia de fragilidad que da el cristal y la dureza del diamante.
Levantados con lo extraviado, con lo que se dejó marchar y no se pudo o no se quiso conservar, con un pasado idealizado que murió en el mismo momento en que se convirtió en presente y que persiste por la renuncia a digerirlo y el hábito de volver la vista atrás. 
Muros sustentados en las viejas heridas que nunca cicatrizaron bien, las mismas que mutaron de argumento a excusa para acabar siendo el mayor de los engaños: el silencio. 
Sólidos muros, que no constituyen fortaleza alguna, pero que delimitan una prisión imaginaria; sin escapatoria, porque no existe intención de escapar. 
Son muros que piden a gritos la llegada de una primavera, una ventana que se pueda abrir o las pinceladas de un artista. Una luz que permita un resquicio a aquellos que saben esperar, a aquellos que creen que todavía merece la pena buscar. 
Y sin embargo, en ellos descansa la escarcha del invierno; la misma escarcha que como las nieves perpetuas reposa en la cabeza y en el corazón.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

¡A barrer!

Desde el Callejón del gato se ve la ciudad a ras del suelo. Y lo primero que se ve es la suciedad. Jaén es una ciudad sucia. Está sucia. Se ha convertido en una ciudad sucia. Y antes no estaba así. 
Una parte de culpa es de los jiennenses. De la falta de civismo de adultos y pequeños. ¿Quién no ha visto como un niño tiraba algo al suelo con la permisividad del adulto que le acompañaba? ¿Quién no ha visto como los solares se convierten en vertederos? ¿Quién no ha visto el ferial y su entorno al día siguiente del botellón? ¿Quién no ha visto el 'regalito' de los perros por 'cortesía' de sus dueños? ¿Quién no ve o no quiere ver?
Y sí. Es cierto que faltan papeleras y que no se limpia lo suficiente. Pero también es verdad que si ensuciamos menos hay menos que limpiar. Y eso es culpa nuestra, de los ciudadanos.
Pero hay otra parte de responsabilidad que corresponde a los munícipes, al concejal del ramo y en última instancia, al alcalde.
Y no es una cuestión de ideología. Las escobas no entienden de ideologías. Es una cuestión de gestión, de eficacia en el uso de recursos humanos y económicos. También en la aplicación de sanciones. Y por supuesto, de voluntad. De tener claras las prioridades y actuar en consecuencia.
La limpieza o la suciedad de una ciudad forma parte de su tarjeta de presentación, tanto para sus vecinos como para sus visitantes. Y una ciudad sucia causa rechazo. No se recomienda a otros visitantes. Y por supuesto, no logra deseos legítimos como el reconocimiento a su patrimonio; ya saben, como que se haga justicia con esa maravilla arquitectónica que es la catedral o que se reconozca la judería.
En una ciudad sucia hay basura y bichos. Y en este Jaén hay ratas, garrapatas y hasta puede que algún reptil de gran tamaño. Pero no se engañen, la podredumbre crea parásitos más nocivos y tóxicos. Esos que unos y otros atacan o defienden en función de banderas y credos, sin importarles si roban, si mienten o si defraudan a su ciudad.
A estas alturas es utópico pretender que los políticos limpien su propia suciedad o que representen a los ciudadanos que les votan; incluso a los que no lo hacen, pero al menos debemos exigirles que cuando gobiernan mantengan limpia la ciudad.
Dejen a un lado la bronca. Utilicen las escobas para barrer en vez de para darse escobazos. Y no se preocupen tanto por barrer en las urnas, ¡barran las calles!. 

 Artículo emitido en SER Jaén, "La Colmena", el 23 de septiembre de 2015.

 

lunes, 7 de septiembre de 2015

Los pasos perdidos

No hay guijarros ni migas que guíen los pasos. Tampoco hay luciérnagas que iluminen la senda como si fueran la hilera de luces de una pista de aterrizaje. Ni antorchas, ni hogueras en la playa para preceder al faro. Solo está la oscuridad. Y la incertidumbre.
Pero siempre hay quien se esfuerza en creer, en aferrarse a algo para imaginar la esperanza. O para crearla y no renunciar a ella. Soñadores, idealistas...
De igual modo que existen quienes optaron por no creer. Militantes del pesimismo desde un optimismo ilustrado. Frustrados, decepcionados...
Y aún así, la rueda de la vida sigue rodando para todos. Con desigual fortuna. Incrementando el lastre de algunos y aliviando la carga de otros. Dibujando inevitablemente la línea que une el principio con el fin. Fijando el origen, pero entremezclando meta y destino.
A sabiendas de que siempre levantará la cabeza aquel que no quería crecer. Aquel que se veía reflejado en Peter Pan, ignorando que en realidad tan solo era un niño perdido de Nunca Jamás.
Y en ese mundo de sueños, de luz y de sombras perdidas aparecen espejismos que se desvanecen en el extremo de los dedos, pero que conservan el poder y el magnetismo de atraparnos al contemplarlos. En el cautiverio de esos espejismos es cuando adquirimos consciencia de la realidad y paradójicamente cuando es mayor el deseo de extender los brazos y volar.
Entonces suena la música y el haz de luz ilumina el suelo donde un par de zapatos sin dueño marca los pasos del baile de los muertos. Oh yeah.