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miércoles, 30 de septiembre de 2015

El olor de las castañas

El otoño es el recuerdo de las hojas ocres y amarillentas en las aceras y del olor a castañas. Es también el preámbulo del tiempo de lluvia, el retorno de las mangas largas y la bajada definitiva del telón del estío.
Ahora ya no hay castañeras refugiadas en un zagúan o apostadas en estratégicos lugares de obligado paso, embutidas en abrigos de paño grueso con las manos enfundadas en mitones para dejar libres los dedos, prestos para remover las castañas y servirlas en cucuruchos de papel de periódico. 
Tampoco ya hay barrenderos de escobón, chaqueta de pana, también gruesa, y chapa en la solapa. Ahora visten uniforme futurista y manipulan una aspiradora para hacer desaparecer el manto de hojas de las aceras, mientras mascullan por lo bajo maldiciendo a la madre naturaleza. 
Pero sigue el otoño siendo una metáfora, una invitación a disfrutar de una etapa de la vida en donde las pequeñas cosas comienzan a ser las importantes. Donde las hojas caídas alfombran las aceras y no necesitan levantarse para descubrir cadáveres, aunque alberguen recuerdos, o esconder los restos delatores de una noche anterior. 
Y el sol del otoño sigue arrojando una luz de miel que endulza los huesos y empuja al paseo. La excusa perfecta para sentarse en un café, sujetar la taza humeante en las manos y a través de ese humo, contemplar el horizonte. Recreando aquel olor a castañas. A la espera del invierno.

lunes, 5 de agosto de 2013

El Salambó


El Café Salambó es un templo de la cultura que pervive en el barrio de Gracia. Probablemente muchos de sus clientes ignoran este hecho y acuden a él como a cualquier otro lugar; sin saber que este local barcelonés durante casi una década otorgó el único premio de narrativa en España concedido por los propios escritores.
En 2009 dejó de concederse el galardón y solo quedan como vestigio las numerosas crónicas de esa época y una aceptable galería fotográfica en las paredes de este Café en cuyos marcos quedaron atrapados, entre otros, Manuel Vázquez Montalbán, José Manuel Caballero Bonald, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Maruja Torres, Juan Eduardo Zúñiga o Abilio Estévez.  Y por supuesto, quedan los premiados.
A mí el Salambó me suena a Salambo y por tanto a Mogambo, me evoca el cacao y el café y aquellos viejos anuncios de la niñez adornados de nombres e imágenes exóticas. Y nada más exótico para un niño que el África de tribus salvajes, de animales en paisajes infinitos y del gran mono blanco; aquel Tarzán creado por Burroughs e inmortalizado en la pantalla de cines ya en su mayoría desparecidos, muchos de verano, en los que el programa doble lo copaban las del Oeste, las del Zorro, las de Cantinflas, las de romanos y como no, las de Tarzán.
Me gusta ir, ya sea en invierno o verano, pasada la media noche, cuando la gente ya ha terminado de cenar y muchos están ya de retirada. Sentarme en uno de esos bancos de listones de madera dispuestos en la zona central del local y observar mientras saboreo un Juanito el andariego con agua de Vichy.  Pienso en aquellas veladas en las que durante casi una década un grupo de 15 escritores elegía quién sería el premiado. Noches donde se mezclaban el tabaco y el alcohol con una animada conversación; cuando la palabra no era vacua y había gente dispuesta a emplearla, para hablar, para escribir o para escucharla.


martes, 7 de diciembre de 2010

Tardes de mesa camilla y brasero


Llueve. Las tardes de lluvia en otoño son una invitación a la melancolía. Recuerdos de castañas asadas, vendedoras y cartuchos de papel de periódico, y de hojas secas en las aceras de Madrid. Y también, tardes de brasero y mesa camilla en Jaén.
El olor a café recién hecho escapando de la cocina. Churros, magdalenas de las monjas, ochíos o tortas de manteca. La merienda como una tradición, pero también como la excusa de cada tarde para sentarse alrededor del brasero y alzar las faldas hasta casi tapar el cuello.
La voz de mi abuela sobresaliendo entre el resto de las voces. Sentada en el sillón de orejeras, repartiendo, departiendo e impartiendo. Como un mariscal en el campo de batalla. Pero más pendiente de la intendencia entre la tropa de chiquillería, que de estrategias o movimientos envolventes para ganar la batalla. Sólo beligerante para que cada uno tuviera su taza de cacao y bollo o churro que sumergir en ella.
Firme en su negativa a que echáramos una “firma” con la rasera en el brasero de picón. Y condescendiente cuando de forma excepcional permitía a alguno de los nietos echar esa “firma”. Entonces, con mayor o menor presteza, en la mayoría de las ocasiones torpemente, desde las manos infantiles la rasera de hierro se hundía en el picón para avivar las brasas y poblar el brasero de rojas estrellas incandescentes. Un brillo tan intenso como el de nuestros propios ojos.
Después vendrían los braseros eléctricos. Con dos y hasta con tres resistencias. Cuyo único aliciente para un niño era apretar el botón que encendía la segunda o la tercera y ver como rápidamente cambiaba su color hasta un vivo anaranjado. Nada que ver con el logro de remover el picón y el resplandor del rostro al conseguirlo.
Y también pasaríamos después con naturalidad del cacao al café con leche. Aquel café que mi abuela y yo siempre concebimos con la leche caliente, frente a mi hermana y mis primos que aún hoy lo prefieren mezclado con leche fría. Una diferencia de temperatura que podría parecer insignificante, pero que en realidad establece la distancia entre la pausa que actúa de antesala a una conversación y la premura que la sesga antes de que se produzca.
El café, su olor y su sabor, siempre me traen el recuerdo de mi abuela. Y las tardes de lluvia, ausentes hoy mesa de camilla y brasero, me golpean la memoria. Hoy las casas están más caldeadas, pero es como si hubiera menos calor en ellas.
Foto: El resurgimiento del brasero. L.C, publicada en Diario Hoy de Extremadura.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Samaritanas


Durante las últimas cuatro semanas, de lunes a viernes, ellas han sido y son mi primera conversación del día y además, me traen un café caliente con una sonrisa. Son las samaritanas que dan agua al sediento y alimento al hambriento. Ellas están en ese primer café, en el desayuno, en el almuerzo y en el café con hielo de la sobremesa. Diría que forman parte del paisaje y casi del alimento.
Mariola tiene la mirada triste, pero siempre dispuesta una amplia sonrisa, y Alcázar tiene la mirada clara y guarda otra sonrisa. Casi todas las mañanas las acompaña Maricarmen, de ojos y sonrisa más tímidos, y también más callada.
Sin duda es una buena forma de empezar el día. Aunque en ocasiones, consciente o inconscientemente, no sabemos valorar, apreciar y reconocer a estas personas, que forman parte de nuestra vida cotidiana y la mayoría de las veces nos la hacen más agradable, más llevadera, más fácil…
Esa cotidianeidad, esa rutina hacen que en otros momentos perdamos la perspectiva y nos olvidemos de que esas personas, que están ahí siempre, tienen vida, con sus propios problemas, sus sueños, sus triunfos y sus fracasos.
A veces la asiduidad, el hábito o la frecuencia nos permiten establecer una comunicación entre ambos lados de la barra y descubrir que los anhelos y las cicatrices constituyen el cauce de los ríos de toda existencia. Es entonces, cuando dejamos de mirarnos el ombligo y percibimos esas otras existencias, esas otras aguas del río. La vida. Es en ese momento cuando aprendemos o deberíamos aprender a dar las gracias.