Ahora ya no hay castañeras refugiadas en un zagúan o apostadas en estratégicos lugares de obligado paso, embutidas en abrigos de paño grueso con las manos enfundadas en mitones para dejar libres los dedos, prestos para remover las castañas y servirlas en cucuruchos de papel de periódico.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
El olor de las castañas
Ahora ya no hay castañeras refugiadas en un zagúan o apostadas en estratégicos lugares de obligado paso, embutidas en abrigos de paño grueso con las manos enfundadas en mitones para dejar libres los dedos, prestos para remover las castañas y servirlas en cucuruchos de papel de periódico.
lunes, 5 de agosto de 2013
El Salambó
martes, 7 de diciembre de 2010
Tardes de mesa camilla y brasero

El olor a café recién hecho escapando de la cocina. Churros, magdalenas de las monjas, ochíos o tortas de manteca. La merienda como una tradición, pero también como la excusa de cada tarde para sentarse alrededor del brasero y alzar las faldas hasta casi tapar el cuello.
La voz de mi abuela sobresaliendo entre el resto de las voces. Sentada en el sillón de orejeras, repartiendo, departiendo e impartiendo. Como un mariscal en el campo de batalla. Pero más pendiente de la intendencia entre la tropa de chiquillería, que de estrategias o movimientos envolventes para ganar la batalla. Sólo beligerante para que cada uno tuviera su taza de cacao y bollo o churro que sumergir en ella.
Firme en su negativa a que echáramos una “firma” con la rasera en el brasero de picón. Y condescendiente cuando de forma excepcional permitía a alguno de los nietos echar esa “firma”. Entonces, con mayor o menor presteza, en la mayoría de las ocasiones torpemente, desde las manos infantiles la rasera de hierro se hundía en el picón para avivar las brasas y poblar el brasero de rojas estrellas incandescentes. Un brillo tan intenso como el de nuestros propios ojos.
Después vendrían los braseros eléctricos. Con dos y hasta con tres resistencias. Cuyo único aliciente para un niño era apretar el botón que encendía la segunda o la tercera y ver como rápidamente cambiaba su color hasta un vivo anaranjado. Nada que ver con el logro de remover el picón y el resplandor del rostro al conseguirlo.
Y también pasaríamos después con naturalidad del cacao al café con leche. Aquel café que mi abuela y yo siempre concebimos con la leche caliente, frente a mi hermana y mis primos que aún hoy lo prefieren mezclado con leche fría. Una diferencia de temperatura que podría parecer insignificante, pero que en realidad establece la distancia entre la pausa que actúa de antesala a una conversación y la premura que la sesga antes de que se produzca.
El café, su olor y su sabor, siempre me traen el recuerdo de mi abuela. Y las tardes de lluvia, ausentes hoy mesa de camilla y brasero, me golpean la memoria. Hoy las casas están más caldeadas, pero es como si hubiera menos calor en ellas.
lunes, 7 de septiembre de 2009
Samaritanas

Durante las últimas cuatro semanas, de lunes a viernes, ellas han sido y son mi primera conversación del día y además, me traen un café caliente con una sonrisa. Son las samaritanas que dan agua al sediento y alimento al hambriento. Ellas están en ese primer café, en el desayuno, en el almuerzo y en el café con hielo de la sobremesa. Diría que forman parte del paisaje y casi del alimento.
Mariola tiene la mirada triste, pero siempre dispuesta una amplia sonrisa, y Alcázar tiene la mirada clara y guarda otra sonrisa. Casi todas las mañanas las acompaña Maricarmen, de ojos y sonrisa más tímidos, y también más callada.
Sin duda es una buena forma de empezar el día. Aunque en ocasiones, consciente o inconscientemente, no sabemos valorar, apreciar y reconocer a estas personas, que forman parte de nuestra vida cotidiana y la mayoría de las veces nos la hacen más agradable, más llevadera, más fácil…
Esa cotidianeidad, esa rutina hacen que en otros momentos perdamos la perspectiva y nos olvidemos de que esas personas, que están ahí siempre, tienen vida, con sus propios problemas, sus sueños, sus triunfos y sus fracasos.
A veces la asiduidad, el hábito o la frecuencia nos permiten establecer una comunicación entre ambos lados de la barra y descubrir que los anhelos y las cicatrices constituyen el cauce de los ríos de toda existencia. Es entonces, cuando dejamos de mirarnos el ombligo y percibimos esas otras existencias, esas otras aguas del río. La vida. Es en ese momento cuando aprendemos o deberíamos aprender a dar las gracias.