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jueves, 11 de junio de 2020

El lector de hielos

Los hielos del vaso no engañan. Acabarán por deshacerse. Solo del bebedor depende que cuando lo hagan no consigan aguar el whisky. Y Juanito “El andariego” tiene ya muchas gargantas recorridas para saber cuándo debe apretar el paso y deslizarse una vez más por ese tobogán que es el esófago para dejar así al hielo solo en ese proceso de conversión. 
Había un tipo que presumía de leer los cubitos de hielo y su precio de lectura era el pago del vaso que se bebería. La barra del bar y un viejo taburete eran su hábitat, aunque, probablemente por los años, en ocasiones necesitaba un par de libros para leer, que el barman se mostraba presto a cobrar. 
Hay quien no cree en ese tipo de lecturas y, sin embargo, comprende la necesidad de apurar hasta la última gota de whisky del vaso y hasta entiende que en alguna medida eso aporte luz. 
Aunque tampoco desconoce que hay días y días. De esos que se tuercen, probablemente porque amanecieron ya virados o porque son de esos en los que la sombra acecha y ni siquiera precisan que tape el sol, porque su sola presencia ya los joderá. 
No sirve de excusa, pero en uno de esos días el fuego abrasa las calles y también arde en el interior de uno, así que Juanito “El andariego” es bienvenido y no hay prisa para su marcha. E incluso se muestra cierta predisposición a escuchar la lectura de hielos de aquel tipo, que en cada barra cambia de cara, aunque siempre es el mismo. 
En uno de esos días cuesta aplacar la sed. Los demonios empujan la tapa de la caja de Pandora que cada uno lleva dentro pujando por salir. Las cicatrices queman como si de repente se reabrieran las heridas. Y hasta es posible que en algún lugar del bar un espejo refleje ese rostro que ya cada vez es más difícil reconocer. 
De fondo suena la voz del lector de hielos, mitad filósofo, mitad predicador. Bebe otro trago, empeñado en contar un pasado que siempre quien escucha conocer mejor que él y aventurando un futuro que no es más que una cábala, fácil de soñar y más fácil aún de pagar, ya que su precio es aquel vaso con su whisky y sus hielos. 
En una de las rondas se derramó un vaso y el lector, contemplando como aquellas páginas de su peculiar libro resbalaban por la barra, mojó su mano en el whisky y la lamió. Es posible, no existe la certeza, que en aquel momento descubriera que las palabras siempre estuvieron allí y no en los hielos. También puede ser que ya fuera tarde para esa lectura.

domingo, 23 de junio de 2019

La vida a los pies

Se le cayó la vida a los pies. Y por primera vez pensó que no podía levantarla. O que no merecía la pena. Apretó los dientes y sintió doblarse las encías. Hincó los dedos en las palmas de las manos y notó que se deshacían como si fueran de arena. 
Alzó la mirada, no necesitaba verlos para saber que estaban allí. Era uno de esos días en los que los demonios aprovechan las grietas para salir, incorporarse y plantarse desafiantes frente a tí. 
No era la primera vez. Y sospechaba que tampoco sería la última. Ellos siempre volvían. Y además, ya habían pasado antes por eso. Una lucha sin vencedores ni vencidos en la que sin embargo se atizaban como si fuera la última batalla. 
No había sal que cicatrizara aquellas heridas. Tampoco había territorio para el olvido. Pero ahora era distinto, por primera vez sopesó no presentar batalla. Contempló a aquellos diablos juguetones con los que había convivido tantos años y pensó que quizás la derrota es una victoria. Puede que solo fuera hastío. 
Imaginó al púgil besando la lona. Oyó en medio del bullicio la voz que decía que aguantara hasta que el árbitro llevara la cuenta al 7. Miró sus ojos y vio el brillo de la codicia. Nadie iba a tirar la toalla. Y por primera vez tuvo la certeza de que no se levantaría, de que permanecería en el suelo del ring, con aquella brecha en la ceja y el sabor de la sangre en su boca. 
De repente todo quedó en silencio. Solo escuchaba aquella canción en su cabeza. Sintió el brazo de su padre sobre sus hombros y por un instante recobró ese paisaje de la adolescencia. Los recuerdos se agolpaban y pasaban a una velocidad de vértigo por su mente. Sabía que no podía atraparlos, pero también sabía que estaban allí. Siempre estuvieron allí. 
Bajó la vista. La vida seguía caída a sus pies. Dudó entre alargar la mano o dar la vuelta y marcharse. Ni lo uno, ni lo otro. Permaneció inmóvil. Apenas esbozó media sonrisa. Sintió el fuego de una hoguera y las llamas abrasando la piel. Hasta percibió el olor de la carne quemada y cómo se derretían los sueños por la combustión. 
Escuchó un zumbido. Al principio, suave, apenas perceptible; y luego, cada vez más grave y sonoro. Abrió los ojos. Allí estaba, retándole desde la mesita de noche marcando la hora. Era el despertador. La campana salvando al púgil.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Los muros de cristal

Hay muros que no caen nunca. Sempiternos e invisibles se alzan ante uno con la única función de interponerse, no para evitar que pueda alcanzarse lo que hay al otro lado sino para recordar porque fueron levantados. 
Son muros que no pueden ser derribados. Inmunes a la demolición. Tampoco pueden ser escalados, ni bordeados. Es decir, que parecen infranqueables, pero que incomprensiblemente tienen la capacidad de desplazarse de manera que te evitan la sensación de asfixia y no te sitúan entre la espalda y la pared. 
Están siempre ahí, y a diferencia de los demonios con los que se aprende a convivir, los muros no dan tregua. Siempre en medio, con esa apariencia de fragilidad que da el cristal y la dureza del diamante.
Levantados con lo extraviado, con lo que se dejó marchar y no se pudo o no se quiso conservar, con un pasado idealizado que murió en el mismo momento en que se convirtió en presente y que persiste por la renuncia a digerirlo y el hábito de volver la vista atrás. 
Muros sustentados en las viejas heridas que nunca cicatrizaron bien, las mismas que mutaron de argumento a excusa para acabar siendo el mayor de los engaños: el silencio. 
Sólidos muros, que no constituyen fortaleza alguna, pero que delimitan una prisión imaginaria; sin escapatoria, porque no existe intención de escapar. 
Son muros que piden a gritos la llegada de una primavera, una ventana que se pueda abrir o las pinceladas de un artista. Una luz que permita un resquicio a aquellos que saben esperar, a aquellos que creen que todavía merece la pena buscar. 
Y sin embargo, en ellos descansa la escarcha del invierno; la misma escarcha que como las nieves perpetuas reposa en la cabeza y en el corazón.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Piedras en el corazón

Se puede reconocer o no, pero no conozco a quien no tenga cicatrices en el corazón. Y eso es una evidencia de haber perdido al menos una vez y de que esa pérdida dejó una huella más profunda de la deseada. Pero también es la prueba irrebatible de haber vivido y de estar vivo. 
Las cicatrices son testigos de heridas del pasado; algunas clausuradas, pero otras, frágiles líneas dibujadas en la piel expuestas a abrirse con la mera evocación de ese pasado o con un presente marcado por las reminiscencias. 
Y el corazón es una caprichosa caja. Un cofre de incierto fondo, que lo mismo alberga los restos del naufragio que la esperanza del náufrago. 

martes, 14 de febrero de 2012

San Valentín

Hoy es el día en que pasan esa lista en la que sólo figura tu nombre y sin adquirirlas tienes todas las papeletas para que te pongan falta. El mismo en que las flores sustituyen a las palabras para aquellos que consciente o inconscientemente ya no tienen qué decir y se esconden tras un ramo para no pronunciar el pronombre y el verbo que al otro lado desean oír. Palabras que se confunden con los pétalos de esas flores y que la costumbre vacía de contenido ante la evidencia de los hechos.
Nadie pasa lista a los corazones solitarios, que sienten la quemazón de la soledad y se lamen las viejas heridas. Y aún así, porque nadie escapa a la machacona propaganda, siempre se abren espacios a la duda o simplemente se alimenta el deseo hacia lo que se carece o la nostalgia de lo que nunca se tuvo.
Triunfa el márketing frente a los sentimientos y si desprecias la hoja del calendario y si no marcaste con rojo carmín ese 14 fatal del mes de los locos te convertirás en el ser estigmatizado, marcado con una equis de negro indeleble que desde el otro lado se encargarán de exhibir.
Pero es peor la mirada que constata la ausencia al pasar lista. Y de pronto parece que pasaran lista también en las floristerías de la ciudad, en las bombonerías y en los grandes almacenes. Y la falta de movimientos del dinero de plástico y el reposo del de papel en la cartera se convierten en dedos acusadores y buscan unos labios que griten al viento que no tienes corazón.
Algunos afirmarán que el descreimiento ronda los límites de la osadía y empuja al cinismo, pero qué listos los que mienten un día para esconder la verdad de los 364 restantes.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cicatrices

Hay quien gusta de presumir de cicatrices. De las que se dibujan en la piel. En algunos casos por el mero hecho de haber sobrevivido. Y en otros, como simple recordatorio de lo acontecido, un accidente, una intervención quirúrgica, un percance profesional, una noche canalla… Pero hay cicatrices de las que no se presume, esas cuyas costuras en la piel son la memoria del horror y aquellas otras que no se ven.
Esas cicatrices a pesar de no ser visibles se reflejan en ocasiones en el rostro, en los gestos y hasta en el andar. Creo que tienen cura, pero ignoro el tiempo necesario para cerrarlas y se que tienden a abrirse más de lo deseado. Puede que algunas devoren una vida para ser sanadas y por tomar distancia con el optimismo reconozco que algunas probablemente no se cierren nunca. Por eso muchas personas aprenden a vivir con ellas.
Las heridas que las produjeron son profundas y dolorosas. Tanto como la sima del miedo cuya puerta abrieron a las víctimas. Y sí, son necesarias manos y escalas a las que asirse para no ahogarse en esas profundidades. Y también es necesario romper el silencio. Y aún así no hay más juez o más médico que el tiempo.
De nada o de muy poco sirve el día señalado en el calendario una vez al año o el voceo del catálogo de los horrores, cuando el parlamento no alcanza para soluciones y hay conformidad simplemente con plasmar el momento; dejando huérfano el calvario de los 364 días restantes y apenas aplicando un bálsamo en las cicatrices de la piel, en esos costurones agarrados a ella como un ciempiés, y contribuyendo a la invisibilidad de las restantes.
Individualmente no somos responsables. Sólo lo es el que hiere, golpea, maltrata y asesina. Pero colectivamente participamos en colocar las piezas de ese puzzle cuya imagen completada nos degrada como sociedad; porque entre esas piezas están las de la justificación, las del silencio, las de las excusas, las de mirar a otro lado, las de la broma simpática y dañina… incluso las de hurgar en la herida, las que la abren y la hacen sangrar de nuevo.
Cuentan que hay quien gusta de no borrar las cicatrices del rostro porque imprimen carácter o por ser la marca externa de una estancia en el infierno, pero nunca escuché a alguien que confiara en construir el futuro con las cicatrices del alma. Quizás porque más que aprender a lamernos las heridas, deberíamos apostar por educarnos para que no se produzcan. Nunca hubo cicatrices sin heridas.