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viernes, 29 de diciembre de 2023

Gorriones

 

Contemplo en un mediodía de final de diciembre a unos gorriones mientras beben agua en unos recipientes de plástico colocados por algunos vecinos para que pájaros, ardillas, gatos y el resto de la fauna del lugar puedan saciar su sed. 
Pienso en la paradoja de que la pandemia nos trajera de vuelta, entre otros, a los gorriones. Pienso en estos pajarillos pardos, en apariencia insignificantes, poca cosa, y que, sin embargo, siempre han formado parte de nuestro paisaje vital. 
Y pienso, cómo no, en aquel gorrión al que cantaba Joan Manuel Serrat. Ese mismo Serrat que está cumpliendo 80 años y al que vemos con los ojos de ayer, con la mirada de la mente, lo que nos lleva a un tiempo pretérito y nos hacer verlo como un eterno Peter Pan. Ese Peter Pan en busca de su sombra que se refleja en la pared como aquellas otras sombras chinas de juegos de manos y luz que crean un mundo del que formábamos parte. 
Eso no significa que perdamos de vista la realidad del momento actual y no seamos conscientes de ese paso del tiempo que implica la vida. Tampoco perdemos la consciencia y el contexto de lo que han sido esos 80 años de la vida de Serrat o al menos de una parte importante de esas 8 décadas. Su canto a los poetas, a la vida, a la libertad…, los cimientos de lo que sería la denominada Nova Cançó catalana y su compromiso innegable e innegociable con sus convicciones, incluso en los momentos críticos. 
El Nano, el Noi del Poble Sec, Juanito ha cumplido 80 años. Y nosotros cumplimos años con él. Peinamos canas, recordamos el pasado aquel que algunos se empeñan en que vuelva sin entender que es otro tiempo y otra España y revivimos aquellos momentos vividos con sus canciones como testigos. El tiempo pasa para todos, pero lo importante es haberlo vivido. Hasta volando bajo como un gorrión.

viernes, 26 de mayo de 2023

El último baile

 
En el último baile apenas caben las miradas y son torpes los pasos. Trazas con el dedo una línea en el suelo y donde ya no cabe una vida suena una vieja melodía. Atrapados en una baldosa mueren los sueños y por un instante, bordeando el precipicio, eres quien nunca alcanzaste a ser. 
Frente al abismo, los hilos están en tus manos, pero desvencijadas las extremidades sólo se vislumbra en el rostro el rictus que alguna vez fue sonrisa. Y como tampoco hay ya lugar para el llanto, sólo cabe mirar al horizonte. 
El atardecer anuncia el mañana, pero también es el preámbulo de noches largas. Y esas veladas que una vez fueron la existencia son hoy apenas una invitación al naufragio. 
En la liturgia de los corazones solitarios nunca tuvo cabida el relato de la redención, tampoco el del arrepentimiento. La única comunión fue con el existir y la resurrección se vivía a diario, tan sólo era necesario poner el pie en el suelo al abandonar la cama. 
Ahora escuchas al trovador como si entonara una plegaria y las cuerdas de la guitarra son un ring en el que estás destinado a besar la lona. Un beso de labios áridos que agita recuerdos y reabre heridas que nunca acaban de cerrar. 
Los hilos se escapan entre los dedos, como antes lo hizo la arena o el agua; incluso la plata. Incapaz de asir nada, dejaste volar las cometas sin pararte un instante a contemplarlas en ese mismo cielo que hoy se oscurece sin siquiera ofrecerte agua. 
Aún así es tu baile. Tu último baile. Ese donde los pasos son torpes y apenas caben las miradas. Ese en el que un susurro al oído te hace creer en que hay esperanza, mientras una vez más buscas la luna entre los hielos del vaso.

miércoles, 27 de enero de 2021

El Palacio de Cristal


 

Siempre ha sido uno de mis lugares favoritos de Madrid. Como mi casa estaba cerca de El Retiro era frecuente que en nuestra infancia nos llevaran allí a desfogar. La Rosaleda y el Palacio de Cristal solían formar parte del itinerario, que siempre o casi siempre finalizaba en La Cabaña frente a una bolsa de patatas fritas.
Esos paseos continuaron con el paso de los años. Recuerdo una etapa en particular en la que a menudo en horario matinal paseaba por El Retiro y al llegar al Palacio de Cristal me sentaba en un banco cercano bajo un árbol o en la misma escalinata que descendía hasta el agua. Allí, con el sol otoñal o invernal y con la pausa que te proporciona la ausencia de obligaciones, me limitaba a observar como ese sol se reflejaba en los ángulos de la estructura de hierro y cristal y como la vida desfilaba mientras los patos entraban y salían del estanque y el surtidor del centro brotaba como un geiser intentando alcanzar el cielo.
Probablemente ya la vida se escapaba entre los dedos, pero yo, quizás por la incertidumbre o simplemente por llevar la contraria, era joven, tenía la sensación de lo contrario, de que en aquel rincón me asía a la vida.
Recibo una foto, de la que desconozco a su autor, de esos recientes días de nieve que lo convierten en un paraje idílico. Y además de avivar los recuerdos, me reafirma en mi percepción de que es un lugar único.
Bien pudiera ser una caja de cristal o una jaula, desde cuyo interior se observa y se es observado y donde las cristaleras dibujan un espejismo de libertad que no logra borrar su hermetismo. Pero yo prefería permanecer en el exterior, contemplar su figura recortando el cielo. Dejar la mente volar y pensar que, por qué no, aquel era el día de la derrota de mis demonios, que se instalarían para siempre en aquel palacio, a la vista de todos y a la suficiente distancia de mí. La derrota nunca llegó. Y armisticio tras armisticio, el palacio siempre permanece allí; transparente, y sin embargo, tan visible.

miércoles, 29 de abril de 2020

Los cerezos en flor

Los cerezos en flor anunciaban una primavera que de algún modo nos ha sido robada como aquel mes de abril al que cantaba el trovador ubetense. No han sido lo único. Podríamos afirmar que nos han escamoteado una vida. Quizás para un gato una vida más o una vida menos sea algo relativo, insignificante, pero cualquier vida ha de ser vivida, hasta la que nos arrebatan. 
Ahora cuando pensamos en este tiempo que hemos tenido que vivir de forma inesperada, imaginamos, obviamente fantaseando, todo aquello que podíamos haber hecho y no hemos hecho, y que probablemente tampoco habríamos hecho en las condiciones habituales. 
Y ahora por esta situación anómala, para muchos se hace presente la muerte. Como si no estuviera antes ahí. Como si no fuera la única certeza de la vida. 
Descubrimos la vulnerabilidad, la fragilidad de nuestra existencia y de existencias ajenas e incluso nos adentramos en territorios inexplorados para algunos como el de la soledad. También pisamos la senda del miedo y naturalmente, reparamos en el dolor; en sus causas, en sus síntomas y en sus tipos. Aprendemos que hay un dolor físico, que en la mayoría de los casos es pasajero aunque en ocasiones parezca eterno, y hay otro dolor, más profundo, más duradero y por tanto, más complicado de sanar. 
De repente, un enemigo invisible ha tambaleado nuestra existencia, ha dinamitado los pilares sobre los que sustentábamos nuestro refugio y nos ha mostrado indefensos. Nos ha dejado desprovistos de corazas físicas e inmateriales, a su merced no sólo en el ámbito sanitario o ante una previsible crisis económica. Nos ha dejado desnudos como personas, individual y colectivamente. Y esas heridas tardarán un largo tiempo en cerrar. 
Por eso es hoy cuando anhelamos ese anuncio de primavera y ese birlado mes de abril. Por eso hoy más que nunca desearíamos volver a aquellos cerezos en flor.

martes, 7 de abril de 2020

Escapar

La otra noche fui a tirar la basura. Y tuve la tentación de salir corriendo. Cuesta abajo y sin mirar atrás. Sin plantearme destino. Y sin pensar en parar. Inconsciente de que no podía escapar. 
Algo me retuvo. El silencio solo roto por el ruido de un motor lejano. La desolación de una ciudad que ahora más que nunca parece muerta. La responsabilidad que pesa como el plomo y te fija al suelo como un ancla. O quizás la inexistencia de un horizonte. 
De repente, no había nada más allá de donde alcanzaba la vista. Solo luces como una paradoja de la oscuridad. 
Los campos habían desaparecido. Y la ciudad era una silueta recortada en el cielo. No oigo el compás de los pasos, ni el sonido de la tela de tu vestido al girar. Aquel vestido floreado está ahora encerrado en el armario. Te escucho reír dentro de mi cabeza. Te miro. Quisiera buscarte, pero no estás ni siquiera en un sueño del que despertar. 
Las calles siguen ahí. Desprovistas de vida. Los cristales guardan ahora nuevas historias. Ya no llegan cartas escritas a mano con sellos de colores. Y nadie se detiene a mirar los escaparates. 
En la distancia se oye a un perro ladrar. Cuando llegue a casa pondré aquel disco que juré no volvería a sonar. Revolveré entre los libros y las viejas revistas. Quizás saque una cerveza de la nevera o abra una botella de vino para llenar la copa. El whisky ahora no es una buena elección. 
Procuro guardar distancia con la televisión. Los noticiarios cuentan que todo va a salir bien, pero nada está bien. Dicen que volverá la normalidad, aunque hace tiempo que cambiamos la normalidad por la rutina. Y siguen los mismos, algunos con otra cara, peleando por un poder que nunca será nuestro. Inventan héroes y guerras donde solo hay personas haciendo su trabajo y tratando de sobrevivir. No es que importe mucho, pero apenas hay diferencias entre mañana y hoy. Contamos infectados, muertos y curados como si se tratara de una estúpida competición. Ignorando que no habrá ganador, ya todos hemos perdido, porque la única cuenta es la de un día menos o la de un día más. 
Un ruido seco confirma el cierre del contenedor, como queriendo avisarme de que he de regresar. Desando el camino en la misma soledad. Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Cierro la puerta. Otra oportunidad perdida para escapar.

domingo, 29 de marzo de 2020

El mañana

Mañana no habrá trincheras con forma de ventana. Las manos no irán envueltas en látex. Y al desaparecer las máscaras se podrá contemplar una sonrisa en el rostro. 
Se acortarán las distancias. Dos podrán volver a ser uno. Y en pocos metros habrá menos lugar para la soledad. 
Las risas y los llantos se fundirán con los hielos del vaso. Se abrirán los brazos como una invitación. Fluirá el verbo. Y los ojos se volverán a encontrar en ese espacio que invita a la convivencia o a la intimidad. 
Sonará la música en los corazones. Los pasos marcarán el ritmo perdido en las baldosas de pasillos y habitaciones. Un chasquido de dedos y una inclinación de cabeza serán la señal para girar. Dejaremos atrás el baile del claroscuro. Y dibujaremos sobre el piso una pirueta sin final. 
Mañana intentaremos que las palabras dichas sean más hermosas que las palabras pensadas. Llamaremos a las cosas por su nombre. Y arrebataremos al papel o la memoria los pensamientos dulces del confinamiento. 
Atraparemos la luz para desdibujar las sombras. Saldrá el sol. Y la tarde será la innecesaria excusa para esperar a la luna. 
Mañana compraremos flores en la plaza del Pósito, niña Paula. Flores de tallos y espinas. Sin artificios, porque tocará desnudar la verdad y será innecesario adornar la mentira. Y festejaremos que somos y estamos. 
No habrá licor más amargo que un recuerdo triste. Brindaremos por los ausentes. Y sentiremos la vida deslizarse por nuestras gargantas. 
De pie o sentados esperaremos a ese mañana que está por llegar. Donde nos reencontraremos tú, yo y los demás supervivientes. Cuando el espejismo se torne realidad o cuando consigamos despertar.

domingo, 23 de junio de 2019

La vida a los pies

Se le cayó la vida a los pies. Y por primera vez pensó que no podía levantarla. O que no merecía la pena. Apretó los dientes y sintió doblarse las encías. Hincó los dedos en las palmas de las manos y notó que se deshacían como si fueran de arena. 
Alzó la mirada, no necesitaba verlos para saber que estaban allí. Era uno de esos días en los que los demonios aprovechan las grietas para salir, incorporarse y plantarse desafiantes frente a tí. 
No era la primera vez. Y sospechaba que tampoco sería la última. Ellos siempre volvían. Y además, ya habían pasado antes por eso. Una lucha sin vencedores ni vencidos en la que sin embargo se atizaban como si fuera la última batalla. 
No había sal que cicatrizara aquellas heridas. Tampoco había territorio para el olvido. Pero ahora era distinto, por primera vez sopesó no presentar batalla. Contempló a aquellos diablos juguetones con los que había convivido tantos años y pensó que quizás la derrota es una victoria. Puede que solo fuera hastío. 
Imaginó al púgil besando la lona. Oyó en medio del bullicio la voz que decía que aguantara hasta que el árbitro llevara la cuenta al 7. Miró sus ojos y vio el brillo de la codicia. Nadie iba a tirar la toalla. Y por primera vez tuvo la certeza de que no se levantaría, de que permanecería en el suelo del ring, con aquella brecha en la ceja y el sabor de la sangre en su boca. 
De repente todo quedó en silencio. Solo escuchaba aquella canción en su cabeza. Sintió el brazo de su padre sobre sus hombros y por un instante recobró ese paisaje de la adolescencia. Los recuerdos se agolpaban y pasaban a una velocidad de vértigo por su mente. Sabía que no podía atraparlos, pero también sabía que estaban allí. Siempre estuvieron allí. 
Bajó la vista. La vida seguía caída a sus pies. Dudó entre alargar la mano o dar la vuelta y marcharse. Ni lo uno, ni lo otro. Permaneció inmóvil. Apenas esbozó media sonrisa. Sintió el fuego de una hoguera y las llamas abrasando la piel. Hasta percibió el olor de la carne quemada y cómo se derretían los sueños por la combustión. 
Escuchó un zumbido. Al principio, suave, apenas perceptible; y luego, cada vez más grave y sonoro. Abrió los ojos. Allí estaba, retándole desde la mesita de noche marcando la hora. Era el despertador. La campana salvando al púgil.

viernes, 28 de diciembre de 2018

El tiempo regalado

Es difícil establecer qué tiempo nos ha sido otorgado y cuál nos viene de forma adicional. Salvo en situaciones extremas a partir de las cuales se intuye un antes y un después, el resto es un enigma. Y aún así podría hablarse de un tiempo que no nos corresponde, pero que usamos.
Podríamos denominarlo el tiempo regalado. Por aquello de periodo extraordinario y por tanto, inesperado. Y a pesar de ello no sería disparatado afirmar que cualquier tiempo por vivir es un regalo.
Un tiempo atrapado en las hojas del calendario. Un tiempo marcado pausadamente por las agujas del reloj. Un tiempo espaciado entre los granos de arena deslizándose por la garganta de cristal. 
Un tiempo cuyos hilos maneja el desconocido relojero que da cuerda a los relojes de la vida. Ese mismo relojero que dibuja el principio y el final y establece a ritmo del minutero cuánto tiempo ha de prolongarse el tránsito.
Manos firmes con preciso instrumental que aleatoriamente o por designios indescifrables fijan ese tiempo que hemos de vivir. Obviando a aquel jefe indio que tras visitar al Gran Padre Blanco en Washington contara a su pueblo las rarezas del hombre blanco, que escribía en papeles para el día siguiente lo que había ocurrido la jornada anterior y que tenía una máquina con la que creía que medía el tiempo, como si el tiempo se pudiera medir.
Y así desde el principio de los tiempos hubo quien disfrutó de un tiempo regalado y hubo quien se encargaba de regalar ese tiempo. Sin saber porqué y para qué. Sin merecerlo o desmerecerlo. 
Cualquier desearía solicitar esa prórroga. Cualquiera anhelaría conocer al relojero y convencerlo de dar dos o tres vueltas de cuerda más. Excepto el pesimista u optimista informado. O aquel que intuye no necesitar más tiempo porque va sobrado e incluso sobrepasado por el que le tocó vivir.
No todos pueden ser gatos para disfrutar de siete vidas. O de las nueve que les atribuyen en alguna cultura. Da igual, porque también hay quien es incapaz de vivir el tiempo otorgado; de modo que el tiempo regalado sería un don perdido. Y si una vida sería excesivamente larga; dos, tres, cuatro..., serían una condena.
Y pese a todo, aquí estamos gastando el tiempo. Esperando que pase. Intentando que no se escape. Y mirando el reloj, siguiendo la danza de las agujas y cruzando los dedos para que el relojero desconocido no olvide darle cuerda. Obviando a aquel jefe indio. Como si el tiempo se pudiera medir. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Rachas de viento

Son rachas. Como las del viento. Ese viento helado del Norte, ese que te hiela los huesos y hasta la sangre. Ese mismo que puede llegar a helarte el corazón. 
Rachas de viento que duran un soplo y que sin embargo parecen interminables, casi eternas. Son como páginas en blanco de un futuro impredecible más allá de la previsible escritura; la danza de las letras sobre el papel. 
Quizás estaba escrito previamente en el libro de la vida con la tinta invisible de los juegos infantiles y de los sueños de espías. O quizás no es más que otro breve capítulo de renglones torcidos e incierto final. 
Sopla. Y silba. Como una locomotora desbocada. Como un aullido prolongado. Como un salmo inteligible. 
Cierras los ojos. Y esperas que amaine, que la ira se vuelva murmullo y que no brote el eco. Anhelas que la racha del viento traiga una melodía, aunque vuele la partitura y aunque la letra esté perdida. 
En un momento de debilidad abrazas la fe del creyente y recuerdas aquel rock dormido que abría la puerta a que el ángel decida volver. Pero no puedes evitar la visión de unas alas mojadas y una espada de fuego. Y piensas que hay fantasmas que no se van del todo y otros que no terminan de llegar. Y todo está en la cabeza. Y todo viaja en las rachas de viento. Y todo es real. 
Quieres correr. Saltar. Volar. Conocedor de que un paso adelante implica uno y medio atrás. Nadie te habló de la lluvia. Ni del arco de colores que encierra un tesoro y te devuelve por un instante la inocencia. Nadie te dijo que el sol duerme en un rincón. 
El viento trae frío y oscuridad. El mañana está al llegar. Son rachas. El bourbon te hace un guiño. Y no hay dados en la palma de la mano.

domingo, 27 de mayo de 2018

Trenes

Los trenes llegaron a las vías muertas. Y ya no hubo marcha atrás. Quedaron paralelos los surcos de hierro en la tierra, señalando caminos a ningún lugar. Permanecimos de pie en viejos andenes, mirando al horizonte, esperando a aquella locomotora que ya nunca llegará. 
Suspendidas en el aire, las preguntas pendientes de responder alimentan la ausencia de certezas. Cruzamos las miradas buscando un guiño que tampoco va a llegar. No suman dos soledades, ni siquiera para volver a empezar. 
Una ventana sin cristal esboza un cuadro irreal. No tiene sentido dejar a la mirada perderse. Ni siquiera cuando se oyen pasos de viajeros perdidos en el andén. Sin rumbo y cargados de equipaje, de ese pegado a los huesos e incrustado en la memoria que hoy es el ayer. 
A lo lejos parpadean luces de neón, reclamo de salones donde conviven el engaño y el fracaso. Donde la carne es ley mezclada con rimmel y carmín. Donde no hay forma de sobrevivir al naufragio y cada día es una sentencia sin más. 
Afuera la vida suena, con el compás cambiado y el riff de una guitarra con cuerdas rotas que una vez vivió en las manos de una estrella del rock y hoy enmudece lánguidamente hacia una afonía sin remedio. 
Entre murmullos se oye el golpe seco de una maleta al caer y al abrirse muestra el bagaje de los nómadas, el resumen de una vida que no ocupa más que un agujero en la arena. 
Nadie dijo que el viaje mereciera la pena. El error fue creer que el punto de destino era mejor que el de partida. Y en ese tránsito se tiene todo y nada, se gana y se pierde con dados y cartas trucadas y se sueña con el azar como elemento corrector. 
Escuchamos un ruido en la distancia y deseamos que sea el del traqueteo del vagón o simplemente aquella llamada de ¡viajeros al tren! No es más que una alucinación, ya solo el viento pule los raíles y hace volar el polvo que testifica el paso del tiempo. 
Es la última parada. Y no hay vuelta atrás. 

lunes, 14 de mayo de 2018

Armarios

Hay algo desolador en abrir los armarios y contemplar ropa de otro tiempo. Prendas que ya no sirven a los cuerpos para los que fueron adquiridas y que sin embargo guardan la huella de esos mismos cuerpos. 
Es el testimonio de un ayer que nunca acaba de irse, pero que tampoco regresará. 
Contemplo una hilera de pequeñas perchas con varias prendas de abrigo. Vuelvo la vista atrás. Recuerdo cuando se compraron. Las azules, las rojas…, a alguna de ellas no la llenaba el cuerpo o le sobraba hechuras; o ambas cosas. 
Veo algunos pares de pantalones. Esos que un día eran largos. Los mismos a los que había que ajustarles la cintura con aquella goma elástica que tanto costaba abrochar al botón. Hoy los miro y me provocan una mezcla de risa y nostalgia. 
Hay algunas camisas mías. Deben llevar mucho tiempo allí colgadas. Si intentara ponérmelas y casar cada botón con su ojal podría darse la paradoja de convertirme a la par en víctima y estrangulador. Este cuello ya no es aquel. Y el abdomen tampoco es el mismo. Podría decir que han encogido o que ahora me gusta llevarlas más anchas. 
Y también está aquel chubasquero naranja que en su día parecía atrevido y hoy se muestra muy discreto. Y la trinchera beige, al más puro estilo Bogart y que me sigue estando tan grande como la primera vez. A ella no le afectan ni cuello ni abdomen. Apenas la uso, pero no he olvidado como se deslizaban las gotas de lluvia por aquel tejido como encerado. 
Abro otro armario y me encuentro frente a un espejo. Ya no necesito que la ropa me cuente nada. El rostro pertenece al presente. Ahí también soy capaz de reconocer las huellas de lo que fue. No me preocupa. Tampoco me asusta ni me deprime. Me pregunto si al cerrar el armario él se quedará allí como las camisas y el resto de la ropa. Sonrío. Debe ser muy incómodo pasar media vida colgado de una percha.

domingo, 29 de abril de 2018

El reflejo

Estaba de pie en el centro de la sala con una cerveza en la mano y golpeando el suelo con la punta del zapato al ritmo de la música. No le había visto nunca antes de aquella noche, pero lo que ninguna vez alcanzó a ver frente al espejo lo contempló con absoluta nitidez en aquel desconocido. Su propio reflejo. 
Se veía a sí mismo con unos años menos, pero insuficientes para dar cabida a las excusas. Imaginaba aquel trago frío y largo de cerveza resbalando por su propia garganta. Cerró los ojos y se dejó llevar por un instante por el riff de la guitarra. Los reabrió al momento. Pensó en aquella vida que le oprimía y de la cual no era capaz de escapar. No podía disimular que cada vez era más apremiante la necesidad de hallar placebos para poder afrontar la rutina del día a día. 
Vivía cuando no dormía, consciente de que necesitaba dormir para vivir. Siempre prefirió la noche al día. Aquel silencio general, pero no absoluto, roto por ruidos aislados que alcanzaban el nivel exacto de su sonoridad. 
Disfrutaba con los hielos deshaciéndose en el fondo del vaso. Le gustaban las sirenas de piernas largas y miradas perdidas acodadas en la barra. Y escuchar, casi de manera enfermiza, aquella canción que le ubicaba en un tiempo que se fue, cuando era lo que ya no puede ser. Repetía el estribillo como una letanía y escudriñaba alrededor en busca de una sonrisa o una mueca en otra cara que revelara esa complicidad intangible de los noctámbulos. 
Dirigió de nuevo su mirada al centro de la sala. Y sí, continuaba allí, de pie y con la cerveza en la mano. Recreó la imagen de un espejo roto, donde pervive el reflejo pero carente de uniformidad. Así que se observó a sí mismo como una suma de fragmentos atrapada en lágrimas de cristal. 
Los músicos anunciaron la interpretación de un tema nuevo. El primero de su próximo disco. Una canción inédita siempre genera expectación entre los seguidores de una banda. Si te gusta a la primera ¡Miau! La próxima vez que la escuches ya solo prestarás atención a los matices, la letra, los acordes… Ahora se dejaba llevar de nuevo por el sonido de la guitarra. ¡Cómo le gustaba aquel guitarreo! Parecía una conversación con la batería en la que se iba elevando sin estridencia el tono de la voz. 
Al tema inédito le siguió una versión del “Knockin’ on Heaven’s Door”, de Dylan. Sonaba a despedida, a fin del concierto. Y así fue. Cerró los ojos de nuevo. Los abrió para ver que ya no quedaba nadie y era él quien ahora ocupaba el centro de la sala. Sin cerveza en la mano y sin nadie en quien reflejarse.

martes, 14 de febrero de 2017

A morder la vida

No acostumbro a darle bola a estas cosas. Tiene que ver con el descreimiento. Apenas me quedan unas causas perdidas. Quizás ya ni eso. Pero me lo ha pedido una amiga que luchó y ganó. Y está Fito, que no me apasiona pero tiene algo de poeta con guitarra. El rock es vida. Y la gente del rock se implica.
No estaré a la altura de los viejos y nuevos rockeros y probablemente puedo ser tachado de insensible, insolidario y similares. Pero esta vez, a lo mejor para llevarme la contraria a mi mismo, he decidido poner un granito de arena y puede que entre todos seamos capaces de levantar una montaña de esperanza.
Así que por favor disfrutarlo, compartirlo y cruzar los dedos por estos chicos y por tantos otros peleones. Espero que ellos y otros muerdan la vida. Fuerza y ánimo para estos chicos que no pierden la sonrisa. Para sus papis también. Y para todos aquellos que están en la pelea. 
No hay que ganar por KO. Y aunque se bese muchas veces la lona, lo importante es volver a levantarse.


    

Nota.- Este vídeo forma parte de un proyecto benéfico de recaudación de fondos para la investigación del cancer infantil organizado por la asociación de padres y madres de niños oncológicos "La Cuadri del Hospi". Fito ha colaborado donando su Harley-Davidson V-Road para un sorteo. Se pueden adquirir boletos para participar por la donación de 2€ en la web http://www.lacuadridelhospi.org/