domingo, 23 de junio de 2019

La vida a los pies

Se le cayó la vida a los pies. Y por primera vez pensó que no podía levantarla. O que no merecía la pena. Apretó los dientes y sintió doblarse las encías. Hincó los dedos en las palmas de las manos y notó que se deshacían como si fueran de arena. 
Alzó la mirada, no necesitaba verlos para saber que estaban allí. Era uno de esos días en los que los demonios aprovechan las grietas para salir, incorporarse y plantarse desafiantes frente a tí. 
No era la primera vez. Y sospechaba que tampoco sería la última. Ellos siempre volvían. Y además, ya habían pasado antes por eso. Una lucha sin vencedores ni vencidos en la que sin embargo se atizaban como si fuera la última batalla. 
No había sal que cicatrizara aquellas heridas. Tampoco había territorio para el olvido. Pero ahora era distinto, por primera vez sopesó no presentar batalla. Contempló a aquellos diablos juguetones con los que había convivido tantos años y pensó que quizás la derrota es una victoria. Puede que solo fuera hastío. 
Imaginó al púgil besando la lona. Oyó en medio del bullicio la voz que decía que aguantara hasta que el árbitro llevara la cuenta al 7. Miró sus ojos y vio el brillo de la codicia. Nadie iba a tirar la toalla. Y por primera vez tuvo la certeza de que no se levantaría, de que permanecería en el suelo del ring, con aquella brecha en la ceja y el sabor de la sangre en su boca. 
De repente todo quedó en silencio. Solo escuchaba aquella canción en su cabeza. Sintió el brazo de su padre sobre sus hombros y por un instante recobró ese paisaje de la adolescencia. Los recuerdos se agolpaban y pasaban a una velocidad de vértigo por su mente. Sabía que no podía atraparlos, pero también sabía que estaban allí. Siempre estuvieron allí. 
Bajó la vista. La vida seguía caída a sus pies. Dudó entre alargar la mano o dar la vuelta y marcharse. Ni lo uno, ni lo otro. Permaneció inmóvil. Apenas esbozó media sonrisa. Sintió el fuego de una hoguera y las llamas abrasando la piel. Hasta percibió el olor de la carne quemada y cómo se derretían los sueños por la combustión. 
Escuchó un zumbido. Al principio, suave, apenas perceptible; y luego, cada vez más grave y sonoro. Abrió los ojos. Allí estaba, retándole desde la mesita de noche marcando la hora. Era el despertador. La campana salvando al púgil.

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