A
veces después de haber satisfecho la necesidad de escribir me siento vacío.
Como si el acto de escribir me hubiera exigido un desgaste físico y mental
desmesurado o como si de repente algo hubiera muerto en mi interior y ya no
hubiese nada que mereciera el esfuerzo y la voluntad de sentarse ante el papel
en blanco.
Ese
vacío parece tener la suficiente dimensión como para disuadirme de comenzar de
nuevo. Adopta la forma del punto y final y contribuye, mientras perduran sus
efectos, a crear la convicción de que el baúl de las palabras es un trasto
inútil, en el que nunca más tendré que rebuscar verbos, nombres, artículos o
frases a los que asirme.
Esa
ilusión acaba por desvanecerse y el punto y final se convierte en un punto y
seguido. De modo que antes o después me hallo de nuevo en el lugar de partida,
trasladando al papel una parte de lo que bulle en mi cabeza y dejando que adquiera
en él vida propia.
Saco
las palabras del baúl para que tracen en ese papel su propio camino, tomando
como inicio y destino aquello que estaba aprisionado en mi cabeza, pero liberadas
de corsés o ligaduras, dejando que pueblen las líneas a su libre albedrío y con
la única obligación de dotar de algún sentido a lo escrito.
Esa
tarea nos lleva en ocasiones a confundir los territorios y las palabras tratan
de establecer su propio principio y su final, porque sabiéndose protagonistas
indiscutibles reclaman el control absoluto del proceso y la capacidad de
decisión sobre lo que es adecuado añadir o suprimir en cada renglón.
Intento
apaciguarlas, consciente de que si tuviera que entablar una conversación con
ellas siempre me voy a quedar corto de vocabulario y de que apenas dispongo de
unos puntos y unas comas y de algunos signos de interrogación o exclamación
para delimitar mi territorio. Eso nos ocupa algún tiempo, unas veces más y otras
menos, pero sin saber muy bien cómo, siempre acabamos por entendernos.
Desde
fuera puede parecer un ejercicio extenuante y atribuir a este debate la causa
de mis ocasionales fatigas. Aunque no creo que sea esa la causa, porque las
palabras y su adecuada distribución en el papel siguen siendo la mejor tabla de
salvación en medio del océano, pese a los vacíos y los
desfallecimientos.