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sábado, 15 de mayo de 2021

¡Oye, ni tan mal!

Se ha convertido en una expresión recurrente en casa. Su perpetrador es uno de mis hijos. Y se puede aplicar a un sinfín de situaciones y conversaciones. Recurriendo al refranero, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. 
Hagan la prueba. Comprobarán que puede entrar de frente o de canto. No argumenta. No justifica. No explica. Hasta diría que apenas aporta. Pero encajar, encaja. Además, si se suelta sin venir a cuento, hay risas aseguradas. 
Podría dar la impresión de reflejar un estado de ánimo. Y aunque pudiera ser o parecer, nada más lejos de la realidad. Porque su utilización es válida incluso en el peor de los tragos, para revestirlo de optimismo o de una fina capa de ironía. Pero en ningún caso evitaría el sabor amargo del momento. 
En estos tiempos de pandemia conviene tenerlo a mano, como las mascarillas, el gel y el móvil en espera de esa llamada que anuncia un nuevo mesías en forma de vacuna. Y ante cada nuevo avance de la desolación, se exclama con la convicción del converso. 
Puede gritarse a pleno pulmón. Abriendo la ventana y lanzándolo al viento. O puede ser mascullado como una plegaria, casi en silencio. 
También puede emborronar la blancura del papel con un trazo decidido o con un temblor de esos que refleja que cualquier otro tiempo fue mejor o que al menos disimulaba las incertidumbres. 
Marida con la risa y el llanto, con el mohín y la media sonrisa, con la perplejidad y el entusiasmo. 
Ya saben, no se despisten más de lo necesario. Y ante esto o aquello ¡Oye, ni tan mal!

domingo, 19 de junio de 2016

Cosas del destino

Hace años un amiga comentó que mi convicción en el destino era la negación de Dios. Un Dios con mayúsculas, no un dios menor o cualquier dios. 
No lo dijo exactamente con esas palabras, más bien dijo algo así como que yo afirmaba que todo era obra del destino y por tanto, según ella, Dios era una mierda. Era un clase de Filosofía en el instituto. Y debíamos andar por los 17. 
Los años no han variado esa convicción sobre el destino. Sigo pensando que podemos modificar el camino o la forma de andarlo, pero el principio y el final no varían. 
En ese camino, se vacían y llenan las alforjas. Lo vivido aporta la experiencia y lo estudiado el conocimiento. Y la suma de ambos constituye el aprendizaje. Aunque en estos tiempos surgen teóricos o nuevos gurús que apuestan por desaprender como elemento imprescindible para alcanzar lo contrario. 
Conozco a pocas personas que bastante avanzado ese camino no se hayan planteado cómo hubiera sido su existencia de haber tomado otra decisión en un momento de su vida. 
Y lo curioso, lo que siempre me ha llamado la atención, es que la recreación de esa posible pero inexistente vida tiene que ver más con el envoltorio que con lo envuelto. Se presta más atención a cómo viviríamos que a la persona que seríamos. Es decir que prima la frustración sobre la introspección. 
He recordado esta anécdota al ver hoy en redes sociales una campaña a favor de que no desaparezca la Facultad de Filosofía y Letras. Y eso no es cosa del destino. Eso tiene que ver con el anhelo de aquellos que manejan los hilos de limitar la experiencia y reducir el conocimiento. Porque les va mejor con los inexpertos y los ignorantes. Y les da igual que vayan al frente del rebaño o entre los borregos. 
Creer que el destino está escrito o que un dios escribe con renglones torcidos es una cuestión de convicciones. Pero ser un borrego es una elección; en cualquier rebaño.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Amantes de la libertad

Hay quien se concede títulos y se otorga una condición que solo es producto de la ignorancia. Y aún así es insuficiente y tiene la necesidad de proclamarlo, como si el hecho de darle pública difusión avalara el pretendido don o condición.
La osadía del ignorante conduce al propio convencimiento y la convicción se transforma en dogma. De modo que se asume la cualidad proclamada como innata y como elemento identificador y diferenciador respecto al otro.
No voy a referirme a los autodenominados demócratas, cuya trayectoria y creencias son suficientes argumentos para desechar tal condición, aunque no tengan pelos en la lengua para clamar que son ‘demócratas de toda la vida’. Es sabido que la intolerancia, el radicalismo y demás ‘delicatesen mentales’ son patrimonio de ese otro y que aquellas camisas pardas, negras o azules, que más que una segunda piel eran la propia piel, hoy son devaneo o moda juvenil si existe prueba gráfica y producto de las habladurías de envidiosos si son indemostrables.
Y tampoco voy a centrarme en los pacíficos de nuevo cuño, los no violentos que duermen con la pistola debajo de la almohada y guardan un arsenal en los armarios, mientras los archivos de su ordenador serían algo más que un indicio para llevarlos ante el juez. Anhelan ese nuevo amanecer que les brinde la oportunidad de sacar las viejas enseñas del cajón y de ponerla sobre la mesa para ver quién la tiene más larga.
Ya sé que es artificio y aunque afirme no mencionarlos en el propio desdén reside la alusión. Pero quienes hoy me ocupan son los autoproclamados “amantes de la libertad”. Lo idóneo sería despacharlos con un sic, dibujar una mueca en el rostro, bufar y como mucho mirarlos de soslayo.
¡Ah, la tentación! ¿Quién no sucumbe de un modo u otro, tarde o temprano, a ella? Grandilocuente definición. Irreprochable aspiración. Declaración de intenciones. ¿Amantes de la libertad? Pagadores de escarceos con la concubina liberal, no distinguen lo sustantivo de lo aparente. Incapaces de diferenciar la copia del original. Piensan que amar es poseer, someter e imponer; que la seducción viene precedida de la fuerza, del pago o de ambas, y que la libertad se mide por la distancia entre la mano que sujeta la cadena y la argolla que esclaviza al final de ésta.
Sin complejos. Sin pudor. Se proclaman amantes de la libertad ¡por leer un libelo!

domingo, 4 de noviembre de 2012

Descreimiento

Se mantiene la esperanza, pero avanza el descreimiento. Tiempos de zozobra e incertidumbre en los que van cayendo como naipes empujados por la corriente de aire aquellos asideros que parecían seguros.
Los mismos que comienzan a mostrarse en su fragilidad. Y se desmoronan o se fragmentan como el cristal para transformarse en punzantes gotas que dibujan una amenaza.
El Estado, la Nación, la Justicia, la Prensa, la Ley…hasta el mismo Dios se tambalea como referencia. Y pese a que algunos se aferran a su fe (la religión, el dinero…) como faro que ilumine el camino, no es menos cierto que son legión los que no ven otra vía que el naufragio.
Y entre esa legión de descreídos, a los que otros no dudan en calificar de cínicos, es seguro que habitan los que venderían su alma, si la tuvieran, al diablo; los que desearían tener algo o alguien en que o quien creer y los que respiran desde la noche de los tiempos en el descreimiento.
Es posible que esa pérdida de referentes traiga consigo la idea de vulnerabilidad, pero de igual modo puede ser fuente de fortaleza; porque paradójicamente la desnudez, una vez despojados de artificios, es una manifestación de fe en el ser humano.
Si hay esperanza, y pese a ese creciente descreimiento, podemos mantener el rumbo. Abandonar el dogma, para retornar al conocimiento.