viernes, 28 de diciembre de 2018

El tiempo regalado

Es difícil establecer qué tiempo nos ha sido otorgado y cuál nos viene de forma adicional. Salvo en situaciones extremas a partir de las cuales se intuye un antes y un después, el resto es un enigma. Y aún así podría hablarse de un tiempo que no nos corresponde, pero que usamos.
Podríamos denominarlo el tiempo regalado. Por aquello de periodo extraordinario y por tanto, inesperado. Y a pesar de ello no sería disparatado afirmar que cualquier tiempo por vivir es un regalo.
Un tiempo atrapado en las hojas del calendario. Un tiempo marcado pausadamente por las agujas del reloj. Un tiempo espaciado entre los granos de arena deslizándose por la garganta de cristal. 
Un tiempo cuyos hilos maneja el desconocido relojero que da cuerda a los relojes de la vida. Ese mismo relojero que dibuja el principio y el final y establece a ritmo del minutero cuánto tiempo ha de prolongarse el tránsito.
Manos firmes con preciso instrumental que aleatoriamente o por designios indescifrables fijan ese tiempo que hemos de vivir. Obviando a aquel jefe indio que tras visitar al Gran Padre Blanco en Washington contara a su pueblo las rarezas del hombre blanco, que escribía en papeles para el día siguiente lo que había ocurrido la jornada anterior y que tenía una máquina con la que creía que medía el tiempo, como si el tiempo se pudiera medir.
Y así desde el principio de los tiempos hubo quien disfrutó de un tiempo regalado y hubo quien se encargaba de regalar ese tiempo. Sin saber porqué y para qué. Sin merecerlo o desmerecerlo. 
Cualquier desearía solicitar esa prórroga. Cualquiera anhelaría conocer al relojero y convencerlo de dar dos o tres vueltas de cuerda más. Excepto el pesimista u optimista informado. O aquel que intuye no necesitar más tiempo porque va sobrado e incluso sobrepasado por el que le tocó vivir.
No todos pueden ser gatos para disfrutar de siete vidas. O de las nueve que les atribuyen en alguna cultura. Da igual, porque también hay quien es incapaz de vivir el tiempo otorgado; de modo que el tiempo regalado sería un don perdido. Y si una vida sería excesivamente larga; dos, tres, cuatro..., serían una condena.
Y pese a todo, aquí estamos gastando el tiempo. Esperando que pase. Intentando que no se escape. Y mirando el reloj, siguiendo la danza de las agujas y cruzando los dedos para que el relojero desconocido no olvide darle cuerda. Obviando a aquel jefe indio. Como si el tiempo se pudiera medir. 

viernes, 21 de diciembre de 2018

Cutreluz

Lo de las luces de Navidad en Jaén da para una de misterio. Ahora sí, antes no. En unas calles, sí; en otras, no. En los barrios, depende; en el centro, por supuesto. ¿Qué será de nosotros el día que nos cierren los grandes almacenes? ¿Quién nos alumbrará? 
Estética al margen, es evidente que algo ha cambiado. Será por aquello de que el próximo año hay elecciones municipales. El caso es que se ha prescindido del cutrerío de otros años, cuando predominaba la escasez de luces y de luz. Antes salías y en vez de animarte a estar en la calle te daban ganas de volverte a casa. La iluminación era una invitación al recogimiento. 
Estas navidades, los jiennenses salen a la calle y, orgullosos, se hacen fotos frente a las bolas y paquetes luminosos instalados en la vía pública. Si antes teníamos un árbol de navidad, ahora dos; uno de Diputación y otro del Ayuntamiento. Y a los de Ciudadanos y a los de VOX porque no les ha dado tiempo a ponerse de acuerdo, que si no colocan uno más grande y libre. Eso sí, coronado con una bandera, que para estrella ya tenemos la Michelin brillando en San Ildefonso. 
Como ya saben la luz no tiene porqué iluminar las mentes. Hay quien prefiere habitar en la oscuridad e incluso devolvernos a ella. Desandar en lugar de avanzar. Y como tampoco llueve a gusto de todos, las luces han fundido los plomos a los comerciantes de Roldán y Marín, que ven como tanto acto promocional municipal impide el acceso a sus comercios y por tanto, les condena a no vender o a vender menos, que no es lo mismo pero tiene idénticas consecuencias. 
Además, y será por aquello de que alguien tenía que financiar las bombillas y los chirimbolos, asistimos enfadados a la exhibición con fines publicitarios de vehículos en la vía pública, ocupando un espacio que pertenece a los peatones y afeando el entorno. 
Lo más sonrojante, los dos ‘cochecitos’ situados al principio y al final de La Carrera. No cabe duda de que estamos en manos de visionarios y de que al resto no nos alcanza para comprender. Debe ser la paradoja de la peatonalización: los coches no abandonan la calle, pero en lugar de circular, permanecen parados y sin conductor, imposibilitados para desplazarse. El triunfo del hombre sobre la máquina. La victoria del peatón. 
Al final crearán tendencia y acabaremos colocando un coche de juguete con un palillo y un trozo de tela o de papel a modo de banderola en el portal de Belén. Por aquello de que no nos llamen antiguos o nos digan que vamos cortos de visión. O por aquello de que la realidad supera a la ficción. A fin de cuentas 2019 será un año en el que veremos burros volar. Ya verán, ya. 
¡Felices fiestas a todos!

Mi artículo para SER Jaén, "La Colmena", del 20 de diciembre de 2018.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Los bordes de los mapas

Me gustó nada más leerla: “los bordes de los mapas”. No es una expresión compleja. Más bien todo lo contrario, simple y fácil de comprender. Pero me resultó evocadora de líneas reales e imaginarias que delimitan territorios tangibles o intangibles. La autoría, al menos en esta ocasión, corresponde al escritor Sergio del Molino y aparece en su última obra “Lugares fuera de sitio”. Yo la he apresado en el último número de “Tinta Libre”, el 64, del mes de diciembre.
Hasta sacada de contexto y leída literalmente tiene sentido en los actuales tiempos de intransigencia y obstinación. De hecho por un momento no pude evitar pensar en una manada de bordes escupiendo hiel por sus bocas y arrasándolo todo a su paso en nombre de no sé qué falacias. 
Solo fue un instante. En realidad, me dejé transportar a espacios conocidos y a otros por explorar. Estuve en la habitación donde el peque trazaba con el dedo sobre el mapa aquellas líneas que separaban unas provincias de otras, unas regiones de otras, unos países de otros hasta el borde de aquello que había aprendido era un continente. 
Pisé la isla donde los piratas trazaban con desigual destreza y, sin embargo con precisión, líneas y referencias que conducían a aquella cruz marcada en rojo donde se entierra el cofre del tesoro. 
Observé a aquel tipo al que pocos tomaban en serio con la mirada perdida en el cielo y una sonrisa en el rostro mientras dibujaba líneas curvas y rectas que atrapaban estrellas y planetas y abrían caminos a las constelaciones. 
Entré en el camarote del capitán. Allí donde el viejo lobo de mar volcado sobre el escritorio con el sextante a un lado anotaba grados en los cuatro puntos cardinales entre paralelos y meridianos encomendándose a los vientos. 
Me contemplé avanzando despacio por un sendero en tierras irlandesas, gallegas o francesas; de esos de tierra que solo desprenden polvo cuando aprieta el sol y se embarran cuando llueve. De esos que mueren en el mismo filo de un acantilado. De esos que no puedes negar que te han conducido al borde del mapa. 
Y pensé también en aquellos otros límites esbozados en mapas inexistentes más allá de la imaginación. En los bordes de los territorios explorados o inexplorados del interior, aquellos que se conocen con el paso del tiempo, pero también aquellos que nunca se alcanzan. 
Recorrí por momentos el margen del abismo, de los abismos que se abren a nuestros pies y ante los que no sabes si saltar o dar un paso atrás. Acaricié con dedos cansados las cicatrices, las viejas y las más recientes, las cerradas y las abiertas, las que duelen y las que ya apenas se sienten, a sabiendas de que ellas también son bordes de mapas. Y me adentré una vez más en los valles de la memoria donde se cruzan las líneas rojas que separan el olvido del recuerdo. 
Sonreí al descubrir la pequeña bola del mundo sobre la mesa. Y reí más aún cuando la hice girar sobre su eje y todos los bordes de todos los mapas se fundieron en un vertiginoso azul. 
Salí a la calle. Deambulé por vías estrechas y por no tan estrechas avenidas, por plazas y plazoletas y por callejones zigzagueantes hundidos entre los muros de piedra. La ciudad y sus venas. Las líneas de su urbana mano. Las calles, plazas y callejones, tan cercanos y cotidianos, son los bordes de mi mapa más tangible y no obstante, en numerosas ocasiones, lejano.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Rafael Valera, un hombre cabal

Se ha marchado Rafael Valera. Casi sin hacer un ruido. Diría que se ha ido con una toná y martinete, aunque dada su socarronería lo más razonable es que lo haya hecho con una seguiriya o por bulerías. Y eso sí, con su inseparable puro entre los dientes. 
Sabía como tantos otros que en los últimos tiempos andaba tocado en su salud, pero creía también como la mayoría que era algo pasajero, nada que no curase un vino del ‘Gorrión’ y un cantecito. 
No puedo decir que frecuentara su compañía, pero sí que le conozco (perdón, que le conocía) desde hace muchos años. Obviamente, a través de mi padre, cuando la Peña Flamenca no era lo que es ahora, y asociado siempre a Leo, al que la enfermedad visitó temprano y para quedarse. 
Eran aquellos tiempos en los que el local de la calle Maestra, desangelado y con una pequeña barra al fondo a la izquierda, bullía en la noche del Jueves Santo. Cuando era lugar de reencuentro con aquellos jaeneros que vivían fuera y no faltaban a la cita con “El Abuelo”. 
Yo iba con mi padre, con Carmelo y con algún ‘santo bebedor” más. Y si la memoria no me falla eran habituales el hermano de Carmelo, Rafa, que venía de Sevilla a sacar el paso, Luis Gallego, que venía de Madrid, o el “Tito Adri”, que creo era el encargado de la barra de la Peña en aquella época. También era habitual ver por allí a Rosario López, antes de acudir al cantón de Jesús a cantarle en la madrugá una saeta al Señor, y al hermano de Juanito Valderrama. 
Años después, cuando regresé como periodista, volví a toparme con Rafa Valera. Y a conocerle a través de Fernando Arévalo y de Pedrito Garrancho, que me contaba aquellos días de Radio Cadena Española; incluida la compra de discos en Galerías Preciados con el entrañable Teo, al que aprendí a recurrir hasta su jubilación cuando era yo el que quería adquirir un disco. Primero en Galerías y en su última etapa, en El Corte Inglés de Navas de Tolosa. 
Tengo (tenía, en realidad siempre lo tendré) a Rafa Valera como un hombre cabal. Igual que había y hay flamencos cabales. No solo por su comportamiento en la Peña Flamenca, facilitando a cualquier periodista su trabajo e ilustrándolo sobre los artistas que se iban a subir esa noche a las tablas. Lo evoco con su pachorra, el puro y esa citada socarronería en una noche en que el artista era ni más ni menos que Antonio Núñez “El Chocolate” y la encargada de entrevistar al cantaor para Diario JAÉN aquella noche era mi santa. Como era una enciclopedia viva y andante del flamenco (basta con leer sus piezas en la revista “Candil” o las posteriores en Diario “Ideal”) le recetó la biografía completa del artista y antes de presentárselo le dijo: y ahora cuando lo veas sabrás porque le llaman “El Chocolate”. Solo había que mirarle a la cara. 
Lo tengo por un hombre cabal sobre todo por una anécdota que protagonizamos ambos y que refleja como era Rafa. 
Hubo un tiempo en que al anochecer yo bajaba la avenida de Granada hasta las instalaciones de RTVE a ver y a hablar con Fernando Arévalo, el director de la casa. Me decía, niño, baja sobre las nueve que a esa hora estoy ya solo y así no nos molesta nadie. La cosa es que una de esas noches o yo bajé antes de hora o Rafa salió más tarde de la suya. O ambas. El caso es que Fernando le dijo, muy serio: Rafa, él no está aquí y no ha estado aquí. Creía Fernando, sin que yo nunca haya sabido el porqué, que aquellas visitas podían perjudicarme. Y a partir de ese momento, en alguna otra noche en que coincidimos en la emisora, Rafa me miraba, se señalaba con el dedo de una mano y con la otra hacía el gesto de cerrar su boca. 
De aquellos encuentros solo quedo yo como testigo. Y que yo sepa, hasta hoy solo sabían de ellos dos personas a las que yo se lo dije en su día. Para mí fue una etapa de aprendizaje y confidencias. Tenía la cuita Fernando de que mi padre no había querido concederle una entrevista para la desaparecida revista “Al Sur”. Yo sabía porque no se la había concedido y sin entrar en muchos detalles le explicaba a Fernando que mi padre decía algo que para un periodista es terrible y es “que el que pregunta se arriesga a que le manden a tomar viento (dicho con finura) o a que le mientan”. Lo cierto es que mi padre era más pudoroso de lo que muchos puedan pensar y creía que nadie iba a creer aquellas correrías en Madrid con Rita Hayworth, con Ava Gardner, con Dominguín, con Paco Camino, con el “Tío Micky” y con tantos otros. O aquellos encuentros con Hemingway en la barra de Chicote (decía mi padre que nunca había visto beber whisky a nadie como al escritor estadounidense. Y eso viniendo de mi padre no dudo de que era un elogio). Y mucho menos creerían el episodio vivido en Londres con el gran Xavier Cugat y su santa de entonces, Abbe Lane, que algún día revelaré. 
Para completar mi instrucción sobre mi progenitor, Fernando Arévalo me puso al día de sus andanzas conjuntas en las noches jaeneras, en tabernas, en algún night club y en garitos escasamente recomendables muchos de ellos ya desaparecidos. A la par aprendí bastante sobre los personajes que en esa época dominaban la vida política, empresarial y social jiennense, con el correspondiente mote con el que Fernando bautizaba al personaje en cuestión. 
En aquellas noches tuve ocasión de ser testigo privilegiado y único de numerosas conversaciones telefónicas con muchos de aquellos ‘mandarines’. Fernando no necesitaba salir de su despacho para estar informado de casi todo lo que ocurría en Jaén y provincia e incluso en algunos despachos de Sevilla o Madrid. Se arrugaba ante el cara a cara, pero desde el teléfono era el amo. 
No lo había contado nunca. Hasta ahora. Igual que Rafa Valera, que guardó tan bien el secreto que se lo ha llevado hasta la tumba. Un tipo cabal; de esos que cuando se va te das cuenta que de alguna forma se te ha quedado dentro.

Artículo publicado en el blog "En Jaén donde resisto", el 5 de diciembre de 2018.