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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Los bordes de los mapas

Me gustó nada más leerla: “los bordes de los mapas”. No es una expresión compleja. Más bien todo lo contrario, simple y fácil de comprender. Pero me resultó evocadora de líneas reales e imaginarias que delimitan territorios tangibles o intangibles. La autoría, al menos en esta ocasión, corresponde al escritor Sergio del Molino y aparece en su última obra “Lugares fuera de sitio”. Yo la he apresado en el último número de “Tinta Libre”, el 64, del mes de diciembre.
Hasta sacada de contexto y leída literalmente tiene sentido en los actuales tiempos de intransigencia y obstinación. De hecho por un momento no pude evitar pensar en una manada de bordes escupiendo hiel por sus bocas y arrasándolo todo a su paso en nombre de no sé qué falacias. 
Solo fue un instante. En realidad, me dejé transportar a espacios conocidos y a otros por explorar. Estuve en la habitación donde el peque trazaba con el dedo sobre el mapa aquellas líneas que separaban unas provincias de otras, unas regiones de otras, unos países de otros hasta el borde de aquello que había aprendido era un continente. 
Pisé la isla donde los piratas trazaban con desigual destreza y, sin embargo con precisión, líneas y referencias que conducían a aquella cruz marcada en rojo donde se entierra el cofre del tesoro. 
Observé a aquel tipo al que pocos tomaban en serio con la mirada perdida en el cielo y una sonrisa en el rostro mientras dibujaba líneas curvas y rectas que atrapaban estrellas y planetas y abrían caminos a las constelaciones. 
Entré en el camarote del capitán. Allí donde el viejo lobo de mar volcado sobre el escritorio con el sextante a un lado anotaba grados en los cuatro puntos cardinales entre paralelos y meridianos encomendándose a los vientos. 
Me contemplé avanzando despacio por un sendero en tierras irlandesas, gallegas o francesas; de esos de tierra que solo desprenden polvo cuando aprieta el sol y se embarran cuando llueve. De esos que mueren en el mismo filo de un acantilado. De esos que no puedes negar que te han conducido al borde del mapa. 
Y pensé también en aquellos otros límites esbozados en mapas inexistentes más allá de la imaginación. En los bordes de los territorios explorados o inexplorados del interior, aquellos que se conocen con el paso del tiempo, pero también aquellos que nunca se alcanzan. 
Recorrí por momentos el margen del abismo, de los abismos que se abren a nuestros pies y ante los que no sabes si saltar o dar un paso atrás. Acaricié con dedos cansados las cicatrices, las viejas y las más recientes, las cerradas y las abiertas, las que duelen y las que ya apenas se sienten, a sabiendas de que ellas también son bordes de mapas. Y me adentré una vez más en los valles de la memoria donde se cruzan las líneas rojas que separan el olvido del recuerdo. 
Sonreí al descubrir la pequeña bola del mundo sobre la mesa. Y reí más aún cuando la hice girar sobre su eje y todos los bordes de todos los mapas se fundieron en un vertiginoso azul. 
Salí a la calle. Deambulé por vías estrechas y por no tan estrechas avenidas, por plazas y plazoletas y por callejones zigzagueantes hundidos entre los muros de piedra. La ciudad y sus venas. Las líneas de su urbana mano. Las calles, plazas y callejones, tan cercanos y cotidianos, son los bordes de mi mapa más tangible y no obstante, en numerosas ocasiones, lejano.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Las líneas de la mano

Dicen que al doblar la esquina hay una sonrisa perdida de esas que te rompen el corazón. Que hay quien cree todavía que el amor se regala y no es objeto de venta. Y quien afirma que para viajar al cielo no es necesario pagar billete. 
Cuentan que algunos pierden sus propios pasos en el laberinto, presos de la inconsciencia de no aceptar que ya andaban perdidos tiempo atrás. 
Dicen y cuentan tantas cosas que se tiende a no discernir lo real de lo ficticio o lo ficticio de lo real. Así se alimentan creencias y leyendas. Y se abona el engaño en una partida de naipes marcados en la que sin embargo el trío siempre será más que la pareja o la doble pareja. En la que las cartas marcadas, el gesto impasible y el control de las pulsaciones forman parte de un artificio que no garantiza el triunfo. 
La dama de corazones solo gana al rey en las páginas de Alicia en el País de las Maravillas. Una jota está condenada a valer menos que nada y ni siquiera el as de trébol puede voltear el azar. 
Eso no impide que el territorio del crédulo se extienda y que donde se pierde la vista vea el principio cuando probablemente no sea más que el fin. 
La línea del horizonte no puede confundirse con las de la mano. Una es presente y las otras nunca dibujarán el futuro. Aunque es cierto que para atraparlas basta con cerrar los ojos y apretar el puño, a sabiendas de que al abrirlo no puedes dejarlas escapar. Ningunas son un camino de huida, ni siquiera de esperanza. Pero hay quien es capaz de practicar el funambulismo sobre ellas y no solo para mantenerse erguido sino para avanzar, consciente de que al final de la línea puede esperar un abismo.
Y vuelta a empezar. El abismo tiene forma de puerta que al franquearse te conduce al laberinto. Aquel en el que perdiste los pasos propios. 
Levantas la vista para buscar la línea del horizonte y solo logras ver las líneas de la mano. Otro camino para perderse. Otra esquina a doblar. Lo ficticio o lo real. Un futuro incierto.