miércoles, 29 de abril de 2020

Los cerezos en flor

Los cerezos en flor anunciaban una primavera que de algún modo nos ha sido robada como aquel mes de abril al que cantaba el trovador ubetense. No han sido lo único. Podríamos afirmar que nos han escamoteado una vida. Quizás para un gato una vida más o una vida menos sea algo relativo, insignificante, pero cualquier vida ha de ser vivida, hasta la que nos arrebatan. 
Ahora cuando pensamos en este tiempo que hemos tenido que vivir de forma inesperada, imaginamos, obviamente fantaseando, todo aquello que podíamos haber hecho y no hemos hecho, y que probablemente tampoco habríamos hecho en las condiciones habituales. 
Y ahora por esta situación anómala, para muchos se hace presente la muerte. Como si no estuviera antes ahí. Como si no fuera la única certeza de la vida. 
Descubrimos la vulnerabilidad, la fragilidad de nuestra existencia y de existencias ajenas e incluso nos adentramos en territorios inexplorados para algunos como el de la soledad. También pisamos la senda del miedo y naturalmente, reparamos en el dolor; en sus causas, en sus síntomas y en sus tipos. Aprendemos que hay un dolor físico, que en la mayoría de los casos es pasajero aunque en ocasiones parezca eterno, y hay otro dolor, más profundo, más duradero y por tanto, más complicado de sanar. 
De repente, un enemigo invisible ha tambaleado nuestra existencia, ha dinamitado los pilares sobre los que sustentábamos nuestro refugio y nos ha mostrado indefensos. Nos ha dejado desprovistos de corazas físicas e inmateriales, a su merced no sólo en el ámbito sanitario o ante una previsible crisis económica. Nos ha dejado desnudos como personas, individual y colectivamente. Y esas heridas tardarán un largo tiempo en cerrar. 
Por eso es hoy cuando anhelamos ese anuncio de primavera y ese birlado mes de abril. Por eso hoy más que nunca desearíamos volver a aquellos cerezos en flor.

lunes, 27 de abril de 2020

La marcha

Dicen que al final del túnel siempre hay luz. Que basta con abrir los ojos. Y sin embargo, ante la ausencia de certezas, resulta difícil de creer, hasta casi de imaginar. 
Ni siquiera oyes el ruido de aquel viejo tren, rugiendo como una bestia enfurecida con su ojo cegador. Entonces parecía veloz, pero el futuro estaba esperándote para sacarte del error. 
Tratas de escuchar un nuevo sonido en aquel paraje, ese que delata que algo no sigue igual. Nada. Es el mismo silencio con sus habituales ruidos. 
Así que avanzas. Oyendo y desoyendo a tu alrededor. Mirando a un lado y a otro sin llegar a vislumbrar algo más que las sombras. Te aferras al instinto, aunque algo, quizás sea el propio instinto, te dice que avanzas hacia la incertidumbre. 
Y a mitad de camino te asalta un recuerdo. Te viene a la cabeza el día aquel en que quizás de forma inocente preguntaste algo en apariencia más inocente aún. Cabezas agachadas, ojos mirando al suelo y las bocas cerradas, salvo un leve balbuceo o una fingida carraspera. Nadie respondió. Ni siquiera para mentir. 
Y no fue al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. O quizás sí, solo que entonces no lo sabías. Ni siquiera te diste cuenta, hasta aquella mañana en que llamaron a tu puerta y sin disimulos te invitaron a largarte. Depositaron en tu mano un sobre, en el que adivinaste una suma suficiente de dinero, y te dieron unas secas gracias por los servicios prestados. 
Sin más. No necesitaban más. Eran los amos. Los que mandan. Y tú solo tenías dos opciones, rebelarte ante aquel poder cimentado en años de órdenes acatadas desde la absoluta sumisión o marcharte. Elegiste la segunda; no por cobardía o por falta de interés en la rebelión, sino porque sabías que aquella lucha la librarías solo y que estabas de antemano condenado a perderla. 
Abandonaste la ciudad. No era necesario mucho tiempo para empacar y despedirse de un puñado de personas. Tampoco aquel lugar merecía más que un leve giro de la cabeza y una breve mirada de esas que no se guardan. 
Te marchaste. Y esa lección si la guardaste, porque esa era de las que nunca se olvidan.

lunes, 20 de abril de 2020

Anacronía

Aquí seguimos en el sueño o en la especulación, dependiendo de si no pierdes la esperanza o alimentas el ventilador de la inmundicia, sin noticias del mañana. En esto, como en tantos otros frentes, estoy convencido de que hay una abrumadora mayoría entre los primeros y una ruidosa minoría entre los otros. 
Conscientes de la escasez y ante el patetismo de los mensajes esos otros acuden ahora a las nuevas tecnologías para que les hagan el trabajo sucio y propaguen su particular virus en ese mundo irreal que son las redes sociales. El mismo virus del que se retroalimentan desde la noche de los tiempos; ese que tiene remedio, pero no cura. 
No es nuevo. Ni la mercancía deteriorada que tratan de colar, ni su vieja receta de haz lo que yo diga y no lo que yo haga. Pero en el caldo de cultivo de la ignorancia siempre se mantienen los viejos compradores y se gestan nuevos adeptos. Da igual tras las siglas que se escondan o si visten camisa parda o llevan pistola. Son inconfundibles. 
Aburridos y tristes. Aventajados alumnos en mirar el mundo desde el embudo y en blanco y negro. Escasos de luces, pero repletos de sombras. Encadenados a los prejuicios heredados de sus mayores, luciendo los mismos trapos, amenazando con los mismos palos cruzados y abjurando de la ciencia. Siempre tirando la piedra y escondiendo la mano; la misma que luego alargan sin pudor para recibir la dádiva. 
Las manecillas del reloj les delatan. Apuestan por un futuro que es el ayer y alientan monstruos del pasado que siembran destrucción y odio al compás desafinado de los sables. Anacrónicos y obsoletos, tan impropios como esta pandemia. 
Cuando quieran saber de ellos no los busquen en las noticias del mañana, pasen hacia atrás las hojas del calendario, separen la historia de la propaganda y no se dejen confundir por otras caras y otros nombres. Están allí, siempre han estado allí, incubando el huevo de la serpiente.

viernes, 17 de abril de 2020

Un viernes raro

Hoy tenía el día raro. Y no es porque sea viernes, ni siquiera un viernes loco de esos que se vislumbran unas botellas de Alhambra 1925 en la línea del mediodía. No sé si tendrá algo que ver el hecho de que ayer tuviera dentro de casa una de esas caídas tontas que duelen más que las listas y además te dejan con esa cara que puedan imaginar. El caso es que no me dí en la cabeza, lo que explicaría de largo mi rareza de hoy; me golpeé en la rodilla y en el pie, con resultado de contusión en ambos y leve tendencia a la cojera. Verán, yo escribo casi igual de mal con la mano izquierda que con la derecha, es un decir; pero con los pies, sin ser Maradona, cuando jugaba al fútbol le daba con los dos; de hecho, los ‘penal’ los tiraba con la izquierda, de modo que casi podría afirmar que en aquello del balompié mi pie bueno era el izquierdo. Quiero pensar que los extremismos, rayando en la estupidez y en la violencia (por ahora verbales y en redes sociales), se deben más al hecho del cautiverio que a la propia condición, aunque esto daría para un intenso y extenso debate. El asunto es que aquí me encuentro, algo cojo y escarbando en la duda de los extremos, la amputación o la conveniencia de hacerme un nudo. 
Y no había empezado mal la jornada. Recién levantado, y antes de la diaria ducha, entrevista en Efe Eme al maestro Lapido. No voy a descubrir ahora su talento ni sus conocimientos musicales y literarios, pero me ha llamado la atención que estuviera precisamente leyendo una “Antología del cuento norteamericano”, de Richard Ford, que no ha mucho despertó mi curiosidad y creo está descatalogada, ya que sus otras lecturas eran desconocidas para mí. Lo mío es más de andar por casa, terminé “Los pimientos y otros cuentos indigestos”, de Jesús Tíscar, y el poemario “Tierra de malvas”, de Yolanda Ortiz”; me he zampado “El novio del mundo”, de Felipe Benítez Reyes, y ahora me hallo inmerso en los relatos de “El llanto irisado”, de Rafael Cansinos Assens, y en la relectura de “Nuevo periodismo”, de Tom Wolfe. 
Acto seguido, nuevo tema de Bob Dylan, con reminiscencias de Walt Whitman y Poe; aunque me gustó más el anterior, “Murder Most Foul”, que me llevaba al viejo Bob. Pero qué quieren que les diga, dos temas nuevos de Dylan en apenas un mes y todavía nos quedan días de cautiverio por venir. Ignoro si es el preámbulo de un disco o de una despedida. O las dos cosas. Lo innegable es la posibilidad del lanzamiento de nuevos temas y esa aparición inesperada te alegra el día; y no precisamente al estilo de Harry Callahan. 
Y para rematar, mi amigo Paco Salas me envía una muestra de los escritos que ocupan su ‘confitamiento’; unos ripios por aquí, un artículo para prensa por allá. 
No nos engañemos, el día prometía. En qué momento y cómo se ha alterado. Lo ignoro. Lo cierto es que en un momento determinado me hallé ante el equipo de música presto a poner el primer disco del “Don Giovanni” de Mozart. A ese primer disco le siguió el segundo y por eso de continuar debates extremos y temo que absurdos me enzarcé en discernir quién sería el elegido para sustituir a Mozart, ¿Puccini o Verdi? ¿La Bohème o La Traviatta? Y aunque tengo predilección por Verdi, opté por Puccini. 
Ayer por la mañana, antes de la caída es verdad, hay que escribirlo, no tuve problemas con el jazz. Correspondieron a Chico O’Farrill los honores de comenzar, dejó paso a Patato Valdés y cerró “Calle 54”. No hubo ni debate, ni amago de debatir. Y eso que el día había tenido un comienzo menos prometedor que el de hoy. 
A primera hora de la tarde vuelve un atisbo de luz. Dos amigos han compartido en Facebook un vídeo de Kike Ganso cantando “Fuimos piquetes del sol”. Escucho esa maravilla de letra convertida en canción y sueño con una piel bañada por el sol, vestida solo con rayas de persiana. 
Convendrán conmigo en que debí haberme golpeado la cabeza y no la rodilla y el pie izquierdos. Al menos habría una explicación plausible.

martes, 7 de abril de 2020

Escapar

La otra noche fui a tirar la basura. Y tuve la tentación de salir corriendo. Cuesta abajo y sin mirar atrás. Sin plantearme destino. Y sin pensar en parar. Inconsciente de que no podía escapar. 
Algo me retuvo. El silencio solo roto por el ruido de un motor lejano. La desolación de una ciudad que ahora más que nunca parece muerta. La responsabilidad que pesa como el plomo y te fija al suelo como un ancla. O quizás la inexistencia de un horizonte. 
De repente, no había nada más allá de donde alcanzaba la vista. Solo luces como una paradoja de la oscuridad. 
Los campos habían desaparecido. Y la ciudad era una silueta recortada en el cielo. No oigo el compás de los pasos, ni el sonido de la tela de tu vestido al girar. Aquel vestido floreado está ahora encerrado en el armario. Te escucho reír dentro de mi cabeza. Te miro. Quisiera buscarte, pero no estás ni siquiera en un sueño del que despertar. 
Las calles siguen ahí. Desprovistas de vida. Los cristales guardan ahora nuevas historias. Ya no llegan cartas escritas a mano con sellos de colores. Y nadie se detiene a mirar los escaparates. 
En la distancia se oye a un perro ladrar. Cuando llegue a casa pondré aquel disco que juré no volvería a sonar. Revolveré entre los libros y las viejas revistas. Quizás saque una cerveza de la nevera o abra una botella de vino para llenar la copa. El whisky ahora no es una buena elección. 
Procuro guardar distancia con la televisión. Los noticiarios cuentan que todo va a salir bien, pero nada está bien. Dicen que volverá la normalidad, aunque hace tiempo que cambiamos la normalidad por la rutina. Y siguen los mismos, algunos con otra cara, peleando por un poder que nunca será nuestro. Inventan héroes y guerras donde solo hay personas haciendo su trabajo y tratando de sobrevivir. No es que importe mucho, pero apenas hay diferencias entre mañana y hoy. Contamos infectados, muertos y curados como si se tratara de una estúpida competición. Ignorando que no habrá ganador, ya todos hemos perdido, porque la única cuenta es la de un día menos o la de un día más. 
Un ruido seco confirma el cierre del contenedor, como queriendo avisarme de que he de regresar. Desando el camino en la misma soledad. Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Cierro la puerta. Otra oportunidad perdida para escapar.