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martes, 7 de abril de 2020

Escapar

La otra noche fui a tirar la basura. Y tuve la tentación de salir corriendo. Cuesta abajo y sin mirar atrás. Sin plantearme destino. Y sin pensar en parar. Inconsciente de que no podía escapar. 
Algo me retuvo. El silencio solo roto por el ruido de un motor lejano. La desolación de una ciudad que ahora más que nunca parece muerta. La responsabilidad que pesa como el plomo y te fija al suelo como un ancla. O quizás la inexistencia de un horizonte. 
De repente, no había nada más allá de donde alcanzaba la vista. Solo luces como una paradoja de la oscuridad. 
Los campos habían desaparecido. Y la ciudad era una silueta recortada en el cielo. No oigo el compás de los pasos, ni el sonido de la tela de tu vestido al girar. Aquel vestido floreado está ahora encerrado en el armario. Te escucho reír dentro de mi cabeza. Te miro. Quisiera buscarte, pero no estás ni siquiera en un sueño del que despertar. 
Las calles siguen ahí. Desprovistas de vida. Los cristales guardan ahora nuevas historias. Ya no llegan cartas escritas a mano con sellos de colores. Y nadie se detiene a mirar los escaparates. 
En la distancia se oye a un perro ladrar. Cuando llegue a casa pondré aquel disco que juré no volvería a sonar. Revolveré entre los libros y las viejas revistas. Quizás saque una cerveza de la nevera o abra una botella de vino para llenar la copa. El whisky ahora no es una buena elección. 
Procuro guardar distancia con la televisión. Los noticiarios cuentan que todo va a salir bien, pero nada está bien. Dicen que volverá la normalidad, aunque hace tiempo que cambiamos la normalidad por la rutina. Y siguen los mismos, algunos con otra cara, peleando por un poder que nunca será nuestro. Inventan héroes y guerras donde solo hay personas haciendo su trabajo y tratando de sobrevivir. No es que importe mucho, pero apenas hay diferencias entre mañana y hoy. Contamos infectados, muertos y curados como si se tratara de una estúpida competición. Ignorando que no habrá ganador, ya todos hemos perdido, porque la única cuenta es la de un día menos o la de un día más. 
Un ruido seco confirma el cierre del contenedor, como queriendo avisarme de que he de regresar. Desando el camino en la misma soledad. Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Cierro la puerta. Otra oportunidad perdida para escapar.

lunes, 8 de octubre de 2012

Membrillos

Abro la puerta. Sopla el aire. Y ese soplido en esta tierra del Sur confirma el cambio de tiempo anunciado. Las hojas se mueven tímidamente en los árboles, amagando con volar pero sin renunciar a ese asidero que le brinda la rama. Y ésta a su vez se cimbrea con el viento, pero tampoco reniega del anclaje que le proporciona el tronco, sujeto por las raíces a la tierra.
Pienso que en algún lugar no lejano otros árboles sujetan en sus ramas un fruto amarillo, que acariciado por el sol testimonia que éste es su tiempo. Efímero como el mismo fruto.
Trato de escuchar al viento, aceptando de antemano que como muchos piensan y pocos dicen cuando sopla silabea palabras que sólo algunos logran descifrar. Pero no oigo más que su débil silbido y apenas alcanzo a interpretar que su despertar traerá tiempo más fresco y quizás agua de lluvia. Cambios que algunos entienden como una perturbación frente a lo que aceptan como el estado natural de las cosas.
El viento es una oportunidad no perdida. Una posibilidad de mudanza. Una invitación a no echar raíces, a abandonar la inmovilidad del tronco fijado a la tierra, a desasirse de anclajes que evitan el vuelo como si fueran cadenas.
Aunque al final no seamos más que un efímero fruto dorado, convencidos de poseer el tiempo porque un día, obviando que éramos membrillos, jugamos a ser el sol.

Imagen: "El membrillero", de Antonio López (1990).

miércoles, 9 de junio de 2010

El apeadero del tren

Desde hace algún tiempo en mi cabeza ocupan un inhabitual espacio trenes, apeaderos, andenes y una estación de tren.
Pensaba en un tren como metáfora de la vida. El principio y el final de un viaje. El vagón al que te subes al nacer y que supuestamente no abandonas hasta llegar a la estación de destino. Y digo supuestamente, porque nadie te puede obligar a llegar hasta esa última estación que es la muerte. Aunque la gran paradoja es que el abandono de ese vagón en cualquier parada del trayecto, incluso en marcha, es en sí mismo el acto final.
En otras ocasiones pensaba en los trenes como sinónimo de una última oportunidad. Imaginaba la espera en un andén poblado o en un apeadero solitario; uno de esos apeaderos perdidos en medio del campo, rodeado de olivos y alejado de viviendas y de núcleos rurales y urbanos, cuyas luces se adivinan cercanas, pero a la suficiente distancia como para alimentar esa soledad.
La mirada siguiendo los raíles hasta donde ya la vista no alcanza. Buscando ese tren que no parece llegar. Y evitando reconocer que quizás no llegue nunca. Para no aceptar que ese tren ya pasó y no hubo consciencia de su paso y menos de que era el último.
No hay medida posible del tiempo y además, se pierde la noción de su transcurrir, así que lo más parecido a un reloj son los propios pasos a izquierda y derecha en ese andén. Pasos que tampoco llevan a lugar alguno, pero cuya suma sería un sorprendente número de kilómetros. Pasos incapaces de perturbar al oído en su única misión de oír el sonido de ese tren. Pasos inútiles.
En esa estación, no perder la esperanza significa creer en la existencia de la llegada de ese último tren, a pesar de ser sólo una posibilidad. Aferrarse a esa última oportunidad, sin plantear o preguntar sobre el merecimiento de la misma, pero con el convencimiento de que la vida ha de pagar su deuda a los desheredados.
La espera, toda espera, es incertidumbre. Ausencia de certeza. Pero la espera en un andén solitario, sin saber si ese último tren vendrá, es una invitación a la perturbación y a perder el rumbo. La antesala del abismo.
Ignoro si hay alguna sesuda explicación onírica o de cualquier otra índole sobre los pensamientos relativos a los trenes, estaciones, andenes y apeaderos y su posible simbolismo. Pero puedo afirmar que no hace mucho yo estaba de pie en ese andén, esperando uno de esos trenes; llegó, y subí a él, y espero que no sea el último. Y sin embargo, aún hoy, me veo en aquel apeadero solitario, con la mirada siguiendo los raíles y paseando a izquierda y derecha de ese andén sin llegar a lugar alguno.
Pudiera ser que dejará allí una de mis vidas de gato y tan sólo sean vestigios de melancolía.

Foto: Estación de Espeluy (Jaén). Juan Fra. Tomada de http://www.panoramio.com/photo/7224789.