Abro
la puerta. Sopla el aire. Y ese soplido en esta tierra del Sur confirma el
cambio de tiempo anunciado. Las hojas se mueven tímidamente en los árboles,
amagando con volar pero sin renunciar a ese asidero que le brinda la rama. Y
ésta a su vez se cimbrea con el viento, pero tampoco reniega del anclaje que le
proporciona el tronco, sujeto por las raíces a la tierra.
Pienso
que en algún lugar no lejano otros árboles sujetan en sus ramas un fruto amarillo,
que acariciado por el sol testimonia que éste es su tiempo. Efímero como el
mismo fruto.
Trato
de escuchar al viento, aceptando de antemano que como muchos piensan y pocos
dicen cuando sopla silabea palabras que sólo algunos logran descifrar. Pero no
oigo más que su débil silbido y apenas alcanzo a interpretar que su despertar
traerá tiempo más fresco y quizás agua de lluvia. Cambios que algunos entienden
como una perturbación frente a lo que aceptan como el estado natural de las
cosas.
El
viento es una oportunidad no perdida. Una posibilidad de mudanza. Una
invitación a no echar raíces, a abandonar la inmovilidad del tronco fijado a la
tierra, a desasirse de anclajes que evitan el vuelo como si fueran cadenas.
Aunque
al final no seamos más que un efímero fruto dorado, convencidos de poseer el
tiempo porque un día, obviando que éramos membrillos, jugamos a ser el sol.
Imagen: "El membrillero", de Antonio López (1990).
Imagen: "El membrillero", de Antonio López (1990).
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