No
hay olvido voluntario, sólo se mitiga el recuerdo. Y éste se construye entre
otros materiales con el dolor. Un dolor que no se borra, pero que el paso del
tiempo logra suavizar. Así que las cicatrices nunca se curan y aunque en la
superficie parezcan cerradas, siempre están expuestas a reabrirse y mostrar la
herida o una parte de ella; lo que se esconde bajo la dermis y la epidermis más
allá de la propia carne y los huesos.
Afirma
el artista José María Sicilia (El País, 11 de septiembre de 2012) que “el dolor
produce memorias imborrables”. De modo que si deconstruimos la memoria, en una
parte del trayecto, quizás en el origen, hallaremos el dolor.
Aunque
es obvio que hay también, quizás por contraposición, una memoria de la
felicidad. Recuerdos edificados con momentos felices, fruto del gozo individual
o colectivo, que a buen seguro produce también memorias indelebles.
Ignoro
si puede medirse por tanto qué da a la memoria la capacidad de perdurar, si el
dolor o el gozo, y cuál de ellos influye más en su condición de imborrable. De
lo que no tengo duda es que en un alto porcentaje de ocasiones el dolor se
produce de forma voluntaria, simplemente con la intención de hacer daño. Cuando
además se busca que ese dolor perdure, es decir, que contribuya a construir el
recuerdo, es cuando nos alejamos de lo humano para acercarnos a lo monstruoso.
Un
amigo dice que no cree en la casualidad y sí en la causalidad. Todo es
discutible, pero no parece casual que un 11 de septiembre una información de un
periódico, en apariencia “inofensiva” como la exposición de un artista, se
titule “El dolor produce memorias imborrables”. Puede que sea resultado del
dolor y tenga que ver con las heridas mal cicatrizadas, pero puede ser también
la aportación para mantener la perdurabilidad de la memoria.
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