Siempre nos queda algo de lo que fuimos y logramos alcanzar también una parte de lo
soñado. Y sin embargo, no sabemos desprendernos de lo que perdimos. Conservamos
hendiduras en la piel prendidas de la memoria. Un lastre escasamente visible
salvo para rostros de mirada profunda o para estibadores del recuerdo.
El
tiempo a golpes de cincel modela la añoranza. Su paso crea la ilusión de la
piedra o el bronce donde sólo somos carne y huesos. Y es la melancolía la que
permanece como un mecanismo inmutable contra el olvido.
Demasiada
carga para un tránsito sin vuelta. No abundan las opciones y se carece de
garantías para acertar en la elección. Así que hay quien opta por apretar el
gatillo en la ruleta rusa y quien juega a la baja y sin riesgo al par e impar
en la ruleta de la vida. Y también testigos mudos, que guiñan un ojo a la vida
y con media sonrisa refugian la soledad y la nostalgia tras los hielos de un
trago largo e imaginan que al apurarlo se beben esa vida.
Unos
y otros son reos del engaño. No necesitan preguntar por las víctimas de la
mentira, conscientes de que nadie, ni ellos mismos, están fuera de sus límites.
Pero unos, no abandonan la mesa de juego, porque esperan la visita del azar
como pago de lo que creen les adeuda la vida. Sin comprender, que esa deuda no
puede ser cobrada porque es la parte intangible de los sueños; aquella que
nunca se logra alcanzar. Y otros, buscan el fondo del vaso para aligerar la
carga; sin importarles saber que al empaparse el peso es mayor.
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