Hay
un tiempo gastado que es futuro. Alejado de los sueños. Vedado a planes. Donde
apenas encuentra su hueco la esperanza y que impide vislumbrar un horizonte. El
problema no es que haya espacio para la incertidumbre es que la suma de
incertidumbres genera tal densidad que provoca la asfixia y se convierte en una
invitación al abandono.
Ni
siquiera la consciencia de estar viviendo ese tiempo sirve ya para dar forma a
una coartada con la que enmascarar el día a día. Y sin embargo, esa consciencia
no implica pesimismo o derrotismo y mucho menos la rendición. Pero alimenta la
duda y abre la puerta al miedo de la mano de la inestabilidad. Y ese miedo y
esa inestabilidad si contribuyen a dejar paso expedito al pesimismo.
Vivimos un presente de futuro gastado. Donde se perfila un abismo, a cuyo borde nos sentimos empujados. Percibimos una sombra y la inexorable convicción de que puede cernirse sobre nosotros; de que en un instante la noche se dibuja sin lugar para la aurora y no podemos impedirlo. Y ese instante es hoy, mañana o quizás nunca.
Así que nos agarramos a ese presente de futuro sin gastar. Soñamos con el nunca, pero sin abandonar el territorio de la duda. Y miramos al futuro sin poder evitar no sentir los pies en el suelo.
Vivimos un presente de futuro gastado. Donde se perfila un abismo, a cuyo borde nos sentimos empujados. Percibimos una sombra y la inexorable convicción de que puede cernirse sobre nosotros; de que en un instante la noche se dibuja sin lugar para la aurora y no podemos impedirlo. Y ese instante es hoy, mañana o quizás nunca.
Así que nos agarramos a ese presente de futuro sin gastar. Soñamos con el nunca, pero sin abandonar el territorio de la duda. Y miramos al futuro sin poder evitar no sentir los pies en el suelo.
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