martes, 24 de julio de 2018

El ángel vengador

Levanto la mirada a la espera de una señal. Oteo el horizonte buscando la silueta de las alas. Nada. No alcanzo a ver al ángel exterminador. Ni siquiera logro ver una espada flamígera que anuncie la llegada de un nuevo tiempo.
El ayer, el hoy y el mañana forman parte del mismo presente. 
La estación sigue ahí. Los pasos se deslizan sobre el andén. Y a lo lejos se oye nítido pero lejano aquel otro tren que nunca cogimos. 
Apenas recuerdo qué toca la orquesta cuando nunca deja de sonar. Y pienso en aquellos pasos que mucho antes de deslizarse por aquel andén lo hacían con elegancia por el piso de aquel salón. Dibujos geométricos al compás y el roce de la tela como preámbulos de caricias adolescentes que por capricho del tiempo o quién sabe por qué quedaron atrapadas en una danza sin fin. 
Tres pasos a un lado, dos al frente y ni uno para retroceder. Parecía un credo vital y probablemente no era más que el tic-tac dormido de aquel tipo al fondo del salón, encaramado al taburete, apoyado en la barra y con la mirada perdida en el ventanal. 
No sabría decir qué miraba, pero hoy juraría, incluso apuesto que no yerro, que también esperaba una señal. La silueta de las alas. El ángel vengador. 
Escucho el tren acercarse y contemplo las vías tratando de averiguar por cuál de ellas avanzará. Intuyo un juego perverso, una ruleta rusa en la que el tren es pistola y proyectil. Un naipe al aire que en su vuelo es rey, dama y as y al caer solo es el joker burlón. Una moneda de dos caras. Un par de dados y sus ciegos ojos de serpiente. A todo o nada. Hagan juego. Adquieran los billetes en taquilla y elijan vía. Yo ya estuve aquí. 
Recuerdo las caderas que hacían girar las cabezas. Las piernas interminables que en dos pasos podían llegar al final del andén. Y aquella sonrisa que no era más que un puñal en la boca; brillaba como el marfil, pero solo era un espejismo, una broma macabra del sol. 
Sonó un silbido largo precedido por dos truenos. Y se oyó un ruido seco como la piedra al golpear en el fondo del pozo. Todos miraron al suelo; salvo el espabilado de turno, que levantó la mirada para ver la silueta de las alas. El ángel fatal.

miércoles, 11 de julio de 2018

Hasta siempre

Dicen que descubres que te conviertes en un adulto cuando tienes hijos. Es probable, pero rebatible. La realidad es que adquieres consciencia del final de una etapa de tu vida cuando eres tú el que entierras a los muertos; cuando acudes al tanatorio, cuando frecuentas velorios y das el pésame. 
Se mueren tus familiares más cercanos y a la par comienza a engordar la lista de amigos que abandonan antes de tiempo, siempre demasiado pronto, este viaje.
No todos jugamos con las cartas marcadas, pero sí conocemos todos el final de la partida. Ese final que en la mayoría de las ocasiones se ve o se quiere ver desde la distancia, desde mucha distancia, pero que ineludiblemente llega, demasiadas veces sin aviso y golpeando.
Lo sabes. Porque desgraciadamente en algunos casos se sabe antes de que ocurra. Y aún así el golpe es descomunal. De esos que haría tambalearse a un peso pesado en el cuadrilátero, de esos que a duras penas logras evitar que te hagan besar la lona.
Recibí el primer aviso por la tarde. Ya sabía que andabas mal. De igual modo que sabía que a pesar de ser un hipocondríaco no te irías sin presentar batalla. Lo mismo que ambos sabíamos que no era posible otro desenlace.
Cerca de las diez y media recibí la llamada de teléfono de un amigo común para anunciarme que te habías marchado. Se vistió de heraldo negro para decirme, Antonio ha muerto.
Sé que en los últimos tiempos no estuve a la altura. Como sé que nunca estoy a la altura cuando se trata de la muerte. La dama de negro y yo no congeniamos; no me gusta mirarla a la cara y ver esa sonrisa que nunca he sabido cómo interpretar. Y porque a pesar de todo soy capaz de habitar en ese espacio del que permanece mientras otros toman el camino sin regreso. Sin embargo, me interesaba por tu estado y conservo el recuerdo de la última vez que nos vimos, cuando tú no querías que te preguntara por la enfermedad maldita y yo sabía que tenía que preguntar
También sé que eso carece de importancia. Nos hicimos amigos hace mucho tiempo. Casi sin darnos cuenta. Y a partir de ahí comenzamos a conocernos y a contarnos muchas cosas, propias y ajenas.
Descubrimos que estábamos en la misma trinchera. Tú con la pistola y yo con la pluma. Sin perder el Norte, pero creyendo a pie y juntillas que las cosas podían y debían ser de otro modo. Probablemente y sin saberlo en algún lugar y en algún momento mamamos aquello de libertad, igualdad y fraternidad. 
Lo tuyo tenía más mérito, porque eras de otra generación. Una de aquellos tiempos difíciles, muy difíciles. Y además era militar. A caballo entre aquella España negra y esta España multicolor que sin embargo también es capaz de causar un punzante dolor. Creo que el conocimiento de esa realidad y las convicciones de otra realidad deseable nos hicieron situarnos a ambos en un cinismo consciente no exento de ironía. No haríamos prisioneros, pero tampoco nos rendiríamos nunca. 
Y así te has ido. Sin rendirte. Sabiendo que no te vas a ir del todo mientras nosotros sigamos por aquí. Sabiendo que la pelea todavía no ha terminado. Y consciente de que Najat seguirá en pie y enarbolando la bandera. Igual que Juanfran. 
Nos abrazaremos y lloraremos por tu adiós. Gritaremos y renegaremos de esta puta vida que nos priva de tu tiempo para entregárselo a quienes no se han hecho merecedores de él. 
Hoy no tengo cuerpo para Juanito El andariego. Mis demonios están agitados. Pero Tato, te prometo que no a mucho tardar levantaré una copa a tu salud y en tu recuerdo. Consciente de que el camino es incierto y el final inequívoco. Esperanzado de que en el último recodo volvamos a vernos.