domingo, 30 de agosto de 2020

Este país

Me gusta este país en el que habito. Pero no sé en qué lo estamos convirtiendo. Detecto un desmesurado interés en la obstinación y en culpar al otro de esa obstinación. Observo a demasiadas personas empecinadas en trazar una línea y en situar a las personas a uno u otro lado de esa línea, rememorando aquello de estás conmigo o contra mí. 
Advierto una pasmosa facilidad para denigrar al otro, para denostar conocimiento y formación y para convertir en experto a cualquiera que se haya situado a mi lado de la línea, sin importar su ignorancia sobre la materia. De igual modo que contemplo a personas doctas poniendo su sabiduría al servicio de unos u otros, cegadas por la ideología y optando por la imposición frente a la moderación; convertidos de repente en poseedores de una verdad que entienden absoluta e irrevocable y que por tanto les lleva a la negación de otras personas doctas que sostienen la teoría contraria. 
Y todo vale. La agitación. La desmesura. La propagación de bulos, medias verdades y fantásticas teorías sin fundamento a las que se adscribirán sin rubor y naturalmente desde el desconocimiento más profundo y burdo aquellos que están en mi lado de la línea. 
Y te dirán que son las dos Españas. Que es esa España que testimoniara Goya en “La riña” o “Duelo a garrotazos”, una de sus pinturas negras que retrata una España negra. Y habrá quien solo vea un garrote en las manos de uno de los contendientes. Y siempre será el otro. Aunque jaleará y gritará para que sea golpeado sin piedad. El enemigo. El adversario. Nunca admitirá que es un juego de espejos y ambos son el mismo, da igual el lado, porque ambos son la persona y el reflejo. 
Y sin embargo, hay otra España sosegada. Esa que se halla en medio del duelo a garrotazos, que mira incrédula a uno y otro lado y que no entiende de líneas trazadas para dividir. Esa que algunos denominan equidistante, porque no toma partido entre lo malo y lo peor, porque aboga por la razón frente a la ausencia de ella, porque entiende que para navegar es imprescindible mantener el rumbo y para ello siempre será mejor guiarse por la estrella Polar que por el canto de las sirenas. 
Es cierto que protagonistas como algunos políticos, periodistas… no ayudan a evitar esa división y que además participan de la agitación y la desmesura, pero no podemos responsabilizarlos solo a ellos. Sería muy fácil desenmascararlos y dejarlos con sus vergüenzas al aire, algo para lo que de hecho no necesitan a terceros; bastaría con borrar la línea divisoria y tender puentes, maximizar lo que nos une y minimizar lo que nos distancia. Y no me refiero, obviamente, a los símbolos de los que unos se adueñan como si fueran un coto privado, a la expedición de cédulas de pureza sangre a disposición del mejor postor y demás zarandajas. Hablo de construir, de convivir, de dejar aflorar lo humano y desterrar a la bestia, de hacer desaparecer todo aquello o casi todo que hoy te hace desear marcharte de este país, aunque te guste.

viernes, 28 de agosto de 2020

La soledad de las piedras

  
Mis piedras de Baeza te acompañan hasta en la madrugada. Cuando apenas se rompe el silencio y la noche impone su ley serena, el cielo oscuro con el brillo de las estrellas y la luz de las farolas guiando los pasos del caminante como el faro solitario muestra el camino de las olas al marino. 
En la soledad y con esa luz nocturna se ven, si cabe, más hermosas. Cómplices y compañeras de mi deambular en una plaza en la que la princesa Himilce se eleva sobre los leones, quizás esperando el regreso del cartaginés que no pudo ya contemplarla con vida. Donde nadie nos acompaña, donde ella desde el recuerdo funerario y yo desde una esquina de la plaza contemplamos esa imagen única que nos brinda este mes de agosto que llega a su fin. 
Acaricio una vez más esas piedras con la mirada y con las yemas de mis dedos. Siento la rugosidad de la piedra y espero el susurro que trae los ecos del pasado, la confidencia del aquel tiempo que anhela ser desvelada. Y siempre, siempre, el recuerdo de D. Antonio por aquellas mismas calles; el poeta por esa plaza contemplando esas mismas piedras y dibujando un verso que quizás nunca plasmó. 
Andar y desandar los mismos pasos. Recorrer, quizás, el mismo itinerario. Sentir la oscuridad de ese mismo cielo y dejar descansar la mirada absorta en una estrella, viajando más allá, hasta ese lugar inabordable que alcanza la mente. 
La Baeza de ayer y de hoy. Una parte de la Baeza que nos sobrevivirá en el mañana. La que se ofrecerá a otros viajeros, la que recorrerán otros paseantes cuyos pasos pisarán las huellas ilegibles de otros tantos que antes la caminaron. Y las mismas piedras, una invitación a la pausa.