lunes, 30 de septiembre de 2013

La paradoja de la comunicación

Esta debilidad mía, el periodismo, es como la vida, siempre tienes que estar aprendiendo. A los años en la Universidad les tienes que sumar algún máster y varios cursos sobre materias específicas, eso sí relacionadas, al menos en el epígrafe, con el periodismo, para adquirir más conocimientos, y no sé cuántas prácticas (en mis tiempos remuneradas y ahora, por la patilla) en donde buenamente pilles. Además tienes que estar pendiente, seguimiento con sentido crítico creo que lo llaman, de los medios de comunicación (periódicos, televisiones, radios), y por si eso no fuera suficiente ¡zas! la Internet y las redes sociales. Sin olvidar la aconsejable y recomendada lectura de diversos manuales y libros sobre la profesión o escritos por periodistas y adláteres que se editan cada año y que probablemente solo lean la familia, otros periodistas o aspirantes a serlo y algún despistado. Es decir, formación y reciclaje continuos.
Desde esa vocación de aprendiz y a sabiendas de que el saber ocupa el lugar disponible en el cerebro, que los libros ocupan un lugar mayor en estantes, mesas y rincones y lo digital, un espacio superior, eso sí portátil, al que sospechábamos, hoy he comenzado un curso nuevo de formación, con su correspondiente epígrafe y sus contenidos específicos para mi reciclaje, un taller, de mes y medio, sobre la elaboración de un plan de comunicación online en redes sociales.
No voy a aburrirles con una relación pormenorizada y loas al profesorado y a los contenidos del curso, ni siquiera con la demanda de alumnos registrada, superior a la prevista, tan solo dejaré constancia de que se ha programado una jornada presencial y el resto del curso es virtual, a través de una de esas plataformas que están revolucionando la docencia.
Está bien, no hay obligación de desplazamientos, asistencia, horarios… ni siquiera tienes que verle la jeta al profe de turno y éste, a cambio, tampoco tiene que soportar la tuya, pero… el ordenador me sigue pareciendo tan frío; el marco de una comunicación incompleta, en el que las palabras carecen de entonación, está ausente la mirada y son inapreciables los gestos.
Ya saben, la paradoja de la comunicación, amplia gama de aparatos y conexiones que a priori facilitan eso, la comunicación, cuando la realidad es que nos convierte en reos solitarios ante una pantalla; una ventana abierta que nos permite saber y ver lo que ocurre en casi cualquier lugar del mundo, hablar con parte de ese mundo, investigar, formarnos, comprar, oír música, asistir a un espectáculo… y que levanta un muro de incomunicación con la persona de al lado.
Hace cosa de un año estaba tomando un calmante de Juanito el andariego con mi santa en un garito de Barna. Música de fondo, luz indirecta y tenue, un pequeño velador con dos asientos que invitaban a la charla y a la confidencia y junto a nosotros, una pareja de jóvenes, cada uno con su móvil, chateando, tuiteando, sin dirigirse la palabra entre ellos. Estuve tentado de hacerles una foto para ilustrar esa paradoja de la comunicación, pero desistí y preferí guardar la imagen en el recuerdo.
Qué quieren que les diga, al final acabamos atrapados en las redes de la araña, del otro/a y ahora también en las sociales, pero yo sigo siendo de aquellos a los que les gusta sentir las hojas de un periódico o un libro entre los dedos y sentarme a conversar con un café o una rubia con espuma por medio y mirándonos a los ojos. Aunque sean de gato.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Primeras lluvias de otoño

El clima es caprichoso. Hay años en que el verano da la sensación de no terminar nunca. O lo que es lo mismo, el otoño demora su llegada. Existen diversas teorías al respecto y ya se encargan sesudos investigadores de intentar averiguar a qué se deben estos caprichos climáticos, preocupantes para el futuro del planeta, pero no determinantes para nuestro presente.
Hay otros aspectos, de los que también se ocupan sesudos investigadores, que sí afectan al presente como son la influencia del clima en las personas. Cómo una tarde gris contribuye a que muchas personas lo vean negro y cómo una tarde soleada insufla ánimos.
Algunos dirán que es un asunto que depende de las personas y no del parte meteorológico. Y puede que no les falte razón, porque a fin de cuentas, qué no depende de las personas. Y por otro lado, quién puede negar la vulnerabilidad de algunas personas ante los cambios de tiempo.
Dicen que el otoño y la primavera son amenazadoras estaciones para quienes exponen su fragilidad simplemente con descorrer una cortina y contemplar a través de la ventana el tono del cielo. Indiscutiblemente las causas son más profundas y residen en algún lugar de la mente.
Pero han llegado las lluvias. Y ese otoño, cuya entrada se sitúa en el calendario un 23 de septiembre, ha tocado con unos días de retraso a nuestras puertas para traer la consabida nueva del adiós del estío.
A mí me gusta el otoño. Me gustaban los otoños de mi infancia en Madrid; la acera de mi puerta cubierta de hojas oscuras, desprovistas de verdor, los rayos de sol filtrados entre las ramas de esos mismos árboles, escasos de hojas, y las primeras castañeras. De igual modo que disfrutaba de los senderos del Retiro, cubiertos también por otras hojas. Y me gustaba la lluvia, de gotas finas que se deslizaban por mi cara. Esa lluvia que empapaba las hojas de las aceras y llenaba la avenida de luz con los faros encendidos de los coches al circular.
Ahora, en el Sur, me sigue gustando el otoño. Con un sol que puede picar, pero no quema. Con la misma lluvia fina de mi infancia, cuyas gotas recorren mi rostro como un camino conocido, ya recorrido. Aunque con menos hojas cubriendo las aceras. Añoro del verano la largura de sus días.
Y aun así, escucho con placer la melodía de estas primeras lluvias de otoño.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Aprender a perder

Me gustan los perdedores porque no hallo en ellos impostura. Y siento enorme respeto por aquellos a los que aún quedan fuerzas para volver a levantarse cuando la vida se empeña una y otra vez en arrojarlos al suelo. Aquellos que aprietan los dientes y clavan la mirada, quizás buscando un punto al que asirse o quizás esperando la bocanada de aire que les dé un respiro, el aliento necesario para ponerse en pie.
Acarrean sobre sus espaldas un amplio catálogo de pesares y reveses, las cicatrices de los innumerables obstáculos que la vida situó ante ellos; los mismos que no pudieron esquivar y cuyo impacto, además de la marca, demandó el correspondiente pago. Un peaje en ocasiones más elevado que el exigido para franquear la puerta del éxito.
Mezclan obstinación y una dosis de esperanza para continuar, cuando lo más fácil y cómodo sería tirar la toalla y permanecer tumbados en el suelo, abiertos los ojos, esperando ver las estrellas y con el sueño perenne de alcanzarlas.
Pero no. Caen, se levantan, vuelven a caer y vuelven a levantarse. Como si tuvieran un resorte que les impulsa, con más o menos energía, a emerger. Siempre apretando los dientes, cerrando los puños y clavando en el vacío la mirada.
No hay voluntarios para portar el estigma del perdedor. Pero tampoco existe la posibilidad de elegir. Desde niños se fija la línea del triunfo y aquellos que no la alcanzan, en mayor o menor medida, por más o menos tiempo, reciben la etiqueta de perdedores. Para algunos se convierte en inseparable compañera durante su periplo vital y para otros es la patria recurrente que visitan aquellos que buscan humillarles.
Adoctrinados para competir, nunca existió la pausa necesaria para aprender a perder. Lógico, el vértigo dejó también en el olvido las lecciones para los ganadores.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Miradas


Hay quién no ve más allá de lo que le muestran sus ojos y hay quién es capaz de ver incluso lo que éstos parecen no querer mostrar. Asumida la condición de videntes, lo que varía pues es la capacidad de mirar.
La mirada nos abre el horizonte y nos dota de perspectiva. Pero también puede jugarnos malas pasadas en alguna ocasión y hacernos creer que al mirar desde la altura y contemplar como el resto del mundo empequeñece somos superiores. Cuando probablemente no somos más que polifemos.
Y aun así, hasta los cíclopes están dotados de la capacidad de mirar.

martes, 10 de septiembre de 2013

El retorno a las alamedas

Permanece el anhelo del retorno a las alamedas, por donde no solo irrumpe libre la brisa. Pero cada 11 de septiembre, la pesadilla vuelve. Y retumba el eco de “las voces acalladas, los miedos y los gritos”. Dura un instante, pero ¿cuál es la duración de un instante?; y de nuevo, La Moneda gira para mostrar el rostro de la traición y los tahúres armados, estandartes de la ignominia, pisan las calles marcando con las botas los pasos del vals de la muerte. Entre baile y baile podaron las alamedas aullando la vieja consigna hueca de ¡Muera la inteligencia! Y buscando como atrapar la brisa para forjar cadenas.
La ciudad, el país, Chile, eran un salón de baile donde sonaba incesante aquel vals de la muerte: tortura, desapariciones, aniquilación, represión… y aun así, aunque forzaron a bailar al soñador, al poeta y al cantautor, no lograron apagar sus voces y las palabras de Salvador Allende, de Pablo Neruda, de Víctor Jara y tantos otros, fueron las mejores brújulas para volver a las alamedas.
Pero apenas quedaban unos árboles y algún pequeño arbusto. Las grandes alamedas se habían instalado en el corazón y en el territorio de los sueños. Todavía hoy siguen siendo el bulevar deseado para el paseo de los hombres y mujeres libres.