El
clima es caprichoso. Hay años en que el verano da la sensación de no terminar
nunca. O lo que es lo mismo, el otoño demora su llegada. Existen diversas
teorías al respecto y ya se encargan sesudos investigadores de intentar
averiguar a qué se deben estos caprichos climáticos, preocupantes para el
futuro del planeta, pero no determinantes para nuestro presente.
Hay
otros aspectos, de los que también se ocupan sesudos investigadores, que sí
afectan al presente como son la influencia del clima en las personas. Cómo una
tarde gris contribuye a que muchas personas lo vean negro y cómo una tarde
soleada insufla ánimos.
Algunos
dirán que es un asunto que depende de las personas y no del parte
meteorológico. Y puede que no les falte razón, porque a fin de cuentas, qué no
depende de las personas. Y por otro lado, quién puede negar la vulnerabilidad
de algunas personas ante los cambios de tiempo.
Dicen
que el otoño y la primavera son amenazadoras estaciones para quienes exponen su
fragilidad simplemente con descorrer una cortina y contemplar a través de la
ventana el tono del cielo. Indiscutiblemente las causas son más profundas y
residen en algún lugar de la mente.
Pero
han llegado las lluvias. Y ese otoño, cuya entrada se sitúa en el calendario un
23 de septiembre, ha tocado con unos días de retraso a nuestras puertas para
traer la consabida nueva del adiós del estío.
A
mí me gusta el otoño. Me gustaban los otoños de mi infancia en Madrid; la acera
de mi puerta cubierta de hojas oscuras, desprovistas de verdor, los rayos de
sol filtrados entre las ramas de esos mismos árboles, escasos de hojas, y las
primeras castañeras. De igual modo que disfrutaba de los senderos del Retiro, cubiertos
también por otras hojas. Y me gustaba la lluvia, de gotas finas que se
deslizaban por mi cara. Esa lluvia que empapaba las hojas de las aceras y
llenaba la avenida de luz con los faros encendidos de los coches al circular.
Ahora,
en el Sur, me sigue gustando el otoño. Con un sol que puede picar, pero no
quema. Con la misma lluvia fina de mi infancia, cuyas gotas recorren mi rostro
como un camino conocido, ya recorrido. Aunque con menos hojas cubriendo las
aceras. Añoro del verano la largura de sus días.
Y
aun así, escucho con placer la melodía de estas primeras lluvias de otoño.
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