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miércoles, 27 de enero de 2021

El Palacio de Cristal


 

Siempre ha sido uno de mis lugares favoritos de Madrid. Como mi casa estaba cerca de El Retiro era frecuente que en nuestra infancia nos llevaran allí a desfogar. La Rosaleda y el Palacio de Cristal solían formar parte del itinerario, que siempre o casi siempre finalizaba en La Cabaña frente a una bolsa de patatas fritas.
Esos paseos continuaron con el paso de los años. Recuerdo una etapa en particular en la que a menudo en horario matinal paseaba por El Retiro y al llegar al Palacio de Cristal me sentaba en un banco cercano bajo un árbol o en la misma escalinata que descendía hasta el agua. Allí, con el sol otoñal o invernal y con la pausa que te proporciona la ausencia de obligaciones, me limitaba a observar como ese sol se reflejaba en los ángulos de la estructura de hierro y cristal y como la vida desfilaba mientras los patos entraban y salían del estanque y el surtidor del centro brotaba como un geiser intentando alcanzar el cielo.
Probablemente ya la vida se escapaba entre los dedos, pero yo, quizás por la incertidumbre o simplemente por llevar la contraria, era joven, tenía la sensación de lo contrario, de que en aquel rincón me asía a la vida.
Recibo una foto, de la que desconozco a su autor, de esos recientes días de nieve que lo convierten en un paraje idílico. Y además de avivar los recuerdos, me reafirma en mi percepción de que es un lugar único.
Bien pudiera ser una caja de cristal o una jaula, desde cuyo interior se observa y se es observado y donde las cristaleras dibujan un espejismo de libertad que no logra borrar su hermetismo. Pero yo prefería permanecer en el exterior, contemplar su figura recortando el cielo. Dejar la mente volar y pensar que, por qué no, aquel era el día de la derrota de mis demonios, que se instalarían para siempre en aquel palacio, a la vista de todos y a la suficiente distancia de mí. La derrota nunca llegó. Y armisticio tras armisticio, el palacio siempre permanece allí; transparente, y sin embargo, tan visible.

sábado, 30 de marzo de 2019

El Darymelia, mi Cinema Paradiso

La otra noche volví a ver “Cinema Paradiso”, ese homenaje al cine de Giuseppe Tornatore. Hacía muchos años que no la veía, de hecho había cometido el imperdonable error de no acordarme de la maravillosa escena final. 
Dicen que hay cosas que no se olvidan como montar en bicicleta. No lo dudo, pero conviene subirse de vez en cuando a una bicicleta para comprobarlo. 
Yo no he olvidado el cine. De hecho sigo viendo muchas y variadas películas, tanto en pantalla grande como en la televisión. Aún así, “Cinema Paradiso” me ha vuelto a emocionar y me ha recordado porque amamos el cine. Me ha devuelto ese momento mágico en el que se apagan las luces y la pantalla adquiere vida para contarte una historia con imágenes como aquellas viejas historias que iban de boca en boca. Y me ha evocado aquel blanco y negro que lograba el espejismo de hacernos soñar en color. 
Escribía Francisco Umbral que “Cinema Paradiso es una autobiografía modesta y sentida, donde el cine se explica a sí mismo como no lo había hecho nunca, hasta dar con el hallazgo admirable y final de que el cine, creador de la luz, se quede ciego”. 
Y añadía que “Europa cultiva un cine intimista como el de esta película, porque en Europa todos se conocen y en esa metáfora de Europa que es un pueblo también tienden a conocerse”. 
El intimismo es una vía a la reflexión y el conocimiento implica cercanía. Quizás en la vieja Europa siempre hemos sido más de buscar las respuestas en el interior que de exhibiciones grandilocuentes a la par que vacuas. Aunque de todo hay. 
“Cinema Paradiso” nos devuelve a todos en alguna medida a la infancia. A los cines de verano y de barrio, a las películas de aventuras con pistolas y espadas, a lejanos y exóticos escenarios…, a un espacio que nos eran común y en el que no había ni distancia ni diferencias entre unos y otros. 
A mí me devuelve a Juan, mi particular Alfredo interpretado en la cinta por Philippe Noiret. No sabía muy bien a qué se dedicaba, pero recuerdo que me llevo una vez al cine Darymelia, ubicado junto a la casa de mi abuela y de mi padre en Jaén. Era una mañana y el cine estaba cerrado. Fue la primera vez que lo vi así y me pareció más grande aún. Pasé por detrás del escenario y atravesamos un pasillo y subimos una escalera hasta la sala de proyección, donde estaba aquella máquina fascinante con los rollos donde se colocaban las bobinas y donde había varias latas redondas y enormes en las que se guardaban las películas. 
Pero lo que más me gustó fue cuando me llevó a otra habitación y empezó a enseñarme los carteles de las películas que se iban a proyectar en los próximos meses y sobre todo aquellos pequeños cartones con escenas de las películas que se colocaban en el exterior del cine para captar la atención de los futuros espectadores. 
A esa primera vez siguieron muchas más. Algunos domingos o festivos por la mañana mi abuela le decía a Juan, anda llévatelo un rato. Y ese era el principio de un viaje que luego culminaba con la visión de la película, días, semanas o meses más tarde. 
Fue una época única e inolvidable. Cada vez que veo un antiguo cartel de cine o lo tengo entre las manos recuerdo a Juan. Es cierto que ahora los carteles no me parecen aquella gran sabana a color que me cubría hasta los pies. Y no es menos cierto que probablemente nunca le agradecí lo suficiente haberle abierto aquella puerta maravillosa a un niño de unos 8 años. Mi abuela me llevaba al Darymelia, al Lis Palace y al Rosales. Y mi padre al Auditorio y a la Plaza de Toros. Ellos y Juan me hicieron amar el cine. Y “Cinema Paradiso” me ha hecho recordarlo y sentirlo de nuevo.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Primeras lluvias de otoño

El clima es caprichoso. Hay años en que el verano da la sensación de no terminar nunca. O lo que es lo mismo, el otoño demora su llegada. Existen diversas teorías al respecto y ya se encargan sesudos investigadores de intentar averiguar a qué se deben estos caprichos climáticos, preocupantes para el futuro del planeta, pero no determinantes para nuestro presente.
Hay otros aspectos, de los que también se ocupan sesudos investigadores, que sí afectan al presente como son la influencia del clima en las personas. Cómo una tarde gris contribuye a que muchas personas lo vean negro y cómo una tarde soleada insufla ánimos.
Algunos dirán que es un asunto que depende de las personas y no del parte meteorológico. Y puede que no les falte razón, porque a fin de cuentas, qué no depende de las personas. Y por otro lado, quién puede negar la vulnerabilidad de algunas personas ante los cambios de tiempo.
Dicen que el otoño y la primavera son amenazadoras estaciones para quienes exponen su fragilidad simplemente con descorrer una cortina y contemplar a través de la ventana el tono del cielo. Indiscutiblemente las causas son más profundas y residen en algún lugar de la mente.
Pero han llegado las lluvias. Y ese otoño, cuya entrada se sitúa en el calendario un 23 de septiembre, ha tocado con unos días de retraso a nuestras puertas para traer la consabida nueva del adiós del estío.
A mí me gusta el otoño. Me gustaban los otoños de mi infancia en Madrid; la acera de mi puerta cubierta de hojas oscuras, desprovistas de verdor, los rayos de sol filtrados entre las ramas de esos mismos árboles, escasos de hojas, y las primeras castañeras. De igual modo que disfrutaba de los senderos del Retiro, cubiertos también por otras hojas. Y me gustaba la lluvia, de gotas finas que se deslizaban por mi cara. Esa lluvia que empapaba las hojas de las aceras y llenaba la avenida de luz con los faros encendidos de los coches al circular.
Ahora, en el Sur, me sigue gustando el otoño. Con un sol que puede picar, pero no quema. Con la misma lluvia fina de mi infancia, cuyas gotas recorren mi rostro como un camino conocido, ya recorrido. Aunque con menos hojas cubriendo las aceras. Añoro del verano la largura de sus días.
Y aun así, escucho con placer la melodía de estas primeras lluvias de otoño.