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sábado, 8 de marzo de 2025

La película de Dylan


Procuro no leer las críticas antes de ver una película que realmente me interesa, aunque no siempre lo consigo. Con "Un Completo Desconocido", la de Dylan, no he podido evitarlo, y reconozco que he leído varias críticas antes de verla. Y lo que es peor, había leído los comentarios e impresiones de amigos y conocidos que ya la habían visto; algunos de ellos reconocidos seguidores de Dylan, que manifestaban su entusiasmo con la película.
Así que deambulaba sobre el hilo, cual funambulista sin red, entre las expectativas generadas que luego no se cumplen y esa dicha que sólo se alcanza en contadas ocasiones cuando la expectativa se muestra real.
No voy a disertar sobre lo que es el cine, lo que fue o lo que debería ser; sólo diré o recordaré que el cine, o al menos algunas películas, nos emocionaba.
"A Complete Unknown" me ha emocionado. Desde las primeras notas ya he notado un cosquilleo interior y las primeras imágenes abrían la tapa de los recuerdos.
¿Hay errores? Por supuesto, algunos groseros; y a mí entender, innecesarios. Pero eso es secundario. Me quedo con el resto, incluida la formidable interpretación de Timothée Chalamet.
Al terminar la película estaba sentado en un muy confortable sillón, ya con las luces encendidas, leyendo los créditos y escuchando la que para mí es la mejor canción de la historia del rock. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente volaba décadas hacia atrás; eso sí, ha vuelto a tiempo para escuchar otra de las canciones más emblemáticas del Viejo Bob, ya sin créditos.
Ahora estoy sentado en el sofá de mi casa, escribiendo esto y dejando que por mi cabeza pasen imágenes y canciones de la película. Y con unas confesables ganas de subir, poner un disco y escuchar esa canción mientras veo el vinilo girar como un carrusel de sueños; como un canto rodado.

domingo, 11 de agosto de 2024

La estrella azul

Son las cosas de esta ciudad que habito. Esas que penalizan y por las que, además, penas. Ningún cine en la ciudad. Unas pocas salas en un centro comercial de la periferia y el anuncio de apertura de nuevas salas en un nuevo centro comercial que, por unas causas u otras, se demora. Y ni siquiera esa nueva apertura de salas garantiza la proyección de determinadas películas. 
Es el caso de “La estrella azul”, de Javier Macipe. Esa cinta sobre el músico Mauricio Aznar que me quedé con las ganas de ver en pantalla grande cuando se estrenó. Una pérdida que he podido mitigar con su estreno meses después en varias plataformas de televisión. Aunque no es lo mismo. Viví algo aparecido con “Calle 54”, de Fernando Trueba, que tampoco halló sala para ser exhibida. 
No les voy a destripar la película. Les aconsejo que la vean. A mí me ha parecido una maravilla, pero eso tiene escasa validez porque yo estaba predispuesto desde un principio a una película sobre la cabeza visible de “Más Birras”; aunque la realidad es que la película se centra más en su etapa tardía, lo que no la hace menos bella. 
“Más Birras” era una banda de esas denominadas “de culto” con el paso del tiempo. Algo que precisamente con el paso del tiempo he llegado a sospechar que pretende ser un elogio a la banda, pero que también califica a sus seguidores como poco como raritos o algo similar. Porque ¿esos quiénes son? ¿de verdad te gusta esto?... 
Tuve el privilegio de escuchar una vez en directo a “Más Birras” en Madrid. En aquella época yo estaba alejado musicalmente del rock y, por tanto, me echaba para atrás la estética y modos rockabillys. Sin embargo, aquel grupo me llamó la atención y se me quedó grabada la imagen de Mauricio Aznar. Quizás fuera ese hábito de ponerle oreja a la letra o quizás porque aquellas canciones iban más allá de esa etiqueta; quizás también contribuyó que aquel tipo pertenecía a esa estirpe nacida para comerse el escenario con su presencia. Lo cierto es que aquellos “vaqueros de los Monegros” se quedaron conmigo para siempre. 
Así que era obvio que tarde o temprano iba a ver esa película. Y parece evidente que hay quienes vemos las estrellas azules, aunque puede que ni siquiera seamos conscientes de ello. A veces esas estrellas se cruzan en tu camino y las encuentras sin necesidad de buscarlas; en otras ocasiones las encuentras porque la clave está en dónde buscar. Si crees que las estrellas sólo habitan en el cielo, lo más seguro es que nunca halles una. Y si crees que el brillo determina la valía, dará igual que te topes con ella. 
Hoy pongo un disco de “Más Birras” y pienso en la estela de plata de esa estrella azul y pienso en aquel caballo de fuego que desbocado galopaba llevándose a demasiados jinetes con él. Quedaron un puñado de supervivientes, huérfanos de muchas cosas, pero agradecidos y conscientes de haber vivido aquellos días, y sobre todo aquellas noches, cuando las estrellas azules brillaban en el final de un trago o en una mirada de adicción. Sonaba la música, y, sin saberlo, nos hablaba del presente y de ese futuro que éramos capaces de soñar, pero incapaces de ver. 
Todavía hoy para ver una estrella azul es más fácil dejar caer la mirada hasta el fondo de un mar.

martes, 12 de octubre de 2021

Méliès

 

Tengo un disco del viejo Bob a medio escuchar. Y aún queda polvo en mis zapatos. A veces me pregunto por qué sigo escuchando y comprando sus discos. Como si no pudiera, como ya ocurrió tiempo atrás, volver a decepcionarme. A fin de cuentas, el viejo Bob juega con nosotros y quizás en ese juego se ríe de nosotros. Pero aquí estoy con su último disco a medio escuchar y con enormes ganas de escucharlo. Deseando volver a esa liturgia de extraer el disco de esa maravillosa funda, separarlo del libreto y dejar que gire mientras la aguja arranca el canto. Recordar aquella canción que es la misma de aquellos 80, pero que suena distinta. Es la magia del viejo Bob. O el negocio. 
Es un día extraño este 11 de octubre, preludio de un festivo, que despierta con amenaza de lluvia y en el que a media mañana el sol azuza desde arriba.
Llego con la lengua fuera y maldiciendo tras recorrer media ciudad hasta arribar a un comercio que contra pronóstico encuentro cerrado. Así que retorno, mezclando el calor con la frustración y resoplando como la bestia que un día fuimos. 
Dirijo mis pasos al kiosco de prensa, a recoger el diario y a encargar un periódico para mañana que nunca ha de llegar. No lo sabré hasta por la tarde, confirmando que hay días que vamos de chasco en chasco. Y hoy era uno de ellos. 
Pero a la vuelta de la esquina, literal, me espera Méliès. Una expo sobre el director de cine francés que viene a sanarme. Una resurrección que me alivia la inusual matiné. La caja de sueños me arranca una media sonrisa y agita con suavidad la mente. Atiendo a la emisión de dos audiovisuales, contemplo las fotografías y recorro una maqueta de aquel estudio de cine transparente donde Méliès daba vida tras la cámara a sus criaturas. Me hallo por un momento en el interior de una barraca de feria y al instante estoy frente a la tienda de juguetes, evocando una infancia que nunca termina de alejarse, aunque el tiempo se obstine en ello. 
Me prometo volver a este oasis en el centro de la ciudad y dar espacio a la ensoñación. Tengo la boca reseca, pero ya no maldigo. El calor continúa apretando desde lo alto, pero me espera la certeza de una rubia con espuma, que mitigará el castigo de la mascarilla y festejará ese cinematógrafo que después de un siglo y pese a las adversidades sigue abriendo de par en par los ojos del niño que llevamos dentro. 
 

 

sábado, 30 de marzo de 2019

El Darymelia, mi Cinema Paradiso

La otra noche volví a ver “Cinema Paradiso”, ese homenaje al cine de Giuseppe Tornatore. Hacía muchos años que no la veía, de hecho había cometido el imperdonable error de no acordarme de la maravillosa escena final. 
Dicen que hay cosas que no se olvidan como montar en bicicleta. No lo dudo, pero conviene subirse de vez en cuando a una bicicleta para comprobarlo. 
Yo no he olvidado el cine. De hecho sigo viendo muchas y variadas películas, tanto en pantalla grande como en la televisión. Aún así, “Cinema Paradiso” me ha vuelto a emocionar y me ha recordado porque amamos el cine. Me ha devuelto ese momento mágico en el que se apagan las luces y la pantalla adquiere vida para contarte una historia con imágenes como aquellas viejas historias que iban de boca en boca. Y me ha evocado aquel blanco y negro que lograba el espejismo de hacernos soñar en color. 
Escribía Francisco Umbral que “Cinema Paradiso es una autobiografía modesta y sentida, donde el cine se explica a sí mismo como no lo había hecho nunca, hasta dar con el hallazgo admirable y final de que el cine, creador de la luz, se quede ciego”. 
Y añadía que “Europa cultiva un cine intimista como el de esta película, porque en Europa todos se conocen y en esa metáfora de Europa que es un pueblo también tienden a conocerse”. 
El intimismo es una vía a la reflexión y el conocimiento implica cercanía. Quizás en la vieja Europa siempre hemos sido más de buscar las respuestas en el interior que de exhibiciones grandilocuentes a la par que vacuas. Aunque de todo hay. 
“Cinema Paradiso” nos devuelve a todos en alguna medida a la infancia. A los cines de verano y de barrio, a las películas de aventuras con pistolas y espadas, a lejanos y exóticos escenarios…, a un espacio que nos eran común y en el que no había ni distancia ni diferencias entre unos y otros. 
A mí me devuelve a Juan, mi particular Alfredo interpretado en la cinta por Philippe Noiret. No sabía muy bien a qué se dedicaba, pero recuerdo que me llevo una vez al cine Darymelia, ubicado junto a la casa de mi abuela y de mi padre en Jaén. Era una mañana y el cine estaba cerrado. Fue la primera vez que lo vi así y me pareció más grande aún. Pasé por detrás del escenario y atravesamos un pasillo y subimos una escalera hasta la sala de proyección, donde estaba aquella máquina fascinante con los rollos donde se colocaban las bobinas y donde había varias latas redondas y enormes en las que se guardaban las películas. 
Pero lo que más me gustó fue cuando me llevó a otra habitación y empezó a enseñarme los carteles de las películas que se iban a proyectar en los próximos meses y sobre todo aquellos pequeños cartones con escenas de las películas que se colocaban en el exterior del cine para captar la atención de los futuros espectadores. 
A esa primera vez siguieron muchas más. Algunos domingos o festivos por la mañana mi abuela le decía a Juan, anda llévatelo un rato. Y ese era el principio de un viaje que luego culminaba con la visión de la película, días, semanas o meses más tarde. 
Fue una época única e inolvidable. Cada vez que veo un antiguo cartel de cine o lo tengo entre las manos recuerdo a Juan. Es cierto que ahora los carteles no me parecen aquella gran sabana a color que me cubría hasta los pies. Y no es menos cierto que probablemente nunca le agradecí lo suficiente haberle abierto aquella puerta maravillosa a un niño de unos 8 años. Mi abuela me llevaba al Darymelia, al Lis Palace y al Rosales. Y mi padre al Auditorio y a la Plaza de Toros. Ellos y Juan me hicieron amar el cine. Y “Cinema Paradiso” me ha hecho recordarlo y sentirlo de nuevo.

lunes, 14 de octubre de 2013

Cacatúas

Siempre que veo a una mujer mayor con sobredosis de afeites y perfume y generoso estampado no puedo evitar acordarme de “La rosa de Alejandría”, una de Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán.
Popularmente, en tono coloquial, reciben la denominación de cacatúas. Es probable que el apelativo tenga más que ver en origen con los loros que con las cacatúas y que se deba al colorido de las plumas más que a la estridencia visual.  Aunque es innegable lo grotesco de la imagen.
Pertenecen al paisaje urbano. Recuerdo cuando era pequeño a dos hermanas de la ciudad que habito, portadoras con creces de años y de cosméticos, perfumes y vestidos floreados; y de dedos, muñecas, cuello y orejas enjoyados que les hacían acreedoras de tal denominación.
Esta semana la ciudad vive días de feria y hay numerosas “cacatúas” poblando sus calles. Ayer sin ir más lejos tuve la oportunidad de contemplar una de cerca. Acompañada de un galán que no le iba a la zaga, un auténtico “pajarraco”, embutido en un pantalón rojo, camisa beige y tocado con un sombrerito claro.
Me sentí transportado en el tiempo, y a la vez, pensé en la imperiosa necesidad de no dejarse seducir por el reflejo del espejo. No es una sensación nueva, me ocurrió en Lisboa y me sucede a menudo en Barcelona, cuando deambulo por el Raval, el Born o las calles interiores de la Barceloneta. Y claro, vuelvo a Vázquez Montalbán, a su Carvalho, pero sobre todo a Biscuter, el ayudante del detective.
Supongo que la mayoría de la gente sabe que un Biscuter era un coche que se fabricaba en España a mediados de los 50 del siglo pasado, pero en la ciudad que habito un biscuter era y será siempre un botellín de cerveza. Así que cuando Biscuter aparecía en una de las novelas de Carvalho, al margen de la extravagancia en su indumentaria, sin remedio lo asociaba a un botellín de cerveza. De aquellos que bebíamos en el cine de verano mientras veíamos una de indios y vaqueros, de espadachines, de Tarzán o de romanos. Hoy me resulta extraño recordar aquello y entender cómo era posible que siendo tan pequeño pudiera comprar un “botijo de birra” en el Cine Rosales, cuando ahora te piden el DNI hasta para ‘desaguar’.
El Cine Rosales ocupaba el espacio que anteriormente ocupó la antigua cárcel de Jaén; título que le arrebató una nueva cárcel situada en el Paseo de la Estación cuando se construyó la actual en la década de los noventa y que abandonó el nombre de cárcel por la denominación de centro penitenciario (donde esté una cárcel o un penal, que se quite un centro penitenciario). Así que la más antigua pasó a ser cine y con el tiempo se convirtió en plaza; y la segunda va camino, lento como el de todas las obras de infraestructuras que se acometen en esta tierra de olivos, de convertirse en el Museo Íbero.
Mi abuela me contaba una historia de un director que tuvo aquella primera cárcel de la Plaza de los Rosales. Debía ser un buen tipo; porque le robaron la cartera y los presos desde la cárcel movieron los hilos para recuperarla. De modo que al día siguiente del robo, al entrar en su despacho, la cartera estaba encima de la mesa, con la misma cantidad de dinero y documentos que portaba la víspera.
La fauna de una ciudad es variopinta. Hay urracas, palomas, lobos, corderos, gallinas, perros, moscardones, buitres, gusanos, cabras, gallos, besugos, hienas, gorilas, ratas, pulpos, cerdos, gatos… y por supuesto, cacatúas.

lunes, 5 de agosto de 2013

El Salambó


El Café Salambó es un templo de la cultura que pervive en el barrio de Gracia. Probablemente muchos de sus clientes ignoran este hecho y acuden a él como a cualquier otro lugar; sin saber que este local barcelonés durante casi una década otorgó el único premio de narrativa en España concedido por los propios escritores.
En 2009 dejó de concederse el galardón y solo quedan como vestigio las numerosas crónicas de esa época y una aceptable galería fotográfica en las paredes de este Café en cuyos marcos quedaron atrapados, entre otros, Manuel Vázquez Montalbán, José Manuel Caballero Bonald, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Maruja Torres, Juan Eduardo Zúñiga o Abilio Estévez.  Y por supuesto, quedan los premiados.
A mí el Salambó me suena a Salambo y por tanto a Mogambo, me evoca el cacao y el café y aquellos viejos anuncios de la niñez adornados de nombres e imágenes exóticas. Y nada más exótico para un niño que el África de tribus salvajes, de animales en paisajes infinitos y del gran mono blanco; aquel Tarzán creado por Burroughs e inmortalizado en la pantalla de cines ya en su mayoría desparecidos, muchos de verano, en los que el programa doble lo copaban las del Oeste, las del Zorro, las de Cantinflas, las de romanos y como no, las de Tarzán.
Me gusta ir, ya sea en invierno o verano, pasada la media noche, cuando la gente ya ha terminado de cenar y muchos están ya de retirada. Sentarme en uno de esos bancos de listones de madera dispuestos en la zona central del local y observar mientras saboreo un Juanito el andariego con agua de Vichy.  Pienso en aquellas veladas en las que durante casi una década un grupo de 15 escritores elegía quién sería el premiado. Noches donde se mezclaban el tabaco y el alcohol con una animada conversación; cuando la palabra no era vacua y había gente dispuesta a emplearla, para hablar, para escribir o para escucharla.


sábado, 3 de marzo de 2012

Cine de terror

No es mala compañía para la sobremesa de un sábado aunar a Nina Simone y a un cardenal que sólo predica al paladar. Alguien podría pensar que esa mezcla embota los sentidos; desdeñando la posibilidad de que los agudice y dando por hecho que el gozo conduce a la tontura. Cuando en realidad puede que ambos sólo sean una vía para escapar de esa estupidez a la que algunos se empeñan desde distintos ámbitos y responsabilidades a condenarnos.
En general, y por supuesto con honrosas excepciones, cualquier aficionado al cine, no digo ya un experto como el fiscal general del Estado, sabe que segundas partes nunca fueron buenas. En particular, cuando el arranque es un mal guión y los productores defienden su inversión por encima del propio producto y alimentan esa máxima de que la realidad supere a la ficción.
Permuto a la Simone por otra diosa como Billie Holiday. El cardenal apenas me susurra ya. Y a pesar del deleite que me producen y la tentación de dejarme llevar, no sólo con gusto y oído sino con el resto de mis sentidos, no logró atontarme lo suficiente como para escapar de esta realidad, que se asemeja a una mala película con el peor de los repartos y una sombría dirección.
Sonaría a broma, de no ser porque se ha escuchado de boca de todo un fiscal general del Estado. Lo que convierte la broma en algo serio y casi amenazador, no por el fondo, sino por las formas o el descuido en éstas, que deja entrever la supeditación de personas e instituciones al servicio de una ocurrencia. Me gustaría pensar que el fiscal general del Estado no es un mandado y que simplemente busca hacer méritos, pero en ambos casos, mandado o meritorio, da que pensar y por supuesto, no muy bien.
Cuesta entender, es muy difícil hacerlo, la diligencia con que los poderes públicos, y conviene recordar que la Fiscalía General del Estado lo es, se prestan a actuar en relación a ciertos asuntos, sin importar la situación real de los mismos, y como se lavan las manos con otros. Para muestra, un botón: el cinéfilo fiscal general del Estado anuncia a la par que no respalda el recurso del juez (perdón, ex juez) Baltasar Garzón contra su inhabilitación y que, sin embargo, el 11-M es susceptible de reabrirse porque ¡albricias! aún se conservan los restos de un vagón de aquellos trenes de la muerte. Lo que ayudará a incrementar las ventas de algún periódico que no deja que la verdad estropee una buena noticia y posibilitará que los fabuladores de la caverna mediática e historiadores de nuevo cuño como Pío Moa (sic) puedan adoctrinarnos a aquellos de mente dispersa, cuyos sentidos sucumben a las notas del jazz y al libar un cardenal.
Puestos a elegir, preferiría a un fiscal general del Estado proclive a la comedia, pero, obviamente, en estos tiempos aquellos que acarician y detentan el poder no quieren desentonar y apuestan sin tapujos por el cine de terror.

jueves, 19 de febrero de 2009

De cine

Los parados contamos los días de la semana. De lunes a viernes. No se porqué, pero los contamos. Como si fuera importante. Creo que es para que llegue el fin de semana cuanto antes. Como un retorno a la “normalidad”. Como si el resto de la semana fuera un poltergeist.
Y deambulamos. Sin prisa y sin rumbo. Penando por la falta de empleo. Segismundo, más que pecado cometí. Vagamos. Callejeamos. Como el gato. Y como el vagabundo.
El cineasta Fernando León agrupó a los sin empleo bajo el paraguas de ‘los lunes al sol’. Ayer fue miércoles, para mí un miércoles al sol. Deambulé y callejeé. No me quejo. No fue un mal día, tampoco bueno, pero no fue malo. Los días anteriores fueron peores. Han sido jornadas duras. Recibí un golpe inesperado y me costó recuperar el aliento.
Allí estaba yo en el centro del cuadrilátero, sin el baile de pies básico para cualquier aprendiz de púgil, quieto como una estatua, con la guardia baja. Relajado. Y recibí un golpe bajo, que me hizo doblar la rodilla. Los golpes bajos no duelen por ser bajos, duelen por quien te los da. Bueno, también duelen, porque todos los golpes duelen, pero éste me dolió más por quien me lo propinó. Así que he estado acusando el maldito golpe varios días, abriendo la boca como un pez para coger algo de aire, braceando para recuperar el resuello. Y a la vez apretando los dientes, para que el demonio que llevamos dentro no saliera del abismo donde intentamos aislarlo. Y acordándome de los cubanos y su sempiterno son “ya tú sabes, lo que no mata, engorda”.
Pero yo ni muero, ni engordo. Vana esperanza. La de engordar, se entiende. La otra, la ilusión de salir adelante, el anhelo de reingresar en el mercado laboral lo vamos minando cada día. Hasta el tipo más optimista debe estar apesadumbrado. Primero era el 2009 el año en que íbamos a vivir (sobrevivir) peligrosamente y ahora, nos anuncian que el 2010 tampoco va a ser el año de las luces. ¡que no son gigantes mi señor Don Quijote, que son molinos! O al menos la rueda del molino. Esa con la que nos hacen comulgar, a creyentes y a paganos, cada día. El 2011, como la cosa siga así, que nos den arsénico, por compasión.