Siempre
que veo a una mujer mayor con sobredosis de afeites y perfume y generoso
estampado no puedo evitar acordarme de “La rosa de Alejandría”, una de Pepe Carvalho,
de Manuel Vázquez Montalbán.
Popularmente,
en tono coloquial, reciben la denominación de cacatúas. Es probable que el
apelativo tenga más que ver en origen con los loros que con las cacatúas y que
se deba al colorido de las plumas más que a la estridencia visual. Aunque es innegable lo grotesco de la imagen.
Pertenecen
al paisaje urbano. Recuerdo cuando era pequeño a dos hermanas de la ciudad que
habito, portadoras con creces de años y de cosméticos, perfumes y vestidos
floreados; y de dedos, muñecas, cuello y orejas enjoyados que les hacían
acreedoras de tal denominación.
Esta
semana la ciudad vive días de feria y hay numerosas “cacatúas” poblando sus
calles. Ayer sin ir más lejos tuve la oportunidad de contemplar una de cerca.
Acompañada de un galán que no le iba a la zaga, un auténtico “pajarraco”, embutido
en un pantalón rojo, camisa beige y tocado con un sombrerito claro.
Me
sentí transportado en el tiempo, y a la vez, pensé en la imperiosa necesidad de
no dejarse seducir por el reflejo del espejo. No es una sensación nueva, me
ocurrió en Lisboa y me sucede a menudo en Barcelona, cuando deambulo por el
Raval, el Born o las calles interiores de la Barceloneta. Y claro, vuelvo a
Vázquez Montalbán, a su Carvalho, pero sobre todo a Biscuter, el ayudante del
detective.
Supongo
que la mayoría de la gente sabe que un Biscuter era un coche que se fabricaba
en España a mediados de los 50 del siglo pasado, pero en la ciudad que habito
un biscuter era y será siempre un botellín de cerveza. Así que cuando Biscuter
aparecía en una de las novelas de Carvalho, al margen de la extravagancia en su
indumentaria, sin remedio lo asociaba a un botellín de cerveza. De aquellos que
bebíamos en el cine de verano mientras veíamos una de indios y vaqueros, de
espadachines, de Tarzán o de romanos. Hoy me resulta extraño recordar aquello y
entender cómo era posible que siendo tan pequeño pudiera comprar un “botijo de
birra” en el Cine Rosales, cuando ahora te piden el DNI hasta para ‘desaguar’.
El
Cine Rosales ocupaba el espacio que anteriormente ocupó la antigua cárcel de
Jaén; título que le arrebató una nueva cárcel situada en el Paseo de la
Estación cuando se construyó la actual en la década de los noventa y que abandonó
el nombre de cárcel por la denominación de centro penitenciario (donde esté una
cárcel o un penal, que se quite un centro penitenciario). Así que la más
antigua pasó a ser cine y con el tiempo se convirtió en plaza; y la segunda va
camino, lento como el de todas las obras de infraestructuras que se acometen en esta
tierra de olivos, de convertirse en el Museo Íbero.
Mi
abuela me contaba una historia de un director que tuvo aquella primera cárcel
de la Plaza de los Rosales. Debía ser un buen tipo; porque le robaron la
cartera y los presos desde la cárcel movieron los hilos para recuperarla. De
modo que al día siguiente del robo, al entrar en su despacho, la cartera estaba
encima de la mesa, con la misma cantidad de dinero y documentos que portaba la
víspera.
La
fauna de una ciudad es variopinta. Hay urracas, palomas, lobos, corderos, gallinas,
perros, moscardones, buitres, gusanos, cabras, gallos, besugos, hienas,
gorilas, ratas, pulpos, cerdos, gatos… y por supuesto, cacatúas.
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