Afirma
el poeta Pablo García Baena que “hay algo que no podemos dejar atrás: el sonido
de las palabras” (elcultural.es,
martes, 01 de octubre de 2013). Porque las palabras además de grafía
y de estar dotadas de contenido, suenan.
Así
que al buscar en el baúl de las palabras para hallar la más adecuada hay que
tener la vista presta, pero también el oído. No se trata pues solo de
ordenarlas para expresarnos, de construir frases y párrafos que tengan sentido
y puedan ser entendidos, hay que considerar también la musicalidad, el tono y
los ritmos para adentrarse en la senda que conduce al equilibrio entre
forma y fondo, o lo que es lo mismo, estética y contenido.
Es
indiscutible la sonoridad en la poesía; como se alcanza la musicalidad cuando
en el papel las palabras se ubican en los versos como las notas en el
pentagrama. Y aunque no lo parezca en ocasiones, porque demanda mayor atención,
tampoco carecen de sonido las palabras en prosa.
Existen
palabras estruendosas, cuyo eco genera a su vez bullicio. Hay otras, en apariencia
carentes de sonoridad, enmudecidas, recreadoras de silencios que son en sí
mismos un sonido capaz de ahogar cualquier estruendo. Y palabras cuyo sonido es
una confidencia, un susurro deslizado en el oído de aquellos que saben escuchar
y crear con ellas nuevos sonidos.
Letras
y notas cruzan sus caminos, siguiendo el vuelo de la inspiración para elevar el
sonido hasta las bóvedas del arte, donde la, mi, do, re, fa… metamorfosean en
melodía y descienden buscando cobijo en la hoja o en la partitura. Y es en el
papel, promesa de eternidad, donde permanece inmortal la huella. El son de
las palabras.
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