Es sabido que los gatos guardan distancia con el agua. De modo que debe causar cierta sorpresa contemplar a uno surcando en velero los mares de China.
Aunque
más sorpresa ha de causar descubrir que se trata solo de un espejismo. Una mala
jugada de la vista. Que el velero no pasa de sillón, y los surcos, tan
naturales en un vinilo, se ausentan en el cd. El agua queda atrapada en el
disco y la travesía, apacible, es un tránsito a través de la música y la voz de
Zenet.
Me
gusta como canta este canalla de vidrio en la garganta, que te asalta en una
esquina donde permanecen varados los suspiros.
Me
gusta el sonido de los corazones rotos, cuyos fragmentos no se componen pero
juntan palabras que se clavan en los besos y se guardan en las miradas; cuando
las calles parecen dormidas y las noches eternas.
Me
gusta oír los silencios que son mentiras, puñales forjados de recuerdos que
nunca se hunden en el olvido y ni el mejor de los tragos logra borrar.
Surcar
los mares de China y soñar con enarbolar la bandera pirata, a sabiendas de que
se izó en incontables ocasiones la enseña blanca en busca de un armisticio
inalcanzable.
Embarcar
en el velero con la esperanza de dejar atrás una parte de lo vivido. Una huida
imposible porque el viajero siempre confunde principio y final y a la vuelta de
esa esquina, donde se agolpan los suspiros, también se esconde el destino.
Recorrer
el mismo camino sin poder volver sobre los propios pasos. Y abrir un espacio a
la melancolía, para extrañar islas de mares perdidos que nunca se plasmaron en
un mapa, cuya altitud y latitud son solo una anotación en la cabeza. Balada del
condenado. Nostalgia del náufrago.
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