sábado, 26 de octubre de 2013

Los mares de China


Es sabido que los gatos guardan distancia con el agua. De modo que debe causar cierta sorpresa contemplar a uno surcando en velero los mares de China.
Aunque más sorpresa ha de causar descubrir que se trata solo de un espejismo. Una mala jugada de la vista. Que el velero no pasa de sillón, y los surcos, tan naturales en un vinilo, se ausentan en el cd. El agua queda atrapada en el disco y la travesía, apacible, es un tránsito a través de la música y la voz de Zenet.
Me gusta como canta este canalla de vidrio en la garganta, que te asalta en una esquina donde permanecen varados los suspiros.
Me gusta el sonido de los corazones rotos, cuyos fragmentos no se componen pero juntan palabras que se clavan en los besos y se guardan en las miradas; cuando las calles parecen dormidas y las noches eternas.
Me gusta oír los silencios que son mentiras, puñales forjados de recuerdos que nunca se hunden en el olvido y ni el mejor de los tragos logra borrar.
Surcar los mares de China y soñar con enarbolar la bandera pirata, a sabiendas de que se izó en incontables ocasiones la enseña blanca en busca de un armisticio inalcanzable.
Embarcar en el velero con la esperanza de dejar atrás una parte de lo vivido. Una huida imposible porque el viajero siempre confunde principio y final y a la vuelta de esa esquina, donde se agolpan los suspiros, también se esconde el destino.
Recorrer el mismo camino sin poder volver sobre los propios pasos. Y abrir un espacio a la melancolía, para extrañar islas de mares perdidos que nunca se plasmaron en un mapa, cuya altitud y latitud son solo una anotación en la cabeza. Balada del condenado. Nostalgia del náufrago.

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