viernes, 31 de diciembre de 2010

Esperanza y más palabras

Esperanza y palabras. Parecen un débil asidero y un escaso anhelo ante el sueño de la muchedumbre, que sopla el cuerno de la abundancia para el inmediato tiempo venidero. Un sueño del que muchos despiertan apenas desaparecen uvas y burbujas por el abismo de la garganta y que otros conservan con el envoltorio del deseo hasta que las hojas del calendario se agotan e invitan de nuevo al sueño. El mismo punto de partida, con distintos dígitos.
No. Definitivamente, no son tiempos de esperanza. Y para muchos las palabras ya están gastadas. Y aún así apuesto por no renunciar a ambas. Deseo esperanza para los desheredados, a sabiendas de que demandan algo más tangible. Y deseo esperanza para aquellos que creen haberla perdido, cuando en realidad lo que han perdido es una razón para tener esperanza.
De igual manera, deseo que conservemos los baúles de las palabras. Que los abramos y extraigamos de ellos aquellas que necesitamos para expresar alegría, desazón... todas las que sean necesarias para comunicarnos. Porque las palabras no se gastan, es la ausencia de hechos que las acompañen lo que nos hace dudar de su utilidad y de su vigencia.
En este tiempo de desencuentros y contradicciones que es la Navidad, cuando 2010 agoniza y 2011 es una caja de incertidumbres, donde caben todo y nada, escribo este mensaje de esperanza y palabras para aquellos que deambulan conmigo; y también para aquellos que nunca pisaron el callejón, pero que contemplan el mar, real o imaginario, esperando esa botella a la deriva, que ni siquiera hoy es necesaria porque la hemos sustituido por la Red, con las palabras escritas por una persona desconocida.
Quizás no se vea el horizonte, pero merece la pena seguir mirando.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La hija del agua

No creo en superhéroes, más allá de la ficción, pero estoy dispuesto a creer que en estos tiempos estamos necesitados de comportamientos heroicos. De sucesos que se salen de la rutina y que nos muestran grandeza y miseria a partes iguales. Y también nuestra fragilidad y vulnerabilidad.
Ha ocurrido esta semana. En la isla de Alborán, frente a la costa andaluza. De nuevo una patera y una vez más, la Guardia Civil del Mar. Nada que ver con lugares exóticos o interplanetarios, naves con últimas tecnologías y velocidades de vértigo o superhéroes de vestimentas imposibles y superpoderes.
Menores y mujeres embarazadas a bordo y un bebé recién nacido. La nave a la deriva y frente a ella, rocas de aristas afiladas como finos dientes dispuestos a morder su presa. Y como única esperanza, una embarcación de salvamento y un puñado de guardias civiles.
Parece de película, pero es real. Un guardia civil, Carlos Trujillo, que se arroja al agua con un cabo de cuerda y nada hasta la embarcación de goma, sin gasolina y con 33 personas a bordo. Primero, los niños y luego, las mujeres. Y por último, los hombres.
En ese orden establecido sobre las aguas son rescatados uno a uno. La primera en abandonar la patera será la pequeña recién nacida, casi 4 kilos de peso y claros síntomas de hipotermia. Otro guardia civil, Carlos Puche, recoge a la pequeña, inmóvil y amoratada, y la pega a su pecho para darle calor. Un abrigo de dos horas, lo que dura la travesía hasta la costa, que mantiene con vida a la pequeña.
Esta vez hubo un final feliz. Todos a salvo. La pequeña por decisión de sus padres, ambos viajaban a bordo de la patera, se llamará Happiness (Felicidad). Aunque también podía haberse llamado Hope (Esperanza) o Lucky (Suerte).
Ignoro si habrá condecoración o reconocimiento oficial para el comportamiento heroico de estos guardias civiles. Lo merecen. Puede que ellos piensen que sólo hacían su trabajo, que cumplían con su deber; algo que en los tiempos que corren y trasladado a otros ámbitos de poder y representación parece una excepción.
También me gustaría pensar que esta hija del agua tendrá un futuro alejado de la miseria y de la falta de oportunidades y que algún día podrá contar que ya no existen viajes al paraíso convertidos en un infierno. Porque Occidente comprendió que era mejor invertir en vida, que clavar las tapas de los ataúdes.

... y quebranto


El penúltimo adiós. La despedida del quebranto. Estrella de agua, cielo, tierra y fuego. Desgarro del corazón. Lágrimas del alma. Granada se estremece. Sueña Morente.

martes, 14 de diciembre de 2010

Llanto por Enrique Morente

La muerte se ha llevado la voz de plata del duende, para que le cante al oído poemas de García Lorca y de Miguel Hernández. El Albayzín derrama lágrimas que bajan como campanillas tintineando por las calles empedradas. Y hasta Omega, la o griega, ha quedado huérfana.
Hablar de Enrique Morente o de Miguel Ríos en Granada son palabras mayores, pues se reparten cumplidos como artistas y como personas. Y hoy del Sacromonte al Generalife, del Paseo del Darro a la Plaza Bib-Rambla el aire sopla la mala nueva y deja en los labios una plegaria, a sabiendas de que ha mermado la sal de la tierra.
Ciego el sol, las nubes tapan esta noche la Alhambra y la luna esconde la cara en los neveros de Sierra Nevada, quizás buscando el quejío que ya no traerá el alba.
Morente se ha ido de forma prematura y todo apunta a impericia profesional, aunque la muerte no entiende de las estaciones de los hombres. Llega y te lleva, con anuncio previo o sin aviso. De frente o a traición. Irremediablemente nos silencia.
Descansa el maestro. Llora Granada. Enmudecen las voces búlgaras. Se para el tiempo de los gitanos. Y la aflicción es ahora el visible patrimonio del flamenco. El llanto augura el duelo. Y después, el silencio.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Share

Descubro, puede que con algo de asombro, estupor o perplejidad, que algunos necesitan de público (y no me refiero al diario del mismo nombre) para sus manifestaciones privadas y públicas.
Hasta ahora pensaba que esa demanda de audiencia pertenecía a otros ámbitos como los medios de comunicación o los espectáculos de cualquier índole, especialmente los deportivos y los culturales. Pero ignoraba que los ciudadanos anónimos anhelan su propio share.
Comprendo que el espejismo del éxito se ha instalado en esta sociedad, impulsado por televisiones sin complejos, que emulando al Dr. Frankenstein crean sus propios monstruos y los exhiben hora tras hora y cuantos más días mejor a través de la pantalla del televisor.
Entiendo que las cabezas erguidas se deslumbran con el sol y no alcanzan a ver los pies de barro de esos ídolos prefabricados, cuya caída es estruendosa, pero que rápidamente son sustituidos por otros becerros de oro con la misma fragilidad en los remos.
Necio de mí. Cuando surgió El Callejón del Gato sólo fue una tabla a la que asirse en mitad del oleaje. Un papel en blanco en la pantalla del ordenador que me permitía abrir el baúl de las palabras y dejar que se airearan. No pensé, ni por un instante, que al nacer el blog, su alumbramiento, su gateo, sus primeros pasos… estarían expuestos en la Red al alcance de cualquiera que entrara en el callejón. No pensé en la posibilidad de que alguien leyera lo ahí escrito, porque me apremiaba la necesidad de escribir.
Ese apremio, mi egoísmo, sólo me permitió ser consciente de que mis maullidos serían inevitablemente una fusión de lo personal y lo profesional, y me llevó a ignorar la figura de lector y su posible existencia.
Ahora descubro que algunos cuentan y recuentan. Lo propio y lo ajeno. Lo escrito y lo comentado. E incluso se cuestionan la rentabilidad de la página que nos da cobijo. Demasiado para quien se limita a mantener abierto el callejón, a deambular y maullar a su libre albedrío.
No soy gato persa que gusta ser exhibido y necesita ser admirado. Y tampoco macaco predispuesto a las monerías en función del público concitado y la posible recompensa. Soy gato de callejón, y si hay amenaza de cierre por desidia o ausencia de concurrencia, maullaré desde tapia o tejado.

martes, 7 de diciembre de 2010

Tardes de mesa camilla y brasero


Llueve. Las tardes de lluvia en otoño son una invitación a la melancolía. Recuerdos de castañas asadas, vendedoras y cartuchos de papel de periódico, y de hojas secas en las aceras de Madrid. Y también, tardes de brasero y mesa camilla en Jaén.
El olor a café recién hecho escapando de la cocina. Churros, magdalenas de las monjas, ochíos o tortas de manteca. La merienda como una tradición, pero también como la excusa de cada tarde para sentarse alrededor del brasero y alzar las faldas hasta casi tapar el cuello.
La voz de mi abuela sobresaliendo entre el resto de las voces. Sentada en el sillón de orejeras, repartiendo, departiendo e impartiendo. Como un mariscal en el campo de batalla. Pero más pendiente de la intendencia entre la tropa de chiquillería, que de estrategias o movimientos envolventes para ganar la batalla. Sólo beligerante para que cada uno tuviera su taza de cacao y bollo o churro que sumergir en ella.
Firme en su negativa a que echáramos una “firma” con la rasera en el brasero de picón. Y condescendiente cuando de forma excepcional permitía a alguno de los nietos echar esa “firma”. Entonces, con mayor o menor presteza, en la mayoría de las ocasiones torpemente, desde las manos infantiles la rasera de hierro se hundía en el picón para avivar las brasas y poblar el brasero de rojas estrellas incandescentes. Un brillo tan intenso como el de nuestros propios ojos.
Después vendrían los braseros eléctricos. Con dos y hasta con tres resistencias. Cuyo único aliciente para un niño era apretar el botón que encendía la segunda o la tercera y ver como rápidamente cambiaba su color hasta un vivo anaranjado. Nada que ver con el logro de remover el picón y el resplandor del rostro al conseguirlo.
Y también pasaríamos después con naturalidad del cacao al café con leche. Aquel café que mi abuela y yo siempre concebimos con la leche caliente, frente a mi hermana y mis primos que aún hoy lo prefieren mezclado con leche fría. Una diferencia de temperatura que podría parecer insignificante, pero que en realidad establece la distancia entre la pausa que actúa de antesala a una conversación y la premura que la sesga antes de que se produzca.
El café, su olor y su sabor, siempre me traen el recuerdo de mi abuela. Y las tardes de lluvia, ausentes hoy mesa de camilla y brasero, me golpean la memoria. Hoy las casas están más caldeadas, pero es como si hubiera menos calor en ellas.
Foto: El resurgimiento del brasero. L.C, publicada en Diario Hoy de Extremadura.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Aviones plateados

Me gusta viajar en tren, porque me brinda la oportunidad de convertirme en un espectador ante la vida pasando frente al cristal y ante esas otras vidas deslizándose por los pasillos o recluidas en los asientos. Pero mis viajes casi siempre están sujetos a la esclavitud del tiempo, por lo que el automóvil es mi primera opción.
Hubo un tiempo en que frecuentaba los aeropuertos. Lo hacía como viajero, y ahora cada vez más como acompañante para despedir o recibir a los que vuelan. Me fascinan los aeropuertos. Recuerdo que cuando era pequeño mi padre me llevaba al de Barajas. Pegaba las manos y la cara a aquella enorme cristalera y contemplaba a aquellos enormes pájaros despegar y aterrizar. También veía como atrapaban y soltaban a los viajeros por aquellas escaleras que parecían lenguas metálicas. Y los autobuses que los llevaban a la terminal y los convoyes del equipaje, ambos tan minúsculos como yo en comparación con aquellos pájaros plateados. En realidad, tras aquella cristalera era como un pez en su pecera, mirando el mundo sin ser consciente de sus dimensiones.
Los aeropuertos son como torres de Babel. Pero es más que probable que hayan traspasado el rubicón de la torre para convertirse en auténticas fortalezas. Casi ciudades, donde la vida gira en torno a esos pájaros metálicos, a cuya sombra han ido surgiendo castas profesionales.
Ahora una de esas castas ha hecho desaparecer los aviones plateados de los cielos. Los ciudadanos casi al unísono hemos adquirido la condición de viajeros, aunque para algunos el desplazamiento no diste más de los metros que separan el salón de la cocina. Y el grito contra la casta ha sido unánime.
Hemos pasado de pedir que no nos controlen a clamar para ser controlados. Despreocupados hemos celebrado la llamada y la presencia del Ejército para meter en cintura a la casta, sin pensar en que eso tiene un precio y que convendría agitar las conciencias y la memoria para recordarle a ese Ejército que no es un salvapatrias y que está al servicio de la sociedad civil.
Los estados de alarma o emergencia en un país tan proclive al intervencionismo militar pueden prender malos pensamientos en el unidireccional cerebro de la caverna. Ya se que ahora no soplan vientos de intervencionismo, pero la amenaza siempre estará ahí. Del mismo modo que se que no es comparable, pero no puedo evitar recordar que una huelga de camioneros fue el preámbulo o la excusa del golpe de estado contra el presidente Allende, en el Chile democrático de sueños de libertad y alamedas.
Son otros tiempos. Y sin embargo, los privilegios prevalecen. La respuesta gubernamental ha sido contundente. Inesperadamente contundente. El siguiente paso debería ser poner coto a esos privilegios. Sólo es cuestión de voluntad. Pero sería muy difícil explicar que se acoten los privilegios de algunas castas y que se mantengan otros, los de los mismos políticos sin ir más lejos, los de la Corona, los de los prestamistas con usura…
Siempre que vuelvo a Barajas mis ojos buscan aquella enorme cristalera. Aquella jaula de cristal donde yo permanecía pegado a su pared e ingenuamente creía que aquellos aviones plateados eran libres para aterrizar y despegar como los pájaros. Oigo en un informativo la frustración de una madre porque su pequeño no podrá subir al avión. Era su primer viaje en uno de esos pájaros de metal. Pienso que quizás como yo cuando era niño al menos habrá disfrutado del espectáculo de despegues y aterrizajes con las manos y la cara pegados al cristal. Y pienso en cómo deberían pagar aquellos que han roto su ilusión.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una de terror

Las secuelas de algunas películas de determinados géneros cinematográficos solían titularse como “El regreso de….”. Era habitual en películas de capa y espada, del oeste o de terror, en muchas de serie B e incluso en las de Tarzán o las de Fumanchú.
Era obvio el deseo de retorno en todas ellas, pero no quedaba claro si esa necesidad de regresar correspondía al director, al hombre mono o a los zombies o simplemente era una “brillante y original” propuesta de los estudios o un alarde de los traductores.
El paso del tiempo ha traído avances tecnológicos y mucho dinero para la producción y realización de nuevas películas, pero en el trayecto no se perdieron las ganas de retornar ni la originalidad de los títulos y muchos siguieron regresando. De modo que parecía que no se hubieran ido nunca.
Y aunque es cierto que ese regreso creaba expectación, no es menos cierto que en la mayoría de las ocasiones nunca se cubrían las expectativas y la secuela era previsible y prescindible.
Crecimos viendo esas películas, inconscientes de que la realidad supera a la ficción y de que lo terrible no es que regresen Godzilla o el abominable Hombre de las Nieves, sino la amenaza de que lo hagan aquellos que creíamos mutados en jarrones chinos y por tanto, en apariencia inofensivos.
Ahora descubrimos que además de la llamada de la selva suena poderoso el imaginario grito de demanda de la patria. Inconscientes. Hemos estado en un tris de pasar de disfrutar viendo La leyenda del indomable a estremecernos con El regreso del innombrable.