Me gusta viajar en tren, porque me brinda la oportunidad de convertirme en un espectador ante la vida pasando frente al cristal y ante esas otras vidas deslizándose por los pasillos o recluidas en los asientos. Pero mis viajes casi siempre están sujetos a la esclavitud del tiempo, por lo que el automóvil es mi primera opción.
Hubo un tiempo en que frecuentaba los aeropuertos. Lo hacía como viajero, y ahora cada vez más como acompañante para despedir o recibir a los que vuelan. Me fascinan los aeropuertos. Recuerdo que cuando era pequeño mi padre me llevaba al de Barajas. Pegaba las manos y la cara a aquella enorme cristalera y contemplaba a aquellos enormes pájaros despegar y aterrizar. También veía como atrapaban y soltaban a los viajeros por aquellas escaleras que parecían lenguas metálicas. Y los autobuses que los llevaban a la terminal y los convoyes del equipaje, ambos tan minúsculos como yo en comparación con aquellos pájaros plateados. En realidad, tras aquella cristalera era como un pez en su pecera, mirando el mundo sin ser consciente de sus dimensiones.
Los aeropuertos son como torres de Babel. Pero es más que probable que hayan traspasado el rubicón de la torre para convertirse en auténticas fortalezas. Casi ciudades, donde la vida gira en torno a esos pájaros metálicos, a cuya sombra han ido surgiendo castas profesionales.
Ahora una de esas castas ha hecho desaparecer los aviones plateados de los cielos. Los ciudadanos casi al unísono hemos adquirido la condición de viajeros, aunque para algunos el desplazamiento no diste más de los metros que separan el salón de la cocina. Y el grito contra la casta ha sido unánime.
Hemos pasado de pedir que no nos controlen a clamar para ser controlados. Despreocupados hemos celebrado la llamada y la presencia del Ejército para meter en cintura a la casta, sin pensar en que eso tiene un precio y que convendría agitar las conciencias y la memoria para recordarle a ese Ejército que no es un salvapatrias y que está al servicio de la sociedad civil.
Los estados de alarma o emergencia en un país tan proclive al intervencionismo militar pueden prender malos pensamientos en el unidireccional cerebro de la caverna. Ya se que ahora no soplan vientos de intervencionismo, pero la amenaza siempre estará ahí. Del mismo modo que se que no es comparable, pero no puedo evitar recordar que una huelga de camioneros fue el preámbulo o la excusa del golpe de estado contra el presidente Allende, en el Chile democrático de sueños de libertad y alamedas.
Son otros tiempos. Y sin embargo, los privilegios prevalecen. La respuesta gubernamental ha sido contundente. Inesperadamente contundente. El siguiente paso debería ser poner coto a esos privilegios. Sólo es cuestión de voluntad. Pero sería muy difícil explicar que se acoten los privilegios de algunas castas y que se mantengan otros, los de los mismos políticos sin ir más lejos, los de la Corona, los de los prestamistas con usura…
Siempre que vuelvo a Barajas mis ojos buscan aquella enorme cristalera. Aquella jaula de cristal donde yo permanecía pegado a su pared e ingenuamente creía que aquellos aviones plateados eran libres para aterrizar y despegar como los pájaros. Oigo en un informativo la frustración de una madre porque su pequeño no podrá subir al avión. Era su primer viaje en uno de esos pájaros de metal. Pienso que quizás como yo cuando era niño al menos habrá disfrutado del espectáculo de despegues y aterrizajes con las manos y la cara pegados al cristal. Y pienso en cómo deberían pagar aquellos que han roto su ilusión.
Hubo un tiempo en que frecuentaba los aeropuertos. Lo hacía como viajero, y ahora cada vez más como acompañante para despedir o recibir a los que vuelan. Me fascinan los aeropuertos. Recuerdo que cuando era pequeño mi padre me llevaba al de Barajas. Pegaba las manos y la cara a aquella enorme cristalera y contemplaba a aquellos enormes pájaros despegar y aterrizar. También veía como atrapaban y soltaban a los viajeros por aquellas escaleras que parecían lenguas metálicas. Y los autobuses que los llevaban a la terminal y los convoyes del equipaje, ambos tan minúsculos como yo en comparación con aquellos pájaros plateados. En realidad, tras aquella cristalera era como un pez en su pecera, mirando el mundo sin ser consciente de sus dimensiones.
Los aeropuertos son como torres de Babel. Pero es más que probable que hayan traspasado el rubicón de la torre para convertirse en auténticas fortalezas. Casi ciudades, donde la vida gira en torno a esos pájaros metálicos, a cuya sombra han ido surgiendo castas profesionales.
Ahora una de esas castas ha hecho desaparecer los aviones plateados de los cielos. Los ciudadanos casi al unísono hemos adquirido la condición de viajeros, aunque para algunos el desplazamiento no diste más de los metros que separan el salón de la cocina. Y el grito contra la casta ha sido unánime.
Hemos pasado de pedir que no nos controlen a clamar para ser controlados. Despreocupados hemos celebrado la llamada y la presencia del Ejército para meter en cintura a la casta, sin pensar en que eso tiene un precio y que convendría agitar las conciencias y la memoria para recordarle a ese Ejército que no es un salvapatrias y que está al servicio de la sociedad civil.
Los estados de alarma o emergencia en un país tan proclive al intervencionismo militar pueden prender malos pensamientos en el unidireccional cerebro de la caverna. Ya se que ahora no soplan vientos de intervencionismo, pero la amenaza siempre estará ahí. Del mismo modo que se que no es comparable, pero no puedo evitar recordar que una huelga de camioneros fue el preámbulo o la excusa del golpe de estado contra el presidente Allende, en el Chile democrático de sueños de libertad y alamedas.
Son otros tiempos. Y sin embargo, los privilegios prevalecen. La respuesta gubernamental ha sido contundente. Inesperadamente contundente. El siguiente paso debería ser poner coto a esos privilegios. Sólo es cuestión de voluntad. Pero sería muy difícil explicar que se acoten los privilegios de algunas castas y que se mantengan otros, los de los mismos políticos sin ir más lejos, los de la Corona, los de los prestamistas con usura…
Siempre que vuelvo a Barajas mis ojos buscan aquella enorme cristalera. Aquella jaula de cristal donde yo permanecía pegado a su pared e ingenuamente creía que aquellos aviones plateados eran libres para aterrizar y despegar como los pájaros. Oigo en un informativo la frustración de una madre porque su pequeño no podrá subir al avión. Era su primer viaje en uno de esos pájaros de metal. Pienso que quizás como yo cuando era niño al menos habrá disfrutado del espectáculo de despegues y aterrizajes con las manos y la cara pegados al cristal. Y pienso en cómo deberían pagar aquellos que han roto su ilusión.
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