A
veces me pregunto si son las palabras perversas o es perverso el uso que de
ellas hacemos. Las dos cosas, me respondo, claro. Y puestos a elegir, los
perversos somos nosotros más allá de las propias palabras.
Es
indudable que hay una perversión del lenguaje (obra magnífica, por cierto, con
ese título “La perversión del lenguaje”, del sociólogo Amando de Miguel, cuando
la lucidez superaba a la pasión). De igual modo que es innegable la intención con
que se extrae una u otra palabra del baúl, buscando la más idónea para lo que
deseamos expresar, sin que ello implique que sea la más adecuada.
Hay
bocas que da igual las palabras que pronuncien, pues incluso las más hermosas
son en ellas algo perverso. Y manos que, con el solo trazo sobre el papel,
plasman esa misma perversión, más allá de las palabras escogidas. Y hay gestos,
muecas, actitudes, poses y comportamientos que son en sí mismos perversos y nos
retratan sin necesidad de que medie pincel o lente.
El
rostro del perverso tiene nombre y apellidos en cualquier cabeza. Y su
condición de perverso alcanza a lo que dice, a lo que hace… La pasea sin
tapujos, a ser posible con publicidad y con el deseo de que impregne, como si
de curare se tratase, a cualquier persona u objeto que se halle en su entorno.
Reside
pues la perversión en palabras y hechos. Incluso en la herencia genética. Pero
aun así habrá quien con razón exclame, ¡Sí, perversos, pero unos más que
otros! Unos, casi sin querer, y otros, devotos y convencidos; con mala uva,
para que nos entendamos.
Esbocen
el retrato. Y una vez completada la imagen, pongan nombre y apellidos. Los
calificativos, en estos casos, se dan por sobreentendidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario