El Café Salambó es un templo de la cultura que
pervive en el barrio de Gracia. Probablemente muchos de sus clientes ignoran
este hecho y acuden a él como a cualquier otro lugar; sin saber que este local
barcelonés durante casi una década otorgó el único premio de narrativa en
España concedido por los propios escritores.
En 2009 dejó de concederse el galardón y solo
quedan como vestigio las numerosas crónicas de esa época y una aceptable
galería fotográfica en las paredes de este Café en cuyos marcos quedaron
atrapados, entre otros, Manuel Vázquez Montalbán, José Manuel Caballero Bonald,
Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Maruja Torres, Juan Eduardo Zúñiga o Abilio
Estévez. Y por supuesto, quedan los premiados.
A mí el Salambó me suena a Salambo y por tanto a
Mogambo, me evoca el cacao y el café y aquellos viejos anuncios de la niñez
adornados de nombres e imágenes exóticas. Y nada más exótico para un niño que
el África de tribus salvajes, de animales en paisajes infinitos y del gran mono
blanco; aquel Tarzán creado por Burroughs e inmortalizado en la pantalla de
cines ya en su mayoría desparecidos, muchos de verano, en los que el programa
doble lo copaban las del Oeste, las del Zorro, las de Cantinflas, las de
romanos y como no, las de Tarzán.
Me gusta ir, ya sea en invierno o verano, pasada
la media noche, cuando la gente ya ha terminado de cenar y muchos están ya de
retirada. Sentarme en uno de esos bancos de listones de madera dispuestos en la
zona central del local y observar mientras saboreo un Juanito el andariego con
agua de Vichy. Pienso en aquellas
veladas en las que durante casi una década un grupo de 15 escritores elegía
quién sería el premiado. Noches donde se mezclaban el tabaco y el alcohol con
una animada conversación; cuando la palabra no era vacua y había gente
dispuesta a emplearla, para hablar, para escribir o para escucharla.
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