El conductor de brazos y pies de plomo quiso jugar a ser
un dios por un día y cambiar la vida de los viajeros de aquel tren, de
familiares y allegados, y de camino alterar la de un país. No había ángeles, y si los hubo nadie los vio.
Como siempre los muertos y los heridos se convirtieron en
cifras que oscilaban al alza según avanzaban los minutos y las horas. El
presidente del país tuvo a bien no enviar un televisor de plasma y se personó
en el lugar de los hechos para salir en la foto y emitir una palabras de
condolencia; palabras vacías junto a un rostro compungido y afligido para la
ocasión, que sin embargo no evitaban que ya no exista diferencia entre él y ese
televisor de plasma. También la Familia Real quiso estar presente en las
exequias, como si el baño de masas pudiera curar las heridas propias y ajenas.
Cumplido el protocolo y los
pertinentes minutos en la televisión pública estatal, la misma que olvidó
informar sobre el accidente cuando se produjo, la misma que muestra la
diferencia en el trato informativo entre un accidente del AVE en Galicia y otro
de metro en Valencia, se hace el silencio. Y solo permanecen las víctimas,
los heridos, sus familiares y allegados, un país sin respuestas y el ejemplo
ciudadano, el de los vecinos de Angrois, el de personas anónimas que ante la
tragedia impartieron magisterio gratuito de generosidad: la verdadera Marca
España.
Las manos de Ray Charles acarician el piano para arrancarle las notas
del Sweet Home Alabama, hoy acompañadas por el viento de las gaitas. Miña
terra galega no merece tanto lastre: el generalito, el de “la calle es mía” y el presidente ausente, y Redondela, el Prestige y ahora el Alvia de
Santiago de Compostela. Demasiado castigo para un pueblo que desde el fin de
la tierra domó el mar.
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