miércoles, 31 de julio de 2013

Miña terra galega


El conductor de brazos y pies de plomo quiso jugar a ser un dios por un día y cambiar la vida de los viajeros de aquel tren, de familiares y allegados, y de camino alterar la de un país. No había ángeles, y si los hubo nadie los vio.
Como siempre los muertos y los heridos se convirtieron en cifras que oscilaban al alza según avanzaban los minutos y las horas. El presidente del país tuvo a bien no enviar un televisor de plasma y se personó en el lugar de los hechos para salir en la foto y emitir una palabras de condolencia; palabras vacías junto a un rostro compungido y afligido para la ocasión, que sin embargo no evitaban que ya no exista diferencia entre él y ese televisor de plasma. También la Familia Real quiso estar presente en las exequias, como si el baño de masas pudiera curar las heridas propias y ajenas.
Cumplido el protocolo y los pertinentes minutos en la televisión pública estatal, la misma que olvidó informar sobre el accidente cuando se produjo, la misma que muestra la diferencia en el trato informativo entre un accidente del AVE en Galicia y otro de metro en Valencia, se hace el silencio. Y solo permanecen las víctimas, los heridos, sus familiares y allegados, un país sin respuestas y el ejemplo ciudadano, el de los vecinos de Angrois, el de personas anónimas que ante la tragedia impartieron magisterio gratuito de generosidad: la verdadera Marca España.
Las manos de Ray Charles acarician el piano para arrancarle las notas del Sweet Home Alabama, hoy acompañadas por el viento de las gaitas. Miña terra galega no merece tanto lastre: el generalito, el de “la calle es mía” y el presidente ausente, y Redondela, el Prestige y ahora el Alvia de Santiago de Compostela. Demasiado castigo para un pueblo que desde el fin de la tierra domó el mar. 

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