Julio
de 2013. El Sur. 37 grados. Y subiendo. Carne y huesos en el asador. Atrás quedan El
Maño, Rivas y La Palmera, en Noviciado, donde jugábamos al futbolín con unos botijos de Mahou o unos coscorrones de
tequila y la banda sonora era aquel último disco de Radio Futura.
La
sangre de los negros corría por nuestras venas convertida en notas de música.
Algunos soñaban a Dylan. Pero el músico siempre fue ave de paso y había
atracción por el lado oscuro, donde habitan los malditos como el otro Dylan; el
poeta, cuyas palabras sin melodía siempre me sonaron mejor que las de
Zimmerman.
La
canción de Juan Perro cumple 25 años. Los mercaderes lanzan una edición de
coleccionista, impagable en lo intangible, que por unos 20 euros es tangible
para cualquiera.
Los
bailes de perros llevaban a las gentes de pueblos y provincias a la gran
ciudad. Y yo que siempre fui de la gran ciudad, hice el recorrido inverso. Bajé
a algún infierno y conocí los callejones, unos luminosos y otros sórdidos. La
única vez que visité el cielo lo hice para hallar mis demonios. Modelé unos
pequeños diablos que siempre me acompañan y aparecen de forma esporádica,
ignoro si por invocación o por su voluntad. Nunca vienen para quedarse, solo
para estar. Y como otros caminantes, soy forastero en cualquier lugar.
Todavía
hay noches de rocanrol. Los gatos no saben ni quieren besar, pero se equivocan
quienes creen que no saben bailar. En los tejados y en los callejones y también
en aquellos bailes de perros, donde los gallos no solo cantan al amanecer,
siempre nos supimos mover.
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