En
verano se ama al invierno. Y en invierno se quiere al verano. Podría ser la más
evidente demostración de odio, pero probablemente solo sea una queja, una
muestra de inconformismo cargada de razón por la oscilación de los termómetros
y que se acrecienta dependiendo del lugar adonde uno haya dejado caer sus
huesos; un destino marcado por las circunstancias, por los condicionantes
culturales, laborales, económicos, familiares o por el azar de una ruleta rusa cuya
única bala es el giro de la rosa de los vientos.
Y
hay también algo de nostalgia, vestida con los ropajes de la falsedad por
desear en el presente lo que en un pasado reciente se rechazaba. Pero como toda
melancolía, descubre su ser en la ausencia, en la pérdida incluso de lo que no
se ha poseído.
En
este antagonismo, oportunista como la mayoría de ellos, se discrimina al otoño
y a la primavera, que alejados del artificio invernal y estival son la esencia:
el origen y el final; representados con la precisión del artista y el
conocimiento del sabio en el vuelo descendente de las hojas, salvo las de
árboles perennes que bien pudieran ser la imagen de lo eterno, y en el
nacimiento de la flor.
Verano
e invierno son pues mera distracción. Matrioskas que en su interior albergan
otras muñecas, ocultas a la vista y a la espera de ser descubiertas. Dos
estaciones que son cuatro, pero que por naturaleza siempre son dos.
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