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domingo, 15 de diciembre de 2024

Los ladridos del perro mágico

Si a estas alturas no hemos madurado, es difícil que lo hagamos ya. Así que estamos condenados a permanecer en la isla de Pan, como niños perdidos en el paso del tiempo. Salvo el Maestro Lapido, que ha alcanzado su madurez; sigue componiendo y toca la guitarra y canta mejor que nunca. Aunque él puede permitirse ir y volver a la isla cuando quiera, porque conserva la capacidad de soñar sin despegar los pies del suelo. Puede perder la sombra, atraparla y volverla a perder, envolvernos con ella sin coserla a nuestros pies y hacernos volar por siempre jamás.
En realidad, lleva 25 años (algunos más si le sumamos los de los Cero) haciendo eso y mucho más.
Esta noche en esa especie de caja mágica que es el Teatro CajaGranada lo ha vuelto a hacer. Nos ha ungido con las notas de su guitarra, con la complicidad de Víctor Sánchez, Popi González, Víctor Ríos y Raúl Bernal, y nos ha rociado con las palabras para elevarnos a un cielo que de otra forma apenas podemos alcanzar.
No sé si hemos abandonado la isla de Pan o por el contrario nos hemos adentrado más en ella, pero hemos viajado en el tiempo 25 años atrás. Hemos escuchado los ladridos del perro mágico y nos hemos reconocido en los que fuimos, sin perder de vista los rostros que somos hoy.
Dicen que esta noche tocaba mirar al cielo para ver la luna fría, la última luna llena del año, pero nosotros alzamos la cabeza en busca del dios de la luz eléctrica y sólo logramos ver al Maestro.
Tampoco necesitamos ver ni subir a ese barco que debió navegar en un cielo imaginario de estrellas luminosas; esas estrellas que como las galletas de la fortuna guardaban un mensaje para nosotros que a día de hoy no llegó a sus destinatarios. Quizás el barco pasó de largo o nosotros lo dejamos pasar. Quizás era un tren sin raíles y sólo seguimos su humo, imaginando que dibujábamos en ese cielo que era una isla. Esa que nos atrapa y que no queremos o no sabemos abandonar.
Miro a ese cielo. Y a otros cielos. Incluso desciendo como ángel caído a los infiernos. Pero sólo sigo los pasos de mis poetas silenciosos; una trinidad, Dylan, Cohen y Lapido. 


jueves, 31 de diciembre de 2020

El año que perdimos a Marsé

Consciente o inconscientemente cada final de diciembre o principio de enero hacemos inventario de lo acontecido en eso que llamamos año. En esta ocasión la balanza se muestra desigual para la mayoría como en pocas ocasiones. Aunque siempre hay quien a río revuelto se las ingenia para tener más en el haber que en el debe. 
En algunos aspectos podríamos decir que el año no ha sido del todo malo, incluso podría calificarse como bueno o aceptable. Pero eso sería de no haberse producido esa pandemia que nos ha asolado, que ha despertado temores colectivos e individuales y que nos ha privado de aspectos esenciales en nuestras vidas; mostrando a escala mundial nuestra vulnerabilidad. 
Buscamos esos momentos, esos hechos que nos den una perspectiva positiva de este 2020. E insisto, aunque los hay, la situación general vivida los empequeñece y les quita la relevancia que hubieran alcanzado en otro contexto y que, en algunos casos, el transcurso del tiempo se la dará. 
Recuerdo aquel título de película, “El año que vivimos peligrosamente”, de Peter Weir, y pienso en los nacidos en 2020, la generación de la pandemia, cuya irrupción en esta vida siempre será recordada como “El año que nacimos peligrosamente”. Eso a pesar de que un nacimiento siempre es algo a festejar, más en este año que se ha llevado tantas vidas. Un tiempo con demasiadas sombras. 
Alguno dirá, “Oye, ni tan mal”. Bob Dylan y Bruce Springsteen nos regalaron disco nuevo (mi reconciliación con el viejo Bob) y Trump perdió las presidenciales en Estados Unidos, aunque es cierto que ha dejado una amplia herencia de ‘trumpistas’ por medio mundo, incluida la vieja Europa y ¡cómo no!, en España. Aquí tuvimos la suerte de que no gobernara una derecha, que a pesar de la mascarilla mostró sin tapujos su rostro más insolidario e inhumano, sus lazos con aquella lacra del fascismo que asoló Europa en el siglo XX y su carencia de sentido de Estado. Como en tantas ocasiones se impondrá la memoria de pez, pero hay cosas que convendría no olvidar como esos aplausos a anacrónicos ruidos de sables y la defensa de una institución caduca cuya cabeza visible resultó ser un ‘golfus hispanus’, aunque siempre podrá decir que nació romano. 
Nos deja el año una experiencia inolvidable, de esas que quedan grabadas en la piel y que humedecen los ojos. Hubo demasiados adioses y en la mayoría no pudimos estar siquiera para acompañar. Y mucho menos para besar y abrazar. 
Hay quien ha etiquetado a este 2020 como ‘el año que perdimos los abrazos’. Cierto, también es cierto que perdimos a muchos otros, pero para mí será el año que perdimos a Marsé.

domingo, 29 de abril de 2018

El reflejo

Estaba de pie en el centro de la sala con una cerveza en la mano y golpeando el suelo con la punta del zapato al ritmo de la música. No le había visto nunca antes de aquella noche, pero lo que ninguna vez alcanzó a ver frente al espejo lo contempló con absoluta nitidez en aquel desconocido. Su propio reflejo. 
Se veía a sí mismo con unos años menos, pero insuficientes para dar cabida a las excusas. Imaginaba aquel trago frío y largo de cerveza resbalando por su propia garganta. Cerró los ojos y se dejó llevar por un instante por el riff de la guitarra. Los reabrió al momento. Pensó en aquella vida que le oprimía y de la cual no era capaz de escapar. No podía disimular que cada vez era más apremiante la necesidad de hallar placebos para poder afrontar la rutina del día a día. 
Vivía cuando no dormía, consciente de que necesitaba dormir para vivir. Siempre prefirió la noche al día. Aquel silencio general, pero no absoluto, roto por ruidos aislados que alcanzaban el nivel exacto de su sonoridad. 
Disfrutaba con los hielos deshaciéndose en el fondo del vaso. Le gustaban las sirenas de piernas largas y miradas perdidas acodadas en la barra. Y escuchar, casi de manera enfermiza, aquella canción que le ubicaba en un tiempo que se fue, cuando era lo que ya no puede ser. Repetía el estribillo como una letanía y escudriñaba alrededor en busca de una sonrisa o una mueca en otra cara que revelara esa complicidad intangible de los noctámbulos. 
Dirigió de nuevo su mirada al centro de la sala. Y sí, continuaba allí, de pie y con la cerveza en la mano. Recreó la imagen de un espejo roto, donde pervive el reflejo pero carente de uniformidad. Así que se observó a sí mismo como una suma de fragmentos atrapada en lágrimas de cristal. 
Los músicos anunciaron la interpretación de un tema nuevo. El primero de su próximo disco. Una canción inédita siempre genera expectación entre los seguidores de una banda. Si te gusta a la primera ¡Miau! La próxima vez que la escuches ya solo prestarás atención a los matices, la letra, los acordes… Ahora se dejaba llevar de nuevo por el sonido de la guitarra. ¡Cómo le gustaba aquel guitarreo! Parecía una conversación con la batería en la que se iba elevando sin estridencia el tono de la voz. 
Al tema inédito le siguió una versión del “Knockin’ on Heaven’s Door”, de Dylan. Sonaba a despedida, a fin del concierto. Y así fue. Cerró los ojos de nuevo. Los abrió para ver que ya no quedaba nadie y era él quien ahora ocupaba el centro de la sala. Sin cerveza en la mano y sin nadie en quien reflejarse.

lunes, 17 de octubre de 2016

Nuestro tiempo

Regresaban a Jaén, aunque en marzo habían actuado en Úbeda, y como ya dijo ‘El Pitos’ allí, igual que lo ha repetido Lapido en varias entrevistas, Jaén siempre fue su segunda casa; incluso, como recuerdan ambos y no se cansa de repetirme mi amigo Miguel Dávila, hace 20 años dieron más conciertos en Jaén que en su Granada. Mi Granada, nuestra Granada, porque siempre hemos sido de allí y de aquí y quizás por eso, ellos siempre fueron de los nuestros. Como los KGB o los TNT. Y como lo eran aquí Niñatos y Conservantes Adulterados. 
Han vuelto los Cero dos décadas después para recordarnos que “este es nuestro tiempo”. No somos lo que queríamos. No somos lo que creímos ser. Pero a pesar de los sueños incumplidos, de las esperanzas rotas y de los que se quedaron en el camino, seguimos siendo. Somos por nosotros y por ellos. 
Ahora más de 20 años más tarde, cuando le dan el Nobel a Dylan y eso me hace recordar a Lou Reed y pensar que aún hay una posibilidad para Leonard Cohen, el poeta silencioso que con 82 años estrena disco y afirma que “está preparado para morir”, defendemos que “este es nuestro tiempo”, con nuestros logros y nuestros fracasos, con nuestras virtudes y nuestras imperfecciones, frente a aquellos que nos empujan a la miseria social y moral. 
Puede que nosotros no estemos preparados para morir o que hayamos muerto un poco ya, pero si estamos listos para la resurrección. Porque sobrevivimos o no morimos del todo y porque ni siquiera esperamos ni pretendemos una resurrección eterna. Porque incluso los no creyentes necesitamos creer en algo; hasta que hay o hubo un dios y sigue estando de nuestro lado. También en esta ciudad dormida, que sin embargo no duerme, somos capaces de resucitar por una noche, en una maniobra que ya siempre permanecerá en nuestro recuerdo. Quizás en el mismo lugar donde rugen en nuestras cabezas las tormentas imaginarias. Allí dónde dejamos el siglo XX, casi 20 años atrás. 
Volvieron los Cero a Jaén. Con un público puesto en suerte por Lola Nos Quiere y el grrrock de El Gran Oso Blanco. Y como habían anunciado cambiaron un poco el repertorio respecto a otros conciertos, como los de Úbeda o Granada. También anunciaron hace dos décadas que no volverían y para deleite nuestro incumplieron ese anuncio. Y también, excepcionalmente, tocaron dos veces en un concierto el mismo tema ¿Qué fue del siglo XX?, con una versión acústica que ya nadie podrá arrebatarnos como hicieron con ese siglo para dejarnos a lomos del XXI. También para decepción de la mayoría, fundamentalmente de mis peques, las maracas no volaron al son de “La vida qué mala es”. En Úbeda se habían quedado con las ganas de hacerse con una porque cayó en las manos de un peque que había a su lado y aquí quedaron privados del vuelo y de obtener el anhelado botín. 
Con diez años mis peques pueden presumir de haber estado en dos conciertos de 091. Cantando sus canciones y moviendo los pies, aunque esto último aún les cuesta y porque de ello ya nos encargamos la banda de puretas que les rodeamos. Espero que dentro de unos años, cuando sea su tiempo, serán capaces de entender lo que significan estos conciertos, los otros a los que les hemos llevado y los que están aún por llegar. Que comprendan que es posible que en una canción habite la poesía, pero sobre todo que entiendan que la música, especialmente el punk y el rock, junto al cine y la literatura, nos dieron las alas de la rebeldía que te permiten soñar con volar. 
Y puede que 20 años más tarde no hayamos sabido aterrizar. Aprendimos a buscar la luna en el negro cielo, pero solo como gato supe encontrar el sol en el balcón. Entre tanta búsqueda, atentos a los filósofos y a los poetas, dejamos pendientes demasiadas respuestas. Olvidamos el destino y de tanto mirar y escarbar en nuestro interior acabamos inmersos en esa soledad alimentada por la nostalgia. 
Los 091 eran una banda de rock. Siguen siendo una banda de rock. Con sus miradas cruzadas, sus silencios y sus demonios. Pero si ellos han sido capaces de volver, nosotros que aprendimos a levantarnos después de caer, que aprendimos que el dolor es visible, estamos preparados para renacer. Todavía nos sumaremos a su baile, porque siempre será nuestro baile. Aunque nunca sepamos porqué se hace una canción.

sábado, 6 de julio de 2013

La canción del Perro

Julio de 2013. El Sur. 37 grados. Y subiendo. Carne y huesos en el asador. Atrás quedan El Maño, Rivas y La Palmera, en Noviciado, donde jugábamos al futbolín con unos botijos de Mahou o unos coscorrones de tequila y la banda sonora era aquel último disco de Radio Futura.
La sangre de los negros corría por nuestras venas convertida en notas de música. Algunos soñaban a Dylan. Pero el músico siempre fue ave de paso y había atracción por el lado oscuro, donde habitan los malditos como el otro Dylan; el poeta, cuyas palabras sin melodía siempre me sonaron mejor que las de Zimmerman.
La canción de Juan Perro cumple 25 años. Los mercaderes lanzan una edición de coleccionista, impagable en lo intangible, que por unos 20 euros es tangible para cualquiera.
Los bailes de perros llevaban a las gentes de pueblos y provincias a la gran ciudad. Y yo que siempre fui de la gran ciudad, hice el recorrido inverso. Bajé a algún infierno y conocí los callejones, unos luminosos y otros sórdidos. La única vez que visité el cielo lo hice para hallar mis demonios. Modelé unos pequeños diablos que siempre me acompañan y aparecen de forma esporádica, ignoro si por invocación o por su voluntad. Nunca vienen para quedarse, solo para estar. Y como otros caminantes, soy forastero en cualquier lugar.
Todavía hay noches de rocanrol. Los gatos no saben ni quieren besar, pero se equivocan quienes creen que no saben bailar. En los tejados y en los callejones y también en aquellos bailes de perros, donde los gallos no solo cantan al amanecer, siempre nos supimos mover.