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jueves, 31 de diciembre de 2020

El año que perdimos a Marsé

Consciente o inconscientemente cada final de diciembre o principio de enero hacemos inventario de lo acontecido en eso que llamamos año. En esta ocasión la balanza se muestra desigual para la mayoría como en pocas ocasiones. Aunque siempre hay quien a río revuelto se las ingenia para tener más en el haber que en el debe. 
En algunos aspectos podríamos decir que el año no ha sido del todo malo, incluso podría calificarse como bueno o aceptable. Pero eso sería de no haberse producido esa pandemia que nos ha asolado, que ha despertado temores colectivos e individuales y que nos ha privado de aspectos esenciales en nuestras vidas; mostrando a escala mundial nuestra vulnerabilidad. 
Buscamos esos momentos, esos hechos que nos den una perspectiva positiva de este 2020. E insisto, aunque los hay, la situación general vivida los empequeñece y les quita la relevancia que hubieran alcanzado en otro contexto y que, en algunos casos, el transcurso del tiempo se la dará. 
Recuerdo aquel título de película, “El año que vivimos peligrosamente”, de Peter Weir, y pienso en los nacidos en 2020, la generación de la pandemia, cuya irrupción en esta vida siempre será recordada como “El año que nacimos peligrosamente”. Eso a pesar de que un nacimiento siempre es algo a festejar, más en este año que se ha llevado tantas vidas. Un tiempo con demasiadas sombras. 
Alguno dirá, “Oye, ni tan mal”. Bob Dylan y Bruce Springsteen nos regalaron disco nuevo (mi reconciliación con el viejo Bob) y Trump perdió las presidenciales en Estados Unidos, aunque es cierto que ha dejado una amplia herencia de ‘trumpistas’ por medio mundo, incluida la vieja Europa y ¡cómo no!, en España. Aquí tuvimos la suerte de que no gobernara una derecha, que a pesar de la mascarilla mostró sin tapujos su rostro más insolidario e inhumano, sus lazos con aquella lacra del fascismo que asoló Europa en el siglo XX y su carencia de sentido de Estado. Como en tantas ocasiones se impondrá la memoria de pez, pero hay cosas que convendría no olvidar como esos aplausos a anacrónicos ruidos de sables y la defensa de una institución caduca cuya cabeza visible resultó ser un ‘golfus hispanus’, aunque siempre podrá decir que nació romano. 
Nos deja el año una experiencia inolvidable, de esas que quedan grabadas en la piel y que humedecen los ojos. Hubo demasiados adioses y en la mayoría no pudimos estar siquiera para acompañar. Y mucho menos para besar y abrazar. 
Hay quien ha etiquetado a este 2020 como ‘el año que perdimos los abrazos’. Cierto, también es cierto que perdimos a muchos otros, pero para mí será el año que perdimos a Marsé.

domingo, 4 de marzo de 2018

Panquilerías

Devoro las criaturas de mis amigos como una especie de impostado Saturno. Quizás en el fondo haya algo de reminiscencia primitiva como extraer y comerse el corazón de la pieza abatida para adquirir su espíritu y aquellas cualidades positivas reconocidas en el otro ser. A lo mejor no es más que la esperanza de que se produzca una metástasis de ingenio o como mínimo de impulso creativo.
Mi última víctima han sido las “Panquilerías”, de Paquito Salas. Debo reconocer que ya había ingerido un par de relatos que me había enviado el autor previamente a la edición del libro. Relatos que he releído para volver a disfrutarlos. 
La portada del libro, un grabado del jaenero lagarto realizado por Gabucio, ya justifica la compra de la obra. Como dice el propio Paco, ¡qué buen dibujo para una camiseta! Aunque como es evidente el contenido hace los honores al saurio. 
Hacía no mucho había leído el “Teniente Bravo”, de Juan Marsé, en “Colección particular”; un relato de legionarios con cabra. Así que inevitablemente el “Todo por la cabra” me devolvió a Marsé. No quiero decir que Paquito sea Marsé, pero bien podría ser un personaje de postguerra del escritor barcelonés, un buscavidas en la capital que acaba por conocer la ciudad y a sus gentes mejor que sus propios nativos. 
Y sí, claro que tiene algo de Marsé y de los pícaros cervantinos, del anónimo Lazarillo y del quevediano El Buscón. Mama Paco de la literatura clásica en sus escritos y en sus vivencias, sabedor de que la vida está en las calles, a medio camino entre un vaso de vino y un lecho con hembra.
No es suficiente con mirar, hay que saber mirar. Y luego contarlo. Con picardía y costumbrismo, sin pelos en la lengua ni en las letras. Retratando lo mejor de cada casa, sin importar cuna, credo o cuenta bancaria. Haciendo un traje con el hilo del esperpento y provocando la carcajada en el retratado, inconsciente de hallarse ante su reflejo y regocijado en la creencia de que el pintado es el de al lado. Conociendo que aquí el “vuelva usted mañana” es que mejor no venga, que para cerrar tratos lo ideal es la cofradía o la taberna y que aunque se cambie burro por tractor se mantiene la bestia. 
Hay en Paco material para una de Sabina o para letrilla de Carnaval. Y aunque no le llamó la música, ha tenido oreja y cabeza para saborear sobre todo el buen jazz. No hace de ello magisterio, pero distingue sin acuse de recibo el chasquido de dedos que produce música del que solo provoca en las yemas un imaginario incendio.
Para dar el cante sobran voluntarios. Así que las “Panquilerías” son las cosas de Paco, escritas para ser leídas. Crónica social con sarcasmo, con una dosis de realidad y otra de ironía.

miércoles, 8 de febrero de 2017

La resurrección de Pepe Carvalho y Ricardo Méndez

Me parecía difícil, de hecho me lo sigue pareciendo, superar el año de resurrección que ha supuesto 2016 con la vuelta de Pistones y sobre todo, con la de 091. 
Pero a lo que se ve nadie está exento de regresar de entre los muertos, al menos mientras la muerte no sea real. Y este 2017 anuncia nuevas resurrecciones, en esta ocasión en el ámbito literario y más concretamente en la novela negra, tan denostada por Juan Marsé.
Aunque ni Manuel Vázquez Montalbán ni Francisco González Ledesma pueden, que sepamos, resucitar, lo harán sus criaturas Pepe Carvalho y Ricardo Méndez; un detective y un policía muy barceloneses, pese a que el primero sea gallego.
El resucitador de Carvalho será el escritor Carlos Zanón y la resucitadora de Méndez, Vicky González, la hija de González Ledesma, que ya ayudara a su padre a terminar su última novela “Peores maneras de morir”, hasta la fecha la última protagonizada por el inspector Méndez. 
La idea ha sido, como no, de la editorial y cuenta con el beneplácito de las familias de ambos escritores. No es la primera vez y tampoco será la última que asistamos a la resurrección de personajes de novela o de cómic, tanto en la literatura como en el cine, tras la muerte de sus creadores. 
No dudo de la capacidad narrativa de Zanón y González y de que puedan llevar a buen puerto nuevas aventuras del detective y el policía; pero, ya saben, los peros, no será lo mismo. 
Carvalho no solo era una creación de Vázquez Montalbán, sino que además y como tal tenía cosas del propio autor, vivencias, actitudes, gustos, manías…., de igual modo que Méndez respiraba el mismo aire que González Ledesma. Como lo hacen el comisario Montalbano con Andrea Camilleri, el comisario Jaritos con Petros Márkaris, Daniel Hernández con Rodolfo Walsh o el más reciente profesor Sepúlveda con Javier Valenzuela. 
Nadie podrá darle a Carvalho o a Méndez la credibilidad y el aroma de aquella España y esa Barcelona que ya son pasado y que hoy conservan para bien y mal su esencia pero cuyo envoltorio ya no es el mismo. Puede ser el mismo pescado podrido, pero ya no se vende envuelto en la hoja de un periódico. Sigue habiendo desheredados, personas desubicadas y errantes ¿cuántos de ellos serán como Biscúter? Ni siquiera La Boquería es ya La Boquería. 
Afirma sobre el particular el escritor Antonio Muñoz Molina en su web que “no pongo en duda las cualidades del escritor al que le han encargado el trabajo, pero sí su buen juicio al aceptarlo, y más todavía el de los herederos. Pepe Carvalho no es una franquicia: es una presencia irrepetible en la literatura. Para que vuelva a existir no hace falta que nadie usurpe a su autor aprovechando que está muerto y le dedique una novela. Basta con leer las novelas que le dedicó su autor”. 
En otro ámbito, el del arte (no quiero decir evidentemente que la literatura no sea un arte), afirma el profesor de Historia del arte y experto en vanguardias históricas Jaime Brihuega ("Babelia". Sábado, 4 de febrero de 2017) que “El arte debería abandonar su última y pomposa condición de institucionalizado parque temático de una modernidad-espectáculo gobernada por el mercado, y tendría que recuperar la de instrumento para una transitividad de la poesía, que nos permita seguir atraídos por horizonte de disfrute. Decía el añorado Ángel González, que en tumulto descanse (porque es ahí donde le gustaría estar), que el arte es libertad y gozo, o no es”. 
Pues eso, huyamos de franquicias y del gobierno del mercado. Gocemos

viernes, 28 de noviembre de 2014

Estaciones tardías

Resulta un poco atrevido, más cuando se hace desde la consciencia y no desde la ignorancia, aventurarse entre las líneas escritas por Luis García Montero con motivo de la última obra de Juan Marsé. Y dejarse arrastrar hasta un lugar indefinido que va desde estaciones tardías a un balcón desde donde planean aviones de papel.
Más proclive en los últimos tiempos a refugiarme en las palabras de otros que a enhebrar en párrafos de elaboración propia las que duermen en mi baúl, suscribo pensamientos y frases ajenas con una conducta más cercana y propia de un roedor que de un gato acostumbrado a observar y deambular para sumergirse en la reflexión.
Me atrapa García Montero al proclamar su derecho a ser una estación tardía como defensa de su anacronismo. Y me reconozco en esa estación tardía, de igual modo que lo hacía en aquella otra por la que ya no pasan trenes y cuyos andenes mezclan la esperanza con el autoengaño sobre las vías.
Me vuelve a enganchar cuando me lleva al hábitat de Marsé, ese tiempo de posguerra que por edad no conocí, pero cuyas consecuencias seguimos padeciendo en este país lastrado por heridas mal cerradas.
Antes de pisar por primera vez Barcelona, ya la conocía a través de los escritos de Manuel Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Mercedes Rodoreda y de Marsé. Después conocí Horta, El Guinardó..., aquellos barrios y calles por los que se movían los personajes de las novelas de Marsé. Y siempre vuelvo a ese escenario ficticio de su obra que es la adolescencia. Ese territorio que nunca abandonamos definitivamente y sobre el que cimentamos nuestro futuro como adultos.
Ahora en su último relato, nos trae Marsé noticias felices en aviones de papel. Alcanzo una cuartilla, y tras algunos dobleces y pliegues que la convierten en mi avión, cojo un bolígrafo de tinta azul y escribo una palabra junto a una de sus alas: rosebud. Y oteo las alturas en busca del aeropuerto desde el que lanzar el avión, para que planee con la certeza del anacronismo.

martes, 29 de octubre de 2013

Diez años de ausencia



Siempre retornamos. Como el asesino a la escena del crimen o las aves en estío. Volvemos a lo conocido, a lo que nos es familiar. Y uno de esos regresos para mí es ineludiblemente Manuel Vázquez Montalbán.
Se cumplen ahora 10 años de su ausencia y coincidiendo con tal efemérides la Revista Mercurio dedica el cuerpo principal de su número de noviembre al escritor barcelonés, con artículos de su hijo, Daniel Vázquez Sallés, Maruja Torres, Lorenzo Silva y Manuel Rico. Imagino que no será el único homenaje que reciba con motivo de ese decenio.
A veces creo que retornamos porque en el fondo nunca nos fuimos. Como si estableciéramos un vínculo invisible, pero férreo, que nos ancla a lugares, personas, objetos…
Vázquez Montalbán se despidió desde la lejanía, en el aeropuerto de esa Tailandia de sus pájaros. Nos privó del análisis de la actualidad en sus columnas de prensa, las últimas en El País (del que creo que como tantos otros, ante la deriva del diario, se habría marchado para arribar a otros puertos de papel o digitales de compromiso y libertad); precedidas por otras, como sus colaboraciones en Triunfo, bajo la firma de Sixto Cámara, que leí con años de retraso. Y pienso en lo que escribiría ahora y lo que diría de estos otros pájaros más cercanos que sobrevuelan nuestras cabezas, aleteando para avanzar hacia atrás.
Muertos él y Carvalho, desaparecido Biscúter, nos queda el refugio en las páginas ya escritas, en las obras que no perecen y que de algún modo prolongan la existencia del autor y dotan a sus personajes de la capacidad de resurrección a través de la relectura.
Si a Bogart y a la Bergman siempre les quedará París, aquella ciudad perdida y recuperada en las arenas del Magreb, a mí siempre me quedará la Barcelona de papel, aquella que pervive en la literatura de Juan Marsé, de Eduardo Mendoza y por supuesto, de Vázquez Montalbán.
Me quedará una rareza como el relato “El matarife”, que iniciaba a mediados de los 80 la colección ‘Textos tímidos’, de ediciones Almarabu; 3 clásicos para periodistas como “Informe sobre la información”, “Historia y comunicación social” y “El libro gris de la TVE”, y siempre, la novela “El pianista”; Barcelona y París, Rosell y Doria, el éxito y el fracaso, lo antagónico y lo complementario.
Y conservaré en el recuerdo su anécdota de cruzar siempre de acera, para evitar pasar por la puerta de aquella comisaría de Vía Laietana.
Comunista, sin miedos ni vergüenzas, desprovisto de cuernos y rabo, y que se sepa hasta la fecha, de parentesco con el diablo; republicano y amante y gran gourmet de los placeres de la vida.
Como añoro su lucidez e ironía en estos momentos de superpoblación, con perdón, para honrar la denominación de su manifiesto. 


Foto.- Casa Leopoldo (Barcelona), mayo 1997. De izquierda a derecha: Maruja Torres, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. (Foto Artur Lleó). Tomada del blog http://www.vespito.net/

miércoles, 9 de enero de 2013

Navidades en Barna

Regreso tras dos semanas de vacaciones de una Barcelona que languidece por momentos. He encontrado una ciudad menos tensa que en ocasiones precedentes, pero también una ciudad menos alegre; consciente de que no hay cabida para coartadas o cortinas de humo, en la que se impone el pragmatismo de sus gentes mostrando a quienes quieren ver el distanciamiento cada vez mayor entre los gobernantes y sus gobernados.
He deambulado más de lo acostumbrado. Sin rumbo y sin prisa. Observando y escuchando. Deslizándome por las calles del barrio gótico y el Raval, las plazas de Gracia, el recuperado Borne o el familiar barrio de Horta.
Contemplo la estelada y la senyera colgadas en algunos balcones y ventanas, como hicieran otros en distinto territorio con la roja y gualda, y pienso cuán fácil es caer en lo mismo que se repudia; en como los nacionalismos, central o periférico, utilizan iguales elementos para defender lo contrario, que en el fondo no deja de ser lo mismo.
En Nochebuena almorzamos en El Glop, cerca del paseo de Gracia. También almorcé allí las navidades pasadas, sólo que entonces había que esperar turno para acceder a una mesa y asumir que las viandas se tomarían su tiempo para llegar a nuestros platos. Este año no, llegamos a la par que Lluís Homar y sus hijos. Nos sentamos en mesas paralelas, separadas por otra mesa ocupada por una pareja.
Recuerdo a Homar en el papel de Mandalay en la adaptación cinematográfica de “Un día volveré”, de Juan Marsé. Gran reparto para un film fallido de una novela que me cautivó y recomiendo, como casi todas las de Marsé. Contemplo la naturalidad con la que se desenvuelve, ajena a cualquier pose; lejos del divismo de otros actores con mayor reconocimiento y menor experiencia y talento. Y por supuesto alejado del protagonismo artificial de tanto famoso de medio pelo.
Mientras doy cuenta de unos cargols a la llauna, una escalivada y una torrada amb bull blanc pienso en el añorado Manuel Vázquez Montalbán. Siempre que recalo en Barcelona pienso en él y cuando paso por vía Laietana o sus inmediaciones me lo imagino cambiando de acera para evitar el paso por la puerta de la comisaría.  
Apuro un café solo para entregarme a una copa de pacharán con hielo y recreo esa Barcelona de Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Marsé y del propio Homar. Esa ciudad entrañable y cosmopolita que parece hoy menos entrañable y cosmopolita. Donde ahora el fuego del dragón calcina la rosa.
Comienzo el año paseando una vez más por la Boquería, esquivando turistas y deteniéndome en las paradas donde se ofrece un amplio surtido de setas. Me tomo mi tiempo para observar las distintas variedades, los nombres de las que no conozco, su tamaño, forma y color y miro el precio ante la presencia inquieta de un par de vendedores que amablemente se ofrecen a despachar lo que demande.
Subo por las Ramblas de las Flores, que ya no son las mismas ramblas desde que desterraron los puestos de flores. Atravieso la plaza de Cataluña y dejo atrás la Casa Batlló y la Pedrera para perderme en el barrio de Gracia. ¡Cómo me recuerda a Malasaña! Bajo Verdi y desemboco en la plaza de la Revolució de setembre para tomar una cerveza en la Unión. La mitad del local está vacío y en el otro medio, las mesas están ocupadas por gente que ha acabado o interrumpido su jornada laboral para almorzar. Me siento en un pequeño velador en el centro y a la entrada. Observo, pongo la oreja y acabo ojeando un diario en catalán. Son más de las tres, pero continuo sin prisa, aunque si con rumbo. Pago cerca de dos euros por una cerveza de barril, más de lo que me cuesta un tercio en la ciudad que habito; ya saben los peajes de la gran ciudad.
Cruzo la plaza, con algo de demora porque me detengo a ver unos puestos ambulantes, y al llegar a la esquina descubro, no sin cierta frustración, que el Sureny ya no existe. Imagino que será por la crisis, la subida de impuestos, la disminución del consumo… esa realidad que nos golpea con mayor o menor contundencia y que no entiende de telas colgadas en balcones y ventanas o prendidas en el pecho. 

miércoles, 6 de mayo de 2009

Guinovart

En el callejón del gato no siempre sonríe la vida, pero siempre trato de buscar la luz. En ocasiones la hallo. No siempre, pero a veces lo consigo. Y ayer fue una de esas ocasiones.
La Universidad ha abierto una pequeña sala de exposiciones en el centro de la ciudad donde habito. Donde trato de vivir y de que no habite el olvido. Mi santa, los peques y yo ya la habíamos visitado con anterioridad, para ver una exposición de varias pintoras. Y la semana pasada, contra pronóstico pues no habían dicho que se cerraba hasta la próxima temporada, se inauguró una exposición de Guinovart.
Yo había visto de forma esporádica algún cuadro de este pintor barcelonés, los últimos en el Museo Zabaleta (Guinovart, amigo de Zabaleta, participó con éste en una exposición en Quesada (Jaén), en 1951), pero nunca una exposición monográfica. Como la sala es pequeña, la exposición es breve. Completa, pero breve. Lo que provoca una sensación de satisfacción, por la obra contemplada, y a la vez, una sensación de necesidad de ver más obras.
Junto a la exposición, los responsables de la UJA han tenido el gusto de editar un catálogo sobre las obras expuestas y sobre Guinovart. Y además, han acompañado el catálogo de una pequeña joya, un dvd con una entrevista con el artista.
En ella el pintor, ya maduro, habla de asuntos como la influencia de la naturaleza en su obra, de su experiencia vital, del compromiso del artista y de la necesidad de pintar y del lenguaje (visual y de la palabra).
A mí con la obra me bastaba, pero acompañada de la palabra es un regalo. Inesperado y gratificante, porque te hace contemplarla con otros ojos. No es necesario, porque cada obra tiene su lenguaje propio, otra cuestión es que alcancemos a comprenderlo, pero si abre nuevos caminos y nuevas formas de mirar.
El apellido Guinovart suena a guirnalda, a Guinardó, y eso me lleva a Marsé. Un escritor que pinta con palabras la Barcelona que vivió, la misma postguerra que marcó a Guinovart. Un mismo compromiso y una misma esencia: la falta de libertad, la prohibición “crea una vitalidad”.


“…Guinovart a golpes con el desierto de la vida/se hizo un hombre de infancia sombría/entre vericuetos de arrabal o cinematógrafo/y de un volumen con presencia de Lorca o de ti mismo/que nos hace saltar de entusiasmo o de miedo…”

“Carta a Miguel Hernández”, Cesáreo Rodríguez-Aguilera (1952).