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domingo, 4 de marzo de 2018

Panquilerías

Devoro las criaturas de mis amigos como una especie de impostado Saturno. Quizás en el fondo haya algo de reminiscencia primitiva como extraer y comerse el corazón de la pieza abatida para adquirir su espíritu y aquellas cualidades positivas reconocidas en el otro ser. A lo mejor no es más que la esperanza de que se produzca una metástasis de ingenio o como mínimo de impulso creativo.
Mi última víctima han sido las “Panquilerías”, de Paquito Salas. Debo reconocer que ya había ingerido un par de relatos que me había enviado el autor previamente a la edición del libro. Relatos que he releído para volver a disfrutarlos. 
La portada del libro, un grabado del jaenero lagarto realizado por Gabucio, ya justifica la compra de la obra. Como dice el propio Paco, ¡qué buen dibujo para una camiseta! Aunque como es evidente el contenido hace los honores al saurio. 
Hacía no mucho había leído el “Teniente Bravo”, de Juan Marsé, en “Colección particular”; un relato de legionarios con cabra. Así que inevitablemente el “Todo por la cabra” me devolvió a Marsé. No quiero decir que Paquito sea Marsé, pero bien podría ser un personaje de postguerra del escritor barcelonés, un buscavidas en la capital que acaba por conocer la ciudad y a sus gentes mejor que sus propios nativos. 
Y sí, claro que tiene algo de Marsé y de los pícaros cervantinos, del anónimo Lazarillo y del quevediano El Buscón. Mama Paco de la literatura clásica en sus escritos y en sus vivencias, sabedor de que la vida está en las calles, a medio camino entre un vaso de vino y un lecho con hembra.
No es suficiente con mirar, hay que saber mirar. Y luego contarlo. Con picardía y costumbrismo, sin pelos en la lengua ni en las letras. Retratando lo mejor de cada casa, sin importar cuna, credo o cuenta bancaria. Haciendo un traje con el hilo del esperpento y provocando la carcajada en el retratado, inconsciente de hallarse ante su reflejo y regocijado en la creencia de que el pintado es el de al lado. Conociendo que aquí el “vuelva usted mañana” es que mejor no venga, que para cerrar tratos lo ideal es la cofradía o la taberna y que aunque se cambie burro por tractor se mantiene la bestia. 
Hay en Paco material para una de Sabina o para letrilla de Carnaval. Y aunque no le llamó la música, ha tenido oreja y cabeza para saborear sobre todo el buen jazz. No hace de ello magisterio, pero distingue sin acuse de recibo el chasquido de dedos que produce música del que solo provoca en las yemas un imaginario incendio.
Para dar el cante sobran voluntarios. Así que las “Panquilerías” son las cosas de Paco, escritas para ser leídas. Crónica social con sarcasmo, con una dosis de realidad y otra de ironía.

jueves, 2 de marzo de 2017

Garagatos

Llegamos en el último suspiro. Casi sin aliento. Cuando las agujas del reloj acortaban el espacio entre la una y media y las dos. El último día y en el penúltimo momento. Pero llegamos, ¡qué demonios!
Y mereció la pena contemplar esos dibujos de Sabina. Madonnas, cristos, toreros, princesas, Picasso, Matisse, Tamara de Lempicka… y peces y gatos. Qué para no cantar, hasta dibuja el maestro ubetense. 
Era pura curiosidad. No buscaba, ni esperaba, la excelencia artística, pero estaba convencido de encontrar ese hilo que une música, palabras e imágenes. Las de Sabina, of course. 
Si hay capacidad para ver una canción, porqué renunciar a oír la música de los dibujos colgados en la pared. Porqué no permitir que las palabras actúen como Celestinas y dejarse llevar por ellas de marco en marco, sumergiéndose entre esos ‘garagatos’ marcando el compás con los pies. 
No comparto eso de que somos lo que escribimos, aunque no niego que seamos o sintamos una parte de ello. De igual modo no seremos lo que dibujamos o lo que cantamos, pero algo de nosotros, a conciencia o sin ella, queda en el papel o en la canción. Así que es innegable que al menos parte de lo que cubren la camiseta de rayas y el bombín habita en los ‘garagatos’. 
Llegamos. Subiendo Los Caños casi sin aliento. Recuperando el resuello en Martínez Molina. Y respirando hondo en la Plaza del Pato frente a la puerta de los Baños Árabes. Cruzamos el umbral con la duda de si aún era el tiempo o por el contrario lo habíamos perdido. Llegamos para ver asomarse a un Sabina juguetón por una puerta entreabierta de ‘garagatería’, en una sala vacía pero vestida con sus dibujos. Llegamos para el desfile con parada de pared a pared. Y bailamos el vals de la contemplación. 
Más vale tarde que nunca. O ciento volando. Cara gato. "Garagatos".


"Como dibujo por matar el rato
 ayuno
del talento de Tiziano
a los bodrios que salen de
mis manos 
les llamo garagatos", Joaquín Sabina.
  
 

sábado, 5 de marzo de 2016

El día después

La incógnita es el día después. Ese día en que en raras ocasiones hay marcha atrás y de poco o nada suele valer lamentarse. Ese amanecer que se puede imaginar pero se desconoce y por tanto niega la certidumbre a lo imaginado.
Siempre hay un día después. Incluso más allá de la muerte está el día siguiente; aunque ese, al menos para quien muere, ya carece de importancia.
Hay quien renuncia al antes para evitar el después. Puede que porque como canta Sabina, “lo malo de después son los despojos”. Sin importar que ya previamente fuéramos despojos; es decir, sin sopesar la posibilidad de que el día después sigamos siendo lo mismo que el día antes.
Y aún así, el día después es la incertidumbre; la misma que provoca temor y nos sitúa al borde del abismo.
El después puede durar una vida o apenas un instante. Pero, cómo se mide ese instante. Y sobre todo, cómo afecta a esa vida. Hay quien la pasa queriendo dar marcha atrás al reloj, cómo si fuera posible. Y hay quien, al contrario, paró el reloj en el antes y en el después volvió a darle cuerda.
Me gusta recordar aquello de “Mira si han cambiado las cosas que ayer se escribía sin hache y hoy se escribe con hache”. ¿Habrá la misma distancia entre el ayer y el hoy que entre el antes y el después?
Va a ser que habitamos entre el antes y el después. Varados, casi paralizados. Practicando el funambulismo en la cuerda del miedo y en la línea que divide el precipicio y el vacío. Y cuando caemos, volvemos a levantarnos o al menos lo intentamos; pero cuando saltamos...

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Miedo escénico

Nos hablaban del miedo escénico y nos preguntábamos qué sería aquello de cénico. Sonaba horrible. Pero ya hemos descubierto casi todos que eso del miedo escénico no deja de ser un sinónimo de soledad y que Soledad no solo es un nombre de mujer.
Lo hemos oído contar muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo. Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan. Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar. Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí, en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.